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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

miércoles, 17 de julio de 2019

ANDRÉS MORALES: "UNA PEQUEÑA CRÓNICA, LA TRAVESÍA DEL “WINNIPEG” DE LOS MORALES MALVA"







                                     En diciembre de 2001, al recibir, por el conjunto de mi obra, el “Premio de Poesía Pablo Neruda 2001”, agradecí de una manera especial el galardón, pues me honraba y me consagraba como poeta, pero, además, poseía una significación extraordinariamente importante para mi vida: “la vida misma” … La verdad es que tuve que agradecer doblemente y con gran emoción, pues Pablo Neruda había sido, como Cónsul chileno para la Inmigración Española, quien había liberado a mi familia paterna de los campos de concentración de Argeles y Saint Ciprien y quien luego los había salvado de una segura muerte en la Segunda Guerra Mundial embarcándolos en ese mítico vapor “Winnipeg” que atravesó el Atlántico con rumbo a la libertad que Chile ofrecía en esos años con el ejemplar gobierno del presidente Pedro Aguirre Cerda y del “Frente Popular”.
                                     En los días finales de la guerra y desde Barcelona, mis abuelos paternos Dolores Malva López y José Morales Chofré se dirigieron a la frontera francesa y lograron cruzarla con algunas dificultades. Unas semanas después, aproximadamente, y, por separado, mi padre Juan Alberto Morales Malva (teniente de la fuerza aérea) y mi tío José Ricardo Morales Malva (mayor del ejército), ambos oficiales jovencísimos, pasaron hacia Francia, cruzando muy trabajosamente, a pie, los Pirineos, debiendo dejar sus armas en la “tierra de nadie”, siendo trasladados de inmediato a dos campos de concentración absolutamente improvisados: las playas de Argeles y de St. Ciprien en el mediterráneo francés. Época de vientos y lluvias, la vida en los campos se hizo miserable y la ayuda internacional brilló por su ausencia (¿a quién le interesaría el destino de un ejército derrotado?). Cuidados por guardias senegaleses que no dudaban en reprimir cualquier descontento, los cientos de miles de soldados sufrieron lo indecible para poder comer, dormir e incluso, simplemente, sobrevivir en aquellas circunstancias.
                             Así pasaron los días hasta que mi abuelo José supo de la extraordinaria iniciativa, para llevar españoles a América, del poeta chileno Pablo Neruda, del Gobierno de Chile y del Servicio de la Emigración Española (S.E.R.E.) e, inmediatamente, inició una campaña personal para lograr un cupo para su familia. Presentando los papeles a ese Consulado de la Inmigración Española (nombre que se le dio a la oficina en París encabezada por el Cónsul Neruda y que recibía las solicitudes de viaje) y viviendo a duras penas entre Perpiñán y Marsella, finalmente se expidieron los salvoconductos y la esperanza parecía sonreírles por primera vez.
                              Pero las cosas no eran tan fáciles… Aún con los permisos, los billetes de viaje y toda la documentación, había que “sacar” a los hermanos José Ricardo y Juan Alberto de los campos de concentración, labor nada de fácil, pues la sobrepoblación en las playas, la multitud vociferante de españoles y un pobrísimo sistema de altavoces no ayudaban en lo absoluto. Así, después de días y días llamando, preguntando, gritando y encargando a terceros la búsqueda de los muchachos, primero José Ricardo, en St. Ciprien, y luego Juan Alberto, en Argeles pudieron abrazar a sus padres a quienes no veían hace muchos meses.
                              Hubieron de pasar diversas vicisitudes con los controles policiales franceses hasta llegar al pequeño puerto de Trompeloup. Por fin, una vez embarcados, el 4 de agosto de 1939, con alrededor de dos mil almas repletando el barco, zarpan definitivamente al nuevo continente.
                              Los Morales Malva, vecinos de la Gran Vía de Valencia, del popular Cabanyal donde eran propietarios de la aún existente Farmacia “Morales”, lo dejaban todo, se despedían de una España en ruinas, desolada y de una Europa a punto de entrar en una agonía espantosa. Abandonaban todo, desesperanzados, preguntándose si sus antiguas carreras de químico, de historiador o de pianista tal vez quedarían truncadas. Sabían de la historia y de la tradición democrática de Chile, conocían a algunos personajes, artistas y fundamentalmente escritores, pero no conocían el olor a Chile, el sabor, la apariencia y la rugosidad de sus contornos, de sus comidas, de sus montañas, de ese Pacífico rebelde… Todo era un misterio que se develaría luego del largo viaje. Todo estaba por nacer nuevamente en los corazones de aquellos valencianos.
                              Hacinados, muy incómodos, pero hacendosos, a veces con nostalgia y otras de buen humor, fueron cruzando el Atlántico, el Caribe, el Canal de Panamá y buena parte de las costas sudamericanas. Las actividades eran muy variadas: se trataba de matar el tiempo, pero también de aprender cosas. Se enseñaba historia, bailes populares, se redactaba un periódico de abordo, etc.
                              El primer puerto chileno donde atracó el “Winnipeg” fue Arica, el 30 de agosto de 1939…  Un par de días antes de aquel terrible 1 de septiembre en el que, los nazis, con la invasión de Polonia, hacían estallar un nuevo episodio suicida en la historia de Europa. La navegación continuaría hasta Valparaíso, con la mitad del barco a oscuras (de cara a alta mar) en prevención a posibles ataques. En la noche del 2 de septiembre el barco fondea en la bahía de Valparaíso a la espera de atracar el día siguiente para desembarcar.
                              Siempre me he preguntado cómo debía haber sido estar acodado, esa noche, en la baranda de alguna cubierta del buque mirando las hermosas e hipnóticas luces de Valparaíso; preguntándose cómo era Chile, qué les esperaba y qué vida continuarían viviendo. Habría fracasos, seguro, pero también logros, sobre todo con la frente en alto, en libertad. Comenzar una nueva vida, empezar de cero, como decía mi padre, era un nuevo nacimiento que implicaba muchos dolores y sacrificios, muchas renuncias y muchos sinsabores, pero que, al final, también se transformaba en un sentimiento de renacido amor de un “ser humano resucitado”, esta vez por una tierra que los acogería en su austeridad, en su rudeza, pero también en su infinita generosidad y asombro.
                              Al día siguiente, unos en las calles de Valparaíso, otros en las avenidas de Santiago de Chile, comenzarían a vivir el destierro echando nuevas raíces en el otro costado del mundo.

                                              

                                                     Santiago de Chile, julio de 2019



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