En
diciembre de 2001, al recibir, por el conjunto de mi obra, el “Premio de Poesía
Pablo Neruda 2001”, agradecí de una manera especial el galardón, pues me
honraba y me consagraba como poeta, pero, además, poseía una significación
extraordinariamente importante para mi vida: “la vida misma” … La verdad es que
tuve que agradecer doblemente y con gran emoción, pues Pablo Neruda había sido,
como Cónsul chileno para la Inmigración Española, quien había liberado a mi
familia paterna de los campos de concentración de Argeles y Saint Ciprien y quien
luego los había salvado de una segura muerte en la Segunda Guerra Mundial
embarcándolos en ese mítico vapor “Winnipeg” que atravesó el Atlántico con
rumbo a la libertad que Chile ofrecía en esos años con el ejemplar gobierno del
presidente Pedro Aguirre Cerda y del “Frente Popular”.
En
los días finales de la guerra y desde Barcelona, mis abuelos paternos Dolores
Malva López y José Morales Chofré se dirigieron a la frontera francesa y
lograron cruzarla con algunas dificultades. Unas semanas después,
aproximadamente, y, por separado, mi padre Juan Alberto Morales Malva (teniente
de la fuerza aérea) y mi tío José Ricardo Morales Malva (mayor del ejército),
ambos oficiales jovencísimos, pasaron hacia Francia, cruzando muy
trabajosamente, a pie, los Pirineos, debiendo dejar sus armas en la “tierra de
nadie”, siendo trasladados de inmediato a dos campos de concentración
absolutamente improvisados: las playas de Argeles y de St. Ciprien en el
mediterráneo francés. Época de vientos y lluvias, la vida en los campos se hizo
miserable y la ayuda internacional brilló por su ausencia (¿a quién le
interesaría el destino de un ejército derrotado?). Cuidados por guardias
senegaleses que no dudaban en reprimir cualquier descontento, los cientos de
miles de soldados sufrieron lo indecible para poder comer, dormir e incluso,
simplemente, sobrevivir en aquellas circunstancias.
Así
pasaron los días hasta que mi abuelo José supo de la extraordinaria iniciativa,
para llevar españoles a América, del poeta chileno Pablo Neruda, del Gobierno
de Chile y del Servicio de la Emigración Española (S.E.R.E.) e, inmediatamente,
inició una campaña personal para lograr un cupo para su familia. Presentando
los papeles a ese Consulado de la Inmigración Española (nombre que se le dio a
la oficina en París encabezada por el Cónsul Neruda y que recibía las
solicitudes de viaje) y viviendo a duras penas entre Perpiñán y Marsella, finalmente
se expidieron los salvoconductos y la esperanza parecía sonreírles por primera
vez.
Pero
las cosas no eran tan fáciles… Aún con los permisos, los billetes de viaje y
toda la documentación, había que “sacar” a los hermanos José Ricardo y Juan
Alberto de los campos de concentración, labor nada de fácil, pues la
sobrepoblación en las playas, la multitud vociferante de españoles y un pobrísimo
sistema de altavoces no ayudaban en lo absoluto. Así, después de días y días
llamando, preguntando, gritando y encargando a terceros la búsqueda de los
muchachos, primero José Ricardo, en St. Ciprien, y luego Juan Alberto, en
Argeles pudieron abrazar a sus padres a quienes no veían hace muchos meses.
Hubieron
de pasar diversas vicisitudes con los controles policiales franceses hasta
llegar al pequeño puerto de Trompeloup. Por fin, una vez embarcados, el 4 de
agosto de 1939, con alrededor de dos mil almas repletando el barco, zarpan
definitivamente al nuevo continente.
Los
Morales Malva, vecinos de la Gran Vía de Valencia, del popular Cabanyal donde
eran propietarios de la aún existente Farmacia “Morales”, lo dejaban todo, se
despedían de una España en ruinas, desolada y de una Europa a punto de entrar
en una agonía espantosa. Abandonaban todo, desesperanzados, preguntándose si
sus antiguas carreras de químico, de historiador o de pianista tal vez
quedarían truncadas. Sabían de la historia y de la tradición democrática de
Chile, conocían a algunos personajes, artistas y fundamentalmente escritores, pero
no conocían el olor a Chile, el sabor, la apariencia y la rugosidad de sus
contornos, de sus comidas, de sus montañas, de ese Pacífico rebelde… Todo era
un misterio que se develaría luego del largo viaje. Todo estaba por nacer
nuevamente en los corazones de aquellos valencianos.
Hacinados,
muy incómodos, pero hacendosos, a veces con nostalgia y otras de buen humor,
fueron cruzando el Atlántico, el Caribe, el Canal de Panamá y buena parte de
las costas sudamericanas. Las actividades eran muy variadas: se trataba de
matar el tiempo, pero también de aprender cosas. Se enseñaba historia, bailes
populares, se redactaba un periódico de abordo, etc.
El
primer puerto chileno donde atracó el “Winnipeg” fue Arica, el 30 de agosto de
1939… Un par de días antes de aquel terrible
1 de septiembre en el que, los nazis, con la invasión de Polonia, hacían
estallar un nuevo episodio suicida en la historia de Europa. La navegación
continuaría hasta Valparaíso, con la mitad del barco a oscuras (de cara a alta
mar) en prevención a posibles ataques. En la noche del 2 de septiembre el barco
fondea en la bahía de Valparaíso a la espera de atracar el día siguiente para
desembarcar.
Siempre
me he preguntado cómo debía haber sido estar acodado, esa noche, en la baranda
de alguna cubierta del buque mirando las hermosas e hipnóticas luces de
Valparaíso; preguntándose cómo era Chile, qué les esperaba y qué vida continuarían
viviendo. Habría fracasos, seguro, pero también logros, sobre todo con la
frente en alto, en libertad. Comenzar una nueva vida, empezar de cero, como
decía mi padre, era un nuevo nacimiento que implicaba muchos dolores y
sacrificios, muchas renuncias y muchos sinsabores, pero que, al final, también
se transformaba en un sentimiento de renacido amor de un “ser humano
resucitado”, esta vez por una tierra que los acogería en su austeridad, en su
rudeza, pero también en su infinita generosidad y asombro.
Al
día siguiente, unos en las calles de Valparaíso, otros en las avenidas de
Santiago de Chile, comenzarían a vivir el destierro echando nuevas raíces en el
otro costado del mundo.
Santiago
de Chile, julio de 2019
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