Ya
sea en el tratamiento impresionista de Rilke en los Nuevos Poemas (1907-1908) o en el collage modernista de T.S. Eliot
en La Tierra Baldía (1922), no solo
la pintura constituye un modelo visual para la poesía, sino también sus
técnicas y procedimientos (Bermúdez-Cañete 7). En el caso de la lírica chilena,
Poemas árticos (1918) de Vicente
Huidobro destaca por la estrategia del montaje en la cadena de imágenes creacionistas.
Claroscuro (2002) de Gonzalo Millán,
en cambio, se detiene en los cuadros de Caravaggio y Zurbarán para, desde el
ejercicio de la écfrasis, reflexionar en torno al diálogo íntimo entre cuadro y
espectador (Hoefler 219). Sin embargo, ¿cómo podemos borrar los límites difusos
entre la pintura y la poesía, entre la técnica pictórica y la técnica poética,
entre la lectura de un cuadro y la lectura de un poema?
En
Estuario (2017), tercer libro de
Víctor Alegría, arte, literatura y experiencia se entrecruzan en imágenes
contenidas y transparentes, opacas y evocadoras, desplegadas en cincuenta
poemas breves de variados registros. Ya sea en la misma orilla o en la de
enfrente, el relato homérico y la tablilla romana dialogan con la poesía fresca
de Leopardi y Bachmann, con el retrato sentido de Rembrandt y Bonnard, con la
pintura profunda de Morandi y Juan Francisco González. De esa forma, todos los motivos
se dirigen hacia una misma búsqueda vital, opuesta a la frágil velocidad del
tiempo presente: lo desconocido como lo verdaderamente humano, como lo
extrañamente familiar. Aparte de esta apuesta temática, Estuario asume el riesgo de instalar el poema breve no como
instantánea fotográfica, propia de las poéticas hermanas de Gonzalo Millán,
sino como pintura en miniatura. Desde un proceso inconsciente, pero también
deliberado, tanto el gesto corporal como la materialidad de la pincelada impregnan
la escritura poética de Víctor Alegría, escritura donde la palabra emerge
sutil, aislada y difusa, como si se tratase del misterio de la mancha.
1.
La palabra: luz
del naufragio
Como la densidad del sol sobre una
naturaleza muerta, la visión del lenguaje en Estuario envuelve la superficie de los poemas hasta penetrar sus
oraciones, sus palabras, sus silencios. Desde una mirada jubilosa pero escéptica,
el lenguaje se vislumbra como creación y fundamento de mundo, así como también
se visualiza su carácter confuso e indefinido, porque, a medida que avanzamos y
retrocedemos a lo largo de Estuario,
la palabra aparece alada y abisal, luminosa y opaca.
Desde el poema “Latidos” (Alegría 12),
sabemos que la idea de Dios no es más que la encarnación del lenguaje y el
secreto de su poder creador. A partir del diálogo con la tradición bíblica, el
texto destaca la invención y división de los elementos en el espacio como su vivificación
en el tiempo, por cuanto la palabra “enumera / seres cosas
signos” (Alegría 12) al igual que es “luminosa / cuando irradia el
verbo” (Alegría 12). Sin embargo, la construcción formal tanto del poema como del
libro cuestionan este vínculo divino: la sucesión de imágenes, evocadas por
sustantivos aislados y articuladas sin ningún verbo, parecen retardarse y
suspenderse en una pausa sin tiempo, como en las estrofas “Cofre. // Corazón,
cofre” (Alegría 16). Debemos recordar que esta detención se produce en el
espacio en blanco, entendido no como separación entre estrofas, sino como
constituyente del texto. Es decir, más que el aislamiento de la palabra, es su
diálogo con el silencio el que permite tanto el juego de metáforas y el
despliegue de asociaciones, como el cambio desde el poema objetivista de Ensenada –segundo libro de Alegría–
hasta el poema hermético de Estuario.
Asimismo, junto a su búsqueda de la salvación a través del arte y lo cotidiano,
sabemos que el hablante visualiza el lenguaje como fundamento vital y humano
gracias al símbolo de la luz y la metáfora del corazón, por cuanto “No conozco
otra aurora. / No existe otra felicidad. // Palabras latidos” (Alegría 12).
Somos testigos, entonces, de la dicha del
lenguaje, pero también de su secreta confusión. En el poema “Aliento” (Alegría 32),
su naturaleza ambigua y germinal se manifiesta a través de imágenes etéreas y
deliberadas: el aliento es lo acústico, lo leve y lo sugerente del lenguaje,
mientras que la palabra, esa “ave de los labios”, “desborda // nace vuela” (Alegría 32). Este sentido de
ascensión se traduce, a su vez, en un viaje entre el día y la noche, entre lo
diáfano y lo opaco, entre lo definido y lo difuso, donde “La palabra es todo y
nada” (Alegría 32).
Al igual que el problema comunicativo del
lenguaje, tanto la sintaxis como la puntuación en Estuario nos desconciertan, pero siempre desde una elegante
sutileza. En el poema “Islas” (Alegría 38), la subordinación gramatical se pone
en tela de juicio: “Si son opacas / las palabras // y fundamos / nuestro
compromiso // en palabras” (Alegría 38). El sentido, entonces, comienza a
suspenderse y a reflejarse dentro de la delgada textura del poema: no sabemos
si es la oración secundaria o bien la posterior cadena de sustantivos la que se
vuelve la oración principal. A pesar de esta ambigüedad, existe un rasgo aún
más desconcertante: la imagen de la isla representa no tan solo un territorio
aislado y rodeado de océano, sino también el límite del sonido y la suspensión
del silencio, el límite de la letra y la apertura de la página en blanco. El
lenguaje constituye, entonces, oportunidad e imposibilidad de comunicarse, por
cuanto la palabra es siempre doble: una mancha opaca, una “luz del naufragio” (Alegría
38).
2.
La mancha: un eco
disperso
Ya sea una señal, una marca sucia o una
malla de red, la palabra “mancha” ha heredado, desde el latín, su carácter plural
(Gómez de Silva 434). Si nos detenemos en estos significados, las nociones de
límite y fragmento, de lo escondido y lo minúsculo parecieran ser raíces
comunes. En el caso de la pintura, la mancha implica un gesto pictórico frente
a la pureza del color. Si nos acercamos a una naturaleza muerta, el contorno de
los objetos comienza a borrarse y la mirada se concentra en la materia del
color y en el trazo de la pincelada, como si el cuadro fuese siempre una
abstracción.
A lo largo de Estuario, la mancha se configura como señal de sentido, pero
también como procedimiento fundamental en la emergencia de lo ambiguo. Al
dislocar toda imitación de un modelo, la mancha rompe con la traducción directa
del objeto o del cuadro, para incluir tanto la lectura atenta del espectador
como la presencia de nuevos significados, fenómeno que coincide con la interpretación
de Walter Benjamin sobre la mancha (215). La palabra, entonces, irrumpe la zona
de lo opaco desde su propia luminosidad. En el poema “Morandi” (Alegría 37),
sabemos que, luego de una pausa, “las escuálidas flores” (37) pierden su
textura suave y su perfume fresco al transformarse, por efecto del modelo y del
cuadro, en “rosas, ocres o marfil” (37). A partir de esta imagen, el origen de su
indefinición pareciera ser enigmático. No obstante, el último verso del poema delimita
una respuesta: no importa si es la mancha del pintor o la palabra del poeta,
ambas formas se configuran como “signos” (Alegría 37).
Más allá de una escritura declamatoria o
discursiva, Estuario se detiene en la
materialidad de la palabra: no tan solo en sus sonidos, sino también en sus
límites con el silencio. Aislada y sin ningún verbo, el sustantivo comienza a
dialogar con otros sustantivos, tal vez comunes o contradictorios, tal vez
concretos o abstractos. En el poema “Dádiva” (Alegría 48), la experiencia
erótica no encuentra un modelo visual, sino que se pierde entre la atmósfera de
lo nombrado y lo enmudecido, entre lo iluminado y lo opaco, sin encontrar nunca
un referente. El amor, esa “plenitud de siempre” (Alegría 48), se presenta como
lo desconocido, como lo extrañamente familiar, apenas rozado por el lenguaje.
Por esa razón, a lo largo del texto, el mar y el páramo, la noche y la mañana
se instalan como un “eco disperso” (Alegría 53), una cadena de metáforas que,
al revés de la poesía nerudiana, no se abre a lo exótico y plural, sino a lo
singular y esencial de la experiencia erótica.
Por sobre este tratamiento de la mancha
como señal de sentido, su acepción más oscura y escondida comienza a
instalarse. Como una malla de red, la palabra del poema inscribe la mancha del
cuadro, y la mancha del cuadro registra la impresión del referente. De esa
forma, el pintor observa el modelo, el poeta lo contempla a través del cuadro,
y el lector lo interpreta a través de la pintura en el poema. En el texto
“Paisaje de Morandi” (Alegría 20), no sabemos si el referente es un pueblo
antiguo, un campo mediterráneo o, simplemente, una abstracción. “El paisaje”,
declara el hablante, “es toda la mancha / leve coloreada” (Alegría 20),
sentencia que inaugura, al mismo tiempo, el espacio subjetivo del espectador,
donde tanto la lectura como la contemplación implican “un pensamiento en marcha” (Alegría 20), un intento por
ingresar en la zona de lo nombrado y lo enmudecido, de lo iluminado y lo opaco.
Los textos de Estuario, entonces, se
confunden con sus propias referencias literarias y pictóricas, hasta que el
poema llega a ser el cuadro, y el cuadro llega a ser el poema: la mancha dentro
de la mancha.
Bibliografía
Alegría, Víctor. Estuario.
Santiago de Chile: Ril Editores, 2017.
Benjamin, Walter. Obras
II. Madrid: Abada, 2009.
Bermúdez-Cañete,
Federico. "Introducción". Nuevos Poemas. Rainer Maria Rilke. Madrid:
Hiperión, 2009.
Gómez de Silva,
Guido. "Mancha". Breve Diccionario Etimológico de la Lengua
Española. Ciudad de México: Fondo
de Cultura Económica, 2013.
Hoefler, Walter.
"Presupuesto para una lectura de Claroscuro
de Gonzalo Millán". Anales de Literatura Chilena 5.1 (2004).
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