La “angustia de las influencias” es un tema tratado muchas veces en la academia norteamericana y, por cierto, en las diversas universidades hispanoamericanas. Más que cuestionar el concepto, el término o su validez, es hora de hacer justicia con los autores que han marcado vertical, horizontal y/o transversalmente a otros poetas determinantes en la lengua castellana. Una de las voces que todos reconocen como un influjo propio (léase a Gerardo Diego, Octavio Paz, Enrique Lihn o Juan Larrea), pero que, al menos en Chile, nadie ha confesado de una manera abierta y clara como determinante en sus obras es la de Vicente Huidobro, poeta que despejó los aires del modernismo tardío y posibilitó una mirada completamente diferente en la poesía de su época.
No es mi voluntad centrarme en la gravitación ejercida por el autor de Altazor sobre la generación del ‘38 (generación de Gonzalo Rojas, del Grupo “La Mandrágora”, de Eduardo Anguita, etc.) o del ‘57 (generación de Enrique Lihn, Armando Uribe, Miguel Arteche, Jorge Teillier, etc.); este escrito busca reflexionar sobre la impronta de Huidobro en las últimas promociones chilenas, esto es, en las generaciones del ‘72 (más conocida como “Generación de los sesentas”) y del ‘87 (o “Del ‘80”). Desde esta perspectiva, es conveniente señalar que la escritura de Huidobro se encuentra mucho más vigente que las voces de otros grandes autores como Gabriela Mistral o Pablo Neruda. Quizás la razón de este hecho se halle más que en la calidad de sus textos o en la gravitación de su obra (indiscutible, qué duda cabe), en el sello inconfundible que tienen la voz mistraliana y la voz nerudiana. Este asunto puede hacer pensar que estos dos últimos poetas más que dejar una marca en las promociones siguientes, construyeron una obra estilísticamente tan poderosa que, por esa misma razón, se convirtieron en caminos ciegos para los autores posteriores. El caso de Huidobro es, necesariamente, distinto. Su figura –entre casi maldita, muchas veces rechazada y también postergada- ha crecido de manera vertiginosa en la conciencia de los autores posteriores a la generación del 50 [1]. De esta forma, podemos hablar de dos planos de influencia que operan fuertemente en los autores de las generaciones del ’72 y del ’87. En primer lugar, el registro referido a la actitud del poeta (su gesto transgresor, su postura como generador de polémicas y su búsqueda de un horizonte social más amplio para el escritor) y, en segundo lugar, la gravitación propia de su obra poética, esto es, su actitud de ruptura desde el propio texto poético, su necesidad por encontrar nuevos formatos y la concepción misma que otorgaba a la poesía como instancia de renovación.
Entre los poetas de la generación de 1972 (con autores tan notables como Oscar Hahn[2], Juan Cameron, Manuel Silva Acevedo o Gonzalo Millán) es indispensable destacar la figura de Juan Luis Martínez (1942-1993). Su obra, casi desconocida fuera de los límites de Chile es, a mi entender, una de las más significativas entre las escritas en mi país en la segunda mitad del siglo veinte. Sin querer exagerar, creo que habrá de valorarse muy positivamente con el tiempo. Sus únicos dos libros publicados, La nueva novela (1977) y La poesía chilena (1978)[3] han marcado profundamente la poesía de su generación y de las promociones posteriores. Desde todo punto de vista, Martínez se encuentra influenciado por la obra de Vicente Huidobro: su búsqueda de nuevos formatos, una actitud inconformista con la tradición literaria (aunque muchas veces se base en ella misma para construir su imaginario poético) y un decir nuevo lo confirman como un sucesor de la obra huidobreana. El texto ya mencionado, La nueva novela, puede ligarse con muchas de las características del gran poema Altazor. Si bien la tan mentada “desacralización del yo” es fundamental en la obra de Martínez (a diferencia de ese hablante poderoso del poema de Huidobro) la constante búsqueda de procedimientos nuevos (la inclusión de elementos ajenos a la práctica tradicional de la poesía como transparencias, anzuelos, problemas de ingenio al lector, etc.) no solo lo conectan con la idea de la neovanguardia, sino que deben entenderse como una necesidad de ruptura con la práctica poética inmediatamente anterior (imbuida, salvo honrosas excepciones, en una poesía social). Pero ese gesto de ruptura y esa necesidad de nuevos formatos solo constituye una parte de la evidente conexión entre Martínez y Huidobro. Temáticamente (y pienso en la construcción de poemas como “La desaparición de una familia” o “El cisne troquelado”, ambos pertenecientes a La nueva novela) la idea de reconstrucción del mundo a partir de la palabra, la extraordinaria capacidad de referencia a un universo “paralelo” al de la realidad (“Inventa mundos nuevos” diría Huidobro) posibilitan una lectura que señala una ligazón más que evidente entre ambos poetas. Véase, por ejemplo, la parte final del ya citado “la desaparición de una familia”, donde también el tono es muy similar con el póstumo Ultimos poemas de Huidobro:
“(...)
Ahora que el tiempo se ha muerto
y el espacio agoniza en la cama de mi mujer,
desearía decir a los próximos que vienen,
que en esta casa miserable
nunca hubo ruta alguna
y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza”[4]
La mirada de otro importante autor chileno, Raúl Zurita (1951) -en este caso de la generación de 1987- sobre la obra de Huidobro, es más que evidente. Si muchos críticos (y me refiero concretamente a José Miguel Ibáñez Langlois) han señalado una clara vinculación de Anteparaíso (1982) con Canto General de Neruda, pienso que Purgatorio (1979) debe situarse como una obra heredera de buena parte del ímpetu reformador de Huidobro. El vinculante entramado de este libro con obras como Ecuatorial, Poemas árticos o Temblor de cielo es palmario y decidor. Zurita apela a la construcción de un discurso fragmentario y a la búsqueda de un formato novedoso en la escritura del poema (si Huidobro hubiese podido escribir en los cielos de Nueva York, estoy seguro que lo habría realizado más de una vez). El texto “Epílogo” de Purgatorio es casi una paráfrasis –posiblemente no intencional- de muchos de los poemas huidobreanos:
“Como un sueño el silbido del viento
todavía recorre el árido espacio de
esas llanuras” [5]
En este sentido, la obra de Zurita ha de vincularse con toda certeza con la producción huidobreana. No ver este asunto es cerrar los ojos frente a algo evidente y que, creo, el propio Zurita no desmentiría.
Perteneciente también a la generación de los ochentas, Rodrigo Lira (1949-1981) es quizá quien ha evidenciado más claramente su filiación huidobreana. En su único libro (póstumo de 1984), Proyecto de Obras Completas, incluye un “Arte poética” que parafrasea a todas luces la famosísima de Huidobro y que constituye el modelo a seguir:
“Ars poetique”
[Para la galería imaginaria]
Que el verso sea como una ganzúa
Para entrar a robar de noche
Al diccionario a la luz
De una linterna
sordo como
Tapia
Muro de los Lamentos
Lamidos
Paredes de Oído!
cae un Rocket pasa un Mirage
los ventanales quedaron temblando
Estamos en el siglo de las neuras y las siglas
y las siglas
son los nervios, son los nervios
El vigor verdadero reside en el bolsillo
es la chequera
El músculo se vende en paquetes por Correos
la ambición
no descansa la poesía
está c
ol
g
an
do
en la dirección de Bibliotecas Archivos y Museos en Artí
culos de lujo, de primer necesidad,
oh, poetas! No cantéis
a las rosas, oh, dejadlas madurar y hacedlas
mermelada de mosqueta en el poema
El Autor pide al Lector diScurpas por la molestia (Su Propinaes Misuerdo) [6].
Aunque la ironía y el tono paródico apunta a una crítica sobre el poema del autor vanguardista, el joven y precozmente desaparecido poeta subraya su vinculación indiscutible. El ejercicio del parricidio, al menos en poesía, no rechaza negativamente al antecesor, sino que reafirma muy claramente la importancia del influjo del cual se quiere huir.
En una línea similar se encuentra la obra de Tomás Harris (1956). Textos como “Zonas de peligro”, perteneciente a su libro Cipango (1992), muestran una vinculación clara con el poeta de Altazor. Si bien la lectura de “Zonas de peligro” puede llevarnos a una clara referencialidad con la dictadura militar chilena, también es cierto que el tratamiento de lo urbano (asunto más que esencial en la mayoría de los poetas de la generación de los ochentas) apela a una ciudad abstracta, universal, despojada de un localismo provinciano (independientemente que el autor mencione ciertos lugares concretos de la sureña ciudad de Concepción):
“Inventaron un baldío sonde no se ponía el sol
pero te inventaron una calle donde no se refractaba
el sol. La Concepción te inventa una nebulosa
fragmentaria lo inventado es parcial lo
inventado está fetichizado (...)” [7]
Aunque pueda leerse una crítica hacia la idea de la invención (“lo inventado está fetichizado”) la obra de Harris apela a una construcción literaria de un universo sólo posible en un imaginario donde el lenguaje es el eje protagónico del discurso.
Dentro de las voces femeninas de los sesenta y ochenta (Soledad Fariña, Elvira Hernández, Eugenia Brito, entre otras), la presencia de Huidobro es incuestionable. Aunque la figura personal de Vicente pueda aparecer como excesivamente tutelar y hasta machista, buena parte de la producción de una interesante porción de la obra poética escrita por mujeres encierra una clara vinculación con Huidobro. Libros como La bandera chilena (1991) de Hernández, Filiaciones (1986) de Brito o Albricia (1988) de Fariña reconstruyen el espíritu de una vanguardia que procura desplegar una poesía aérea, arriesgada e inconformista. Otro tanto pude decirse de la obra escrita por los jovencísimos autores de la llamada “generación de los noventa”. Si bien es cierto que es imposible tener una perspectiva clara y con una mínima objetividad sobre sus distintas producciones, creo intuir que la presencia de Vicente permanece como un ejemplo de libertad formal y de contenido.
Considerar a Huidobro como un “cadáver literario” (he oído esta expresión más de una vez en distintos corrillos poéticos chilenos) me parece, por decir lo menos, una insensatez. Tal como señalara Octavio Paz, este poeta ha sido siempre “el oxígeno invisible de nuestra poesía”. Ha llegado la hora de esclarecer de una vez por todas su importancia. Ninguna de las revoluciones poéticas posteriores (pienso en el surrealismo chileno del ya citado grupo “La Mandrágora” o la antipoesía de Nicanor Parra, tan profundamente ligada al espíritu del creacionismo) habría sido posible sin la radical actitud de cambio enarbolada por Huidobro. Otra cosa es que varios conspicuos miembros de universidades del continente americano (y europeo) intenten desplazar su peso específico limitándolo a la vanguardia histórica, a una burda “leyenda negra” de falsificador, polemista y afrancesado o al museo del olvido literario. La obra de Vicente Huidobro habrá de permanecer con todas sus irregularidades, con su más que banal (e ingenua) obra inicial, con sus intentos por construir una “poesía de tesis” o con su ególatra manía por ser el primero en todo. Sus luces y sus sombras, como he intentado brvemente demostrar aquí, seguirán más que vigentes en la conciencia de una gran parte de la poesía chilena de los años por venir.
[1] Sin duda alguna fundamentalmente gracias a los textos escritos por Enrique Lihn.
[2] Oscar Hahn ha realizado una importante labor de rescate de la obra de Vicente Huidobro. Sus ediciones de obras como Altazor, sus antologías y sus trabajos críticos son otra prueba irrefutable de la importancia que reviste el autor creacionista para muchos poetas de esa generación.
[3] Texto que también debe vincularse con los Artefactos (1972) de Nicanor Parra.
[4] Martínez, Juan Luis. La nueva novela. Ediciones Archivo. Santiago de Chile, 1985 (Segunda Edición), p. 137.
[5] Zurita, Raúl. Purgatorio. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 1979, p. 39.
[6] Lira, Rodrigo. “Ars Poetique”. Incluido en la antología Veinticinco años de poesía chilena (1970-1995) de Teresa Calderón, Lila Calderón y Tomás Harris. Editorial F.C.E. Santiago de Chile – México, 1996, p. 264.
[7] Harris, Tomás. Cipango. Editorial F.C.E. Santiago de Chile – México, 1996, p. 44.
No es mi voluntad centrarme en la gravitación ejercida por el autor de Altazor sobre la generación del ‘38 (generación de Gonzalo Rojas, del Grupo “La Mandrágora”, de Eduardo Anguita, etc.) o del ‘57 (generación de Enrique Lihn, Armando Uribe, Miguel Arteche, Jorge Teillier, etc.); este escrito busca reflexionar sobre la impronta de Huidobro en las últimas promociones chilenas, esto es, en las generaciones del ‘72 (más conocida como “Generación de los sesentas”) y del ‘87 (o “Del ‘80”). Desde esta perspectiva, es conveniente señalar que la escritura de Huidobro se encuentra mucho más vigente que las voces de otros grandes autores como Gabriela Mistral o Pablo Neruda. Quizás la razón de este hecho se halle más que en la calidad de sus textos o en la gravitación de su obra (indiscutible, qué duda cabe), en el sello inconfundible que tienen la voz mistraliana y la voz nerudiana. Este asunto puede hacer pensar que estos dos últimos poetas más que dejar una marca en las promociones siguientes, construyeron una obra estilísticamente tan poderosa que, por esa misma razón, se convirtieron en caminos ciegos para los autores posteriores. El caso de Huidobro es, necesariamente, distinto. Su figura –entre casi maldita, muchas veces rechazada y también postergada- ha crecido de manera vertiginosa en la conciencia de los autores posteriores a la generación del 50 [1]. De esta forma, podemos hablar de dos planos de influencia que operan fuertemente en los autores de las generaciones del ’72 y del ’87. En primer lugar, el registro referido a la actitud del poeta (su gesto transgresor, su postura como generador de polémicas y su búsqueda de un horizonte social más amplio para el escritor) y, en segundo lugar, la gravitación propia de su obra poética, esto es, su actitud de ruptura desde el propio texto poético, su necesidad por encontrar nuevos formatos y la concepción misma que otorgaba a la poesía como instancia de renovación.
Entre los poetas de la generación de 1972 (con autores tan notables como Oscar Hahn[2], Juan Cameron, Manuel Silva Acevedo o Gonzalo Millán) es indispensable destacar la figura de Juan Luis Martínez (1942-1993). Su obra, casi desconocida fuera de los límites de Chile es, a mi entender, una de las más significativas entre las escritas en mi país en la segunda mitad del siglo veinte. Sin querer exagerar, creo que habrá de valorarse muy positivamente con el tiempo. Sus únicos dos libros publicados, La nueva novela (1977) y La poesía chilena (1978)[3] han marcado profundamente la poesía de su generación y de las promociones posteriores. Desde todo punto de vista, Martínez se encuentra influenciado por la obra de Vicente Huidobro: su búsqueda de nuevos formatos, una actitud inconformista con la tradición literaria (aunque muchas veces se base en ella misma para construir su imaginario poético) y un decir nuevo lo confirman como un sucesor de la obra huidobreana. El texto ya mencionado, La nueva novela, puede ligarse con muchas de las características del gran poema Altazor. Si bien la tan mentada “desacralización del yo” es fundamental en la obra de Martínez (a diferencia de ese hablante poderoso del poema de Huidobro) la constante búsqueda de procedimientos nuevos (la inclusión de elementos ajenos a la práctica tradicional de la poesía como transparencias, anzuelos, problemas de ingenio al lector, etc.) no solo lo conectan con la idea de la neovanguardia, sino que deben entenderse como una necesidad de ruptura con la práctica poética inmediatamente anterior (imbuida, salvo honrosas excepciones, en una poesía social). Pero ese gesto de ruptura y esa necesidad de nuevos formatos solo constituye una parte de la evidente conexión entre Martínez y Huidobro. Temáticamente (y pienso en la construcción de poemas como “La desaparición de una familia” o “El cisne troquelado”, ambos pertenecientes a La nueva novela) la idea de reconstrucción del mundo a partir de la palabra, la extraordinaria capacidad de referencia a un universo “paralelo” al de la realidad (“Inventa mundos nuevos” diría Huidobro) posibilitan una lectura que señala una ligazón más que evidente entre ambos poetas. Véase, por ejemplo, la parte final del ya citado “la desaparición de una familia”, donde también el tono es muy similar con el póstumo Ultimos poemas de Huidobro:
“(...)
Ahora que el tiempo se ha muerto
y el espacio agoniza en la cama de mi mujer,
desearía decir a los próximos que vienen,
que en esta casa miserable
nunca hubo ruta alguna
y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza”[4]
La mirada de otro importante autor chileno, Raúl Zurita (1951) -en este caso de la generación de 1987- sobre la obra de Huidobro, es más que evidente. Si muchos críticos (y me refiero concretamente a José Miguel Ibáñez Langlois) han señalado una clara vinculación de Anteparaíso (1982) con Canto General de Neruda, pienso que Purgatorio (1979) debe situarse como una obra heredera de buena parte del ímpetu reformador de Huidobro. El vinculante entramado de este libro con obras como Ecuatorial, Poemas árticos o Temblor de cielo es palmario y decidor. Zurita apela a la construcción de un discurso fragmentario y a la búsqueda de un formato novedoso en la escritura del poema (si Huidobro hubiese podido escribir en los cielos de Nueva York, estoy seguro que lo habría realizado más de una vez). El texto “Epílogo” de Purgatorio es casi una paráfrasis –posiblemente no intencional- de muchos de los poemas huidobreanos:
“Como un sueño el silbido del viento
todavía recorre el árido espacio de
esas llanuras” [5]
En este sentido, la obra de Zurita ha de vincularse con toda certeza con la producción huidobreana. No ver este asunto es cerrar los ojos frente a algo evidente y que, creo, el propio Zurita no desmentiría.
Perteneciente también a la generación de los ochentas, Rodrigo Lira (1949-1981) es quizá quien ha evidenciado más claramente su filiación huidobreana. En su único libro (póstumo de 1984), Proyecto de Obras Completas, incluye un “Arte poética” que parafrasea a todas luces la famosísima de Huidobro y que constituye el modelo a seguir:
“Ars poetique”
[Para la galería imaginaria]
Que el verso sea como una ganzúa
Para entrar a robar de noche
Al diccionario a la luz
De una linterna
sordo como
Tapia
Muro de los Lamentos
Lamidos
Paredes de Oído!
cae un Rocket pasa un Mirage
los ventanales quedaron temblando
Estamos en el siglo de las neuras y las siglas
y las siglas
son los nervios, son los nervios
El vigor verdadero reside en el bolsillo
es la chequera
El músculo se vende en paquetes por Correos
la ambición
no descansa la poesía
está c
ol
g
an
do
en la dirección de Bibliotecas Archivos y Museos en Artí
culos de lujo, de primer necesidad,
oh, poetas! No cantéis
a las rosas, oh, dejadlas madurar y hacedlas
mermelada de mosqueta en el poema
El Autor pide al Lector diScurpas por la molestia (Su Propinaes Misuerdo) [6].
Aunque la ironía y el tono paródico apunta a una crítica sobre el poema del autor vanguardista, el joven y precozmente desaparecido poeta subraya su vinculación indiscutible. El ejercicio del parricidio, al menos en poesía, no rechaza negativamente al antecesor, sino que reafirma muy claramente la importancia del influjo del cual se quiere huir.
En una línea similar se encuentra la obra de Tomás Harris (1956). Textos como “Zonas de peligro”, perteneciente a su libro Cipango (1992), muestran una vinculación clara con el poeta de Altazor. Si bien la lectura de “Zonas de peligro” puede llevarnos a una clara referencialidad con la dictadura militar chilena, también es cierto que el tratamiento de lo urbano (asunto más que esencial en la mayoría de los poetas de la generación de los ochentas) apela a una ciudad abstracta, universal, despojada de un localismo provinciano (independientemente que el autor mencione ciertos lugares concretos de la sureña ciudad de Concepción):
“Inventaron un baldío sonde no se ponía el sol
pero te inventaron una calle donde no se refractaba
el sol. La Concepción te inventa una nebulosa
fragmentaria lo inventado es parcial lo
inventado está fetichizado (...)” [7]
Aunque pueda leerse una crítica hacia la idea de la invención (“lo inventado está fetichizado”) la obra de Harris apela a una construcción literaria de un universo sólo posible en un imaginario donde el lenguaje es el eje protagónico del discurso.
Dentro de las voces femeninas de los sesenta y ochenta (Soledad Fariña, Elvira Hernández, Eugenia Brito, entre otras), la presencia de Huidobro es incuestionable. Aunque la figura personal de Vicente pueda aparecer como excesivamente tutelar y hasta machista, buena parte de la producción de una interesante porción de la obra poética escrita por mujeres encierra una clara vinculación con Huidobro. Libros como La bandera chilena (1991) de Hernández, Filiaciones (1986) de Brito o Albricia (1988) de Fariña reconstruyen el espíritu de una vanguardia que procura desplegar una poesía aérea, arriesgada e inconformista. Otro tanto pude decirse de la obra escrita por los jovencísimos autores de la llamada “generación de los noventa”. Si bien es cierto que es imposible tener una perspectiva clara y con una mínima objetividad sobre sus distintas producciones, creo intuir que la presencia de Vicente permanece como un ejemplo de libertad formal y de contenido.
Considerar a Huidobro como un “cadáver literario” (he oído esta expresión más de una vez en distintos corrillos poéticos chilenos) me parece, por decir lo menos, una insensatez. Tal como señalara Octavio Paz, este poeta ha sido siempre “el oxígeno invisible de nuestra poesía”. Ha llegado la hora de esclarecer de una vez por todas su importancia. Ninguna de las revoluciones poéticas posteriores (pienso en el surrealismo chileno del ya citado grupo “La Mandrágora” o la antipoesía de Nicanor Parra, tan profundamente ligada al espíritu del creacionismo) habría sido posible sin la radical actitud de cambio enarbolada por Huidobro. Otra cosa es que varios conspicuos miembros de universidades del continente americano (y europeo) intenten desplazar su peso específico limitándolo a la vanguardia histórica, a una burda “leyenda negra” de falsificador, polemista y afrancesado o al museo del olvido literario. La obra de Vicente Huidobro habrá de permanecer con todas sus irregularidades, con su más que banal (e ingenua) obra inicial, con sus intentos por construir una “poesía de tesis” o con su ególatra manía por ser el primero en todo. Sus luces y sus sombras, como he intentado brvemente demostrar aquí, seguirán más que vigentes en la conciencia de una gran parte de la poesía chilena de los años por venir.
[1] Sin duda alguna fundamentalmente gracias a los textos escritos por Enrique Lihn.
[2] Oscar Hahn ha realizado una importante labor de rescate de la obra de Vicente Huidobro. Sus ediciones de obras como Altazor, sus antologías y sus trabajos críticos son otra prueba irrefutable de la importancia que reviste el autor creacionista para muchos poetas de esa generación.
[3] Texto que también debe vincularse con los Artefactos (1972) de Nicanor Parra.
[4] Martínez, Juan Luis. La nueva novela. Ediciones Archivo. Santiago de Chile, 1985 (Segunda Edición), p. 137.
[5] Zurita, Raúl. Purgatorio. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 1979, p. 39.
[6] Lira, Rodrigo. “Ars Poetique”. Incluido en la antología Veinticinco años de poesía chilena (1970-1995) de Teresa Calderón, Lila Calderón y Tomás Harris. Editorial F.C.E. Santiago de Chile – México, 1996, p. 264.
[7] Harris, Tomás. Cipango. Editorial F.C.E. Santiago de Chile – México, 1996, p. 44.
1 comentario:
Muy interesante tu texto, pero me gustaría que me explicaras el concepto de "poesía de tesis", que ya he visto nombrado en otros lugares y no me queda muy claro a qué se refieren
gracias
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