Yo
nunca aprendí a hacer versos —dice
Rubén Darío (Metapa, 1867-1916) en su Autobiografía —. Ello
fue en mí orgánico, natural, nacido. Niño precoz, versificó en
una ciudad, León, donde se rimaba por cualquier acontecimiento: una boda, un
deceso, un cumpleaños, una victoria o un fracaso político, la consagración de
un obispo o la toma de empleo. Sus versos de entonces imitan a Zorrilla, Campoamor
o a Nuñez de Arce, pero también a Víctor Hugo, el primer poeta francés
que se advierte como influencia en su poesía. Son poemas unas veces piadosos
otras profanos, nacidos de las contradicciones ideológicas que vivía un niño en
una comunidad de fanáticos religiosos y una minoría de liberales y
positivistas, artesanos e intelectuales lectores de Rousseau, Montesquieu y
Juan Montalvo. Sus temas, los del civilismo latinoamericano: la fe en el
progreso, en la democracia, el odio al clero y la iglesia, y los eternos de la
poesía: el amor, el paisaje, las explicaciones de los mundos desconocidos, los
otros mundos del alma.
Durante
su estancia en Chile Darío publicó Azul. . . Ni los
cuentos ni los poemas escritos allí se parecen a los que había publicado en
Nicaragua. La lectura de los parnasianos, con Leconte de Lisle a la
cabeza, deslumbraron a Darío revelándole la forma escultórica de la
estrofa, el colorido de la adjetivación y el brillo de las imágenes precisas.
Sus poemas son breves y aun cuando en ellos impere todavía el formalismo
clásico, en sus versos y estrofas se siente ya un nuevo espíritu. Ese es el
caso de Anagke, la tragedia de una paloma contada en
silvas, o de Estival, cuyo asunto es la crueldad del poderoso.
Poemas donde Darío se va distanciando del dato concreto para ofrecernos
parábolas que interpreten una sociedad o un país, mediante el desvelamiento de
sus contradicciones. Sus otros poemas de esta época, los llamados artísticos,
magnifican y distorsionan los asuntos, a fin de que sus significados se
resuelvan sólo en la conciencia del lector.
En
invernales horas, mirad a Carolina.
Medio
apelotonada, descansa en el sillón,
envuelta
con su abrigo de marta cibelina
y
no lejos del fuego que brilla en el salón.
El
fino angora blanco junto a ella se reclina,
rozando
con su hocico la falda de Alençón,
no
lejos de las jarras de porcelana china
que
medio oculta un biombo de seda del Japón.
Con
sus sutiles filtros la invade un dulce sueño:
entro,
sin hacer ruido; dejo mi abrigo gris;
voy
a besar su rostro, rosado y halagüeño
como
una rosa roja que fuera flor de lis.
Abre
los ojos, mírame con su mirar risueño,
y
en tanto cae la nieve del cielo de París.
(De
invierno)
Juan
Valera acertó en sus juicios sobre Azul. . ., al
señalar que uno de los rasgos maravillosos de la personalidad del autor era no
ser ni clásico ni romántico, ni simbolista, ni decadente sino que lo había
revuelto todo sacando de ello la quintaesencia que definía su estilo. Pero lo
más importante de sus juicios fue decir que la originalidad aparecía en los
cuentos y no en los poemas. El cuento parisién, a lo Catulle
Mendés, le había proporcionado un modelo ajustado a las visiones artísticas de
su tiempo. El fardo, El rey burgués, o La muerte de la
emperatriz de la China recuerdan ese estilo de conversación con la
cual se trasmite un chisme; una escritura que reconoce la existencia de un
mundo nuevo que requiere una nueva forma; un artificio que satisfaga la
subjetividad de los nuevos lectores. En El fardo los
personajes viven en hacinamientos humanos, entre paredes destartaladas, sobre
callejuelas inmundas de mujeres perdidas que deambulan en noches sin luz. El
rey burgués es símbolo de la inmensa riqueza, del gusto refinado; un
mercader del arte que ignora al poeta y lo abandona a la muerte, en una noche
de invierno, mientras él piensa en el Ideal y el día que viene. Un mundo
pesimista y una necesidad de acercarse a los abismos de lo desconocido, para
crear nuevas mitologías, son el retrato que hace de su tiempo quien creía
que el dinero debe ser exclusivamente usado por los artistas.
Un
cambio vertiginoso en el crecimiento de las ciudades se produjo en el último
cuarto de siglo del XIX. Según Richard Morse[1], la población
en Santiago pasó de los ciento treinta a los doscientos cincuenta mil
habitantes, mientras la de Buenos Aires alcanzó los ochocientos cincuenta mil.
En esta populosa ciudad desembarcó Darío el 13 de agosto de 1893. Un
nuevo tipo de hombre de la calle y de negocios, de hogar y de burdel, habitaba
la primera Cosmópolis hispanoamericana. Aventureros que buscaban, como afirma
José Luis Romero[2], el
ascenso social y económico con apremio, casi con desesperación, generalmente de
clase media y sin mucho dinero, pero con una singular capacidad para descubrir
dónde estaba escondida, cada día, la gran oportunidad. «Buenos Aires
modernísimo —escribiría Darío en 1896[3]— cosmopolita y
enorme, en grandeza creciente, lleno de fuerzas, vicios y virtudes, culto y
polígloto, mitad trabajador, mitad muelle y sibarita, más europeo que
americano, por no decir todo europeo».
La
Argentina de Darío, con su capital donde no habían cien personas que comprasen
un libro, pero que editaba el periódico más importante del continente, era el
resultado de una revolución en los medios de producción. Entre 1860 y 1913 se
invirtieron allí 10.000 millones de dólares, el 33% de las inversiones
extranjeras en el área. En ese mismo lapso ingresaron al país 3.300.000
personas que se enrolaron en la economía agropecuaria; en 1887 sus vías férreas
alcanzaban los 6.200 kilómetros y en 1900 totalizaba los 16.600, mientras las
exportaciones pasaron de los 260 millones de dólares en 1875 a los 460 millones
en 1900[4].
1896
es el año de la apoteosis de Darío: se publican Los raros y Prosas
profanas y otros poemas. Los artículos recopilados en el primer libro
habían sido publicados en La Nación, que desde 1888 contaba a Darío como uno de
sus corresponsales. Están dedicados a figuras literarias que llamaban la
atención de los modernistas o eran sus predilectos. Camile Mauclair, Edgar
Allan Poe, Leconte de Lisle, Paul Verlaine, el conde Matías Augusto de Villiers
de L´Isle Adam, León Bloy, Jean Ripechin, Jean Moreas, Rachilde, George
D´Esparbés, Augusto de Armas, Laurent Tailhade, Fray Domenico Cavalca, Eduardo
Dubus, Théodore Hannon, el conde Lautréamont, Paul Adam, Max Nordeau, Ibsen,
José Martí y Eugenio de Castro forman esta galería y vademécum de la nueva
literatura. Cada reseña de la vida y las obras de los autores es un canto de
admiración, con juicios ciertos y valoraciones exactas sobre tan variado
conjunto. Es una obra que resume la lucha de Darío por ventilar, con los aires
de la nueva generación, el enrarecido ambiente romanticoide de América. Las
frases escritas sobre Verlaine parecen un retrato de si mismo:
Verlaine
fue un hijo desdichado de Adán, en el que la herencia paterna apareció con
mayor fuerza que en los demás. De los tres Enemigos, quien menos mal le hizo
fue el Mundo. El Demonio le atacaba; se defendía de él, como podía, con el
escudo de la plegaria. La Carne sí, fue invencible e implacable. Raras veces ha
mordido cerebro humano con más furia y ponzoña la serpiente del Sexo. Su cuerpo
era la lira del pecado. Era un eterno prisionero del deseo. Al andar, hubiera
podido buscarse en su huella, lo hendido del pie. Se extraña uno no ver sobre
su frente los dos cuernecillos, puesto que en sus ojos podían verse aún pasar
las visiones de las blancas ninfas, y en sus labios, antiguos conocidos de la
flauta, solía aparecer el rictus del egipán. Como el sátiro de Hugo, hubiera
dicho a la desnuda Venus, en el resplandor del monte sagrado: Viens nous
en!... Y ese carnal pagano aumentaba su lujuria primitiva y natural a
medida que acrecía su concepción católica de la culpa.
Prosas
profanas, está precedido por un prólogo
donde Darío proclama, entre otras preferencias, su amor por la novedad a
condición de que sea inactual; exalta el yo desdeñando las mayorías; declara la
supremacía del sueño sobre la vigilia y la del arte sobre la realidad,
pregonando su horror por el progreso, la técnica, el presente y la democracia:
...vereís en mis versos princesas, reyes, cosas imperiales, visiones de
paises lejanos o imposibles; ¡qué quereís!, yo detesto la vida y el tiempo en
que me tocó nacer; y a un presidente de la República no podré saludarle en el
idioma en que te cantara a ti, ¡oh Halagabal!, de cuya corte — oro, seda,
mármol — me acuerdo en sueños.... (Si hay poesía en nuestra América, ella
está en las cosas viejas: en Palenke y Utlatán, en el indio legendario, y en el
inca sensual y fino, y en el gran Moctezuma de la silla de oro. Lo demás es
tuyo, demócrata Walt Whitman.)
Darío
recoge en este volumen los motivos que más le dieron prestigio: la nostalgia de
los parques del setecientos, los abates galantes, las marquesas crueles, las
elegancias a lo Watteau, la princesa que aguarda al feliz caballero que la
adora sin verla y viene a encenderle los labios con un beso de amor; los efebos
criminales parecidos a los satanes verlenianos, los cisnes simbólicos y
elegantes. La búsqueda de la expresión se hace en base a una musicalidad, que
imprime a las palabras, más allá de su sentido lógico, grandes sugerencias. El
helenismo, a lo parnasiano, está expresado en idilios de espléndido y
artificioso virtuosismo donde lo pintoresco se funde con relieves escultóricos
y las evocaciones, clasicistas, están unidas a imágenes españolas de gran
colorido, precioso y refinado. Pero es también, sustancialmente, un prodigioso
repertorio de ritmos, formas, colores y sensaciones. Sus innovaciones métricas
y verbales son deslumbrantes. Pedro Henríquez Ureña[5] , en un
comentario a la obra de Darío, en 1905, enumera, entre otras, las siguientes:
resurrección del endecasílabo anapéstico y el provenzal; ruptura de la división
rígida de los hemistiquios de alejandrino; auge del eneasílabo y el
dodecasílabo; cambios de acentuación; invención de versos largos; mezcla de
distintas medidas con una misma base silábica, ternaria o cuaternaria; versos
amétricos y retorno a las formas tradicionales del verso hispánico.
El
placer, sostiene Octavio Paz[6] , es el
tema central de Prosas profanas:
La
mujer lo fascina. Es colina, tigre, yedra, mar, paloma; está vestida de agua y
de fuego y su desnudez misma es vestidura. Es un surtidor de imágenes: en el
lecho se "vuelve gata que se encorva" y al desatar sus trenzas
asoman, bajo la camisa, "dos cisnes de negros cuellos". Es la
encarnación de la "otra" religión: "Sonámbula con alma de
Eloísa, en ella hay la sagrada frecuencia del altar". Es la presencia
sensible de esa totalidad única y plural en la que se funden la historia y la naturaleza:
...fatal,
cosmopolita,
universal,
inmensa, única, sola
y
todas; misteriosa y erudita; ámame mar y nube, espuma y ola.
En
abril de l900 y por encargo de La Nación Darío llegó a París para cubrir los
eventos de la Exposición Universal. Allí viviría por algunos años. La Ciudad
Luz arde en esplendor. Sus crónicas sobre el acontecimiento son
juicios valorativos sobre los diferentes sectores y en especial del artístico,
como los que emite sobre la muestra de Rodin, quien, para Darío, no es un solo
creador sino dos: el inventor de la belleza, clásico y comprensible y el otro,
surgido de las mismas fuentes de la naturaleza, el que ha esculpido el
Pensador. Pero su entusiasmo por el mundo europeo va decayendo poco a poco, a
medida que confirma la ruina de unas sociedades que realizarían las mas
horrendas guerras del mundo moderno. El uno de enero de 1901, en Reflexiones
sobre el Año Nuevo parisiense, aseguró:
No
hay mayor contraste que el de esta riqueza y placer insolentes, y este frío en
que tanto pobre muere y tanto crimen se comete, de manera que las bombas que de
cuando en cuando suenan en el trágico y aislado sport de algunos pobres
locos, vienen a resultar ridículas e inexplicables. Esto no se acabará sino con
un enorme movimiento, con aquel movimiento que presentía Enrique Heine,
"ante el cual la Revolución Francesa será un dulce idilio.
Son
estos los años cuando Darío toma conciencia clara de ser latinoamericano. Junto
a los hermanos Cuervo, Vargas Vila, Blanco Fombona, Díaz Rodriguez, Tamayo,
Nervo o Ugarte y Estrada había descubierto que el París y la vida parisina que
tanto amaron les ignoraba. Salutación del optimista, escrito para
un acto en el Ateneo madrileño, organizado por la Unión Iberoamericana, es una
premonición del caos que estaba a las puertas de la historia:
Siéntense
sordos ímpetus en las entrañas del mundo,
la
inminencia de algo fatal hoy conmueve la tierra;
fuertes
colosos caen, se desbandan bicéfalas águilas,
y
algo se inicia como vasto social cataclismo
sobre
la faz del orbe.
Cantos
de vida y esperanza es el más
importante de sus libros. En el prólogo enfatiza en la continuidad de su tarea
realizada e insiste en el carácter personal de sus hallazgos. Aparte de sus
novedades formales, es un retorno a las preocupaciones y actitudes anteriores
a Azul...: la política, el amor por lo hispano y el recelo ante los
Estados Unidos.Cyrano en España, Retratos, Trébol, Un soneto a Cervantes, A
Goya, y Letanía a Nuestro Señor Don Quijote intentan una revalidación
de la cultura española. Su visión del pasado y el presente abarca las
civilizaciones abolidas, los conquistadores y los héroes de las gestas
independentistas. Ve el peligro que representan los Estados Unidos como un
conflicto entre civilizaciones: la norteamericana es joven, agresiva,
nórdica, pragmática, protestante; la nuestra, heredera de dos antiguas
civilizaciones en descenso. En A Roosevelt, al optimismo yanqui,
opone el alma de la América Hispana que sueña, vibra y ama. Son poemas que
buscan las razones de una esperanza en nuestro futuro. Su otra preocupación es
la religiosa. El nuevo Ideal está asociado a la fe, como en Los tres
reyes magos o Canto de esperanza. Ante el poderío
norteamericano y el apocalipsis inminente, fe y poesía son caminos para
acercarse al misterio, a lo inefable del porvenir:
¡Torres
de Dios! ¡Poetas!
¡Pararrayos
celestes
que
resistís las duras tempestades,
como
crestas escuetas,
como
picos agrestes,
rompeolas
de las eternidades!
La
mágica esperanza anuncia un día
en
que sobre la roca de armonía
expirará
la pérfida sirena.
¡Esperad,
esperemos todavía!
(Cantos)
En
la obra y la vida de Darío se resume todo el proceso del Modernismo, y es uno
de los más vivos testimonios de las preocupaciones del alma hispánica en una
época cuando nuevas generaciones de latinoamericanos no se encontraban a gusto
bajo el tutelaje de las culturas dominantes en Europa y América. Desde el
repudio a la realidad y su inicial refugio en mundos mitológicos y exóticos,
hasta el reencuentro con las preocupaciones sociales y la formulación de las
eternas preguntas sobre el arte, el placer, el amor, el tiempo, la vida, la
muerte o la religión, hay en él un poeta que comprendió, a cabalidad y con la
imaginación, la hora y el espacio que le tocó vivir.
[3]Introducción a Nosotros, de Roberto J. Payró,
en Escritos inéditos de Rubén Darío,New York, 1938, pg.,101
[4]Ver: El positivismo y el progreso material
(1870-1890), en Historia General de América, de Francisco
Morales Padrón, tomo IV, pgs., 395-421, Madrid, 1982.
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