Calabrese, Daniel. Ruta Dos. Santiago de Chile: El Mercurio-Aguilar,
2013. 136 pp.
Retomar el pueblo y devolverlo
transfigurado: ya no por lo que representa sino por lo que construye. Olvidar,
por un instante, el referente real (la tarea sencilla, pues implica el recuento
y la descripción) y desplazarlo hacia la zona donde se vuelve inapresable: el
fruto del recuerdo, la evocación, y también la construcción imaginada sobre la
realidad de una historia, un pasado que los hechos insinúan pero que no
alcanzan a develar sino a través de lo que inventa la lengua de la poesía. Así, el espacio se convierte en una excusa
sobre la que sobrevuela la escritura que anota, desde el costado, lo que podría
pensarse como una cultura del pueblo (pueblerina) y que se impone desde las
circunstancias que rodea y no evita: en los pueblos siempre hay muerte, cementerios,
molinos, carteles, habitantes extraños, familia, cines, mecánicos, padres,
aislamiento y extensión. Este, además, está en la mitad de una ruta que une
cosas que no deberían estar unidas, que quizás no une nada.
Con este libro, Ruta dos, Daniel Calabrese (Dolores, Argentina, 1962, y residente
en Chile desde 1991) obtuvo el «Premio Revista de Libros 2012», que organiza
hace más de veinte años el diario El
Mercurio, de Santiago, con un jurado integrado por los poetas Raúl Zurita y
Óscar Hahn, y el académico César Cuadra. Es su quinto libro de poesía; lo
anteceden La faz errante (1989), Futura ceniza (1994), Escritura en un ladrillo (1996) y Oxidario (2001), publicados en
Argentina, Barcelona, Japón, Chile.
Los poemas de Ruta Dos se inscriben en el espacio vacío que deja el cruce entre
la experiencia y su trascendencia, entre el devenir y su epifanía: «Hace un año
murió el perro de la casa/ recién ayer me di cuenta» («Vidas privadas», 51) .
Con la ficción del recorrido que impone la imagen de la ruta (que funciona como
un río unidireccional que, siempre, se lleva las cosas y rara vez las trae), la
idea del lugar medio adquiere una dimensión poética inusual, sorprendente.
Porque no se trata de buscar las cosas que tienden a la unión sino de
instalarse en ese exacto punto y, desde allí, mirar lo que pasa: la mitad entre
todo lo que nos rodea, el punto de vista que no logra juntar (porque no quiere)
lo que ocurre del lado de la realidad (el lugar verosímil, quizás el pueblo
como una colección de fantasmas) con lo que apenas ocurre del otro lado, el que
esa realidad suscita y que no existe sino de un modo que no podría llamar de
otra manera más que religioso. Allí
hay, claro, una elección y una figuración incómoda, porque no existe mayor
indeterminación que la impertinencia de optar por un punto de vista un poco
imposible (y, por lo tanto, arriesgado). «Ahora bien,/ si la memoria no me
falla/ dando la vuelta en esa esquina/ vamos a encontrar un viejo cine,/ la
casa de mis padres con su biblioteca de madera/ y una puerta solitaria en medio
de una larga pared/ que sirve para llegar/ adonde ya no queda ninguna
pregunta.// No hay una biblioteca de madera,/ dijo, entre mis sueños/ y la
llave que conservo atada al fuego/ no tiene acceso a los depósitos del tiempo.//
De acuerdo, entonces sigamos vagando: no es hora de abrir/ esta pobre historia
que llevo en la maleta» («La memoria compartida», 46-47).
Ni contra una corriente que fija lo poético
en el objeto ni a favor de otras que lo niegan, la lengua de Calabrese desoye
cualquier llamado de la especie que esté ocurriendo en un sentido de
contemporaneidad y define un lugar propio: «Y, como aquellos que se van de la
casa más amada,/ nos alejamos de la poesía amarga» («Tubos de gas», 33). Según
Raúl Zurita, los poemas «van trazando un recorrido que es a la vez geográfico y
mental, biográfico y metafísico, histórico y al mismo tiempo atravesado por una
extraña religiosidad, por una suerte de nostalgia del lugar inexistente, pero
que por eso mismo está en el origen común de la utopía, del sueño y de la
desgracia». La lengua que los arma no apuesta por la construcción de sentido en
el escaparate, a esta altura banal, de la superficie y su artificio. Puesta en
el lugar del medio, es capaz de recoger
las voces de algunos personajes que rara vez hablan pero se presentan
construidos por un decir (la madre, el tonto del pueblo, la vida del padre en
paralelo con la de Kerouac), como de hacer restallar hasta la incomodidad la
conmoción que causan las palabras en el lugar de la cifra y el sortilegio (ese
lugar un poco místico que adquiere significado cuando se atisba la posibilidad
de la trascendencia: queda, en la lectura, la sensación de que en casi todos
los poemas lo dicho es una excusa para la iniciación de un camino imposible de
alcanzar de otra forma más que borrando algunas fronteras de la convención).
«Va dejando así una marca de luz/ que permanece hasta que la borran/ los faros
de un automóvil/ o simplemente se diluye en la humedad.// No falta el que bebe
y después dice/ que leyó completo En
busca del tiempo perdido,/ completo, las siete novelas,/ y que lloró al
amanecer/ frente a un mapa de Londres.// Tengan cuidado,/ en la ruta de la
entrada/ suele cruzarse a veces un caballo,/ algún rencor,/ algún árbol
perdido.// Esto no es más que un pueblo chico,/ aburrido y violento» («Ceda el
paso», 60).
Es común ver, en la pampa argentina, en esa
planicie, una sucesión de molinos. Algunos de ellos tienen, al pie o un poco
desplazado, un tanque australiano (un círculo de lata, de diámetro variable
pero por lo general significativo, que sirve para acumular el agua que la
fuerza del viento extrae de lo profundo). Un espejo en el medio de la tierra,
un remedo del cielo: en el poema de Calabrese el tanque se transforma en el
lugar del medio, una metáfora que, ahora sí, asume la ruta como pasaje entre
este mundo y el otro, como aislación del entorno y, también, como el lugar de
la conexión total, de la mística, de una fe que atraviesa el libro completo, el
pueblo, las cosas: «Si me dan un tiempo/ quizás pueda hablar de algún
misterio:/ de las sencillas luces de la Ruta Dos, por ejemplo,/ o de lo que se
siente al nadar/ en el fondo de un tanque australiano» («Sabiduría», 63). Si no
fuera porque existe, porque es la pampa y ese pueblo, el tanque podría pensarse
como la anulación del tiempo y de la forma, esa que la lengua asedia sin
alcanzarla, porque no es de este mundo.
«No sé cuántos días transcurrieron/ mientras me hundía en el silencio./
Recordé que en el ‘Paraíso’ del Dante/ no se describen sonidos,/ pero eso qué
podía importar.// Era un mundo sin horizonte:/ por más que buscaba alrededor/
el horizonte no aparecía.// Desaparecieron, finalmente,/ la luz y el tiempo.» (
«El tanque australiano», p. 30).
Alfonso
Mallo
Universidad Nacional de Mar del Plata,
Argentina
eldiainvisible@gmail.com
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