VICIO DE BELLEZA
DE
ANDRÉS MORALES
Jorge Rodríguez Padrón
Empiezo por el título: no sólo acertado por sí mismo, sino porque compendia muy bien el sentido global del mismo. Hay en estos poemas una peculiar (y ajustada, por justa y por rigurosa) tensión entre lo placentero y lo inalcanzable; entre el rigor de lo bello y lo inestable del vicio. Y eso, por un lado, tiene un carácter de certeza trascendental; pero, por otro, no puede sustraerse (y es lo más notable a mi entender) a una particular agresión irónica, tanto en su materia (la existencia y su degradación física y temporal) como en lo que atañe al lenguaje (siempre en esa delgada, y delicada, línea entre lo dicho y lo no dicho). Ya digo: su mejor valor.
Pero es que tal posición de partida, que se mantiene como sustento nuclear del conjunto, nos lleva a lo que resulta ser el “meollo” de esta poesía: la necesidad de revelar lo invisible. Lo que esta escritura revela, alumbra, ilumina, descubre – y en esto apuesta por un radicalismo indiscutible- es aquello que no se ve y no se dice: el otro lado del discurso. La palabra, el verso, apenas es el teatro de tal proceso de búsqueda e inauguración: la escritura nos lleva hasta el borde y allí nos deja, ante lo blanco que es también la luz. Un ejercicio disciplinado –entendiendo por disciplina una exigencia mallarmeana- que contiene un impulso que, a este lado del vivir, existen. Y que suele ser el lugar donde el común de los mortales (y muchos de los presuntos poetas) solemos detenernos.
¿No es el poema “Nocturno de las voces”, por ejemplo, una suerte de archipiélago de palabras, o de constelación de palabras, en el mar, o cielo oscuro de la página? ¿No se iluminan o se descubren, unas y otras, en ese discurrir que es el poema; y no se apagan (se pierden para dar paso a la verdadera luz que es el blanco alumbrado) después de oírlas? Lo mismo me parece en un poema muy bello titulado “Retrato bajo la lluvia”.
Y, acaso, “Arte Poética” me dé la razón, confirme como corroboración final, a punto de ir a la Segunda Parte, cuanto vislumbro. El ejercicio de la poesía como una acción que supone un progresivo borrar la palabra, hacerla desaparecer en su integridad física, para que renazca (deletreada, balbuceada al azar) tras “despertar al sueño vivo y a la muerte”.
Un ejercicio, en fin, de precisión rítmica: abriendo siempre la atención con intención. Ajuste, como decía al principio, entre el verso que discurre y la pausa que se abre: una respiración muy interesante la de estos poemas. Respiración interesante, porque en ella se va la vida. No en vano, la segunda parte sucede a la “Última voluntad” que se hermana con el poema más histórico de todo el libro, “Los elegidos”. La segunda parte, donde se desarrolla, precisamente, esa otra cara del ejercicio poético de Andrés Morales: el ajuste de cuentas con el tiempo. Este presente de la palabra escrita donde los elementos son la memoria. Es decir, donde la experiencia habida, en vez de ponerse en marcha de nuevo, y discurrir (la anécdota) en el poema, está en el poema; mas es el poema. No es casualidad que sea una secuencia de visiones, una especie de apocalípsis al revés (Visiones de San Juan en Occidente, MCMXCII); o quizá, haya que decir el apocalípsis, culminación de la experiencia visionaria, al derecho. Nuevo Patmos.
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