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En cuanto oí su voz lejana,
lenta y pura,
transformé mi ansia en vuelo para estar con ella;
no de lado, o de costado,
no tampoco por encima de su piel
o bajo el peso de sus muslos,
sino que al interior de esa mirada triste y enferma
que nunca deja de soñar.
Es un tramo de reparos indecentes que no engañan,
como un guión que no decae y que no besa el cuello blanco
de aquel de cisne troquelado
en negativo,
o transparente.
Ya no queda el gesto de un llamado,
de una sombra o grito.
Ya no existo en su recuerdo;
mientras, me sonríe.
Nervioso, sugerente,
como si folláramos bajo la alfombra,
bajo cientos de ciempiés,
bajo miles de milésimas,
bajo el tiempo descarado,
bajo el té,
bajo las hojas.
Odio al terso verso, se lo dije,
y el sonido de platillos.
Ya no vuelo, ya no canto, ya no río.
Ya no estimo, o considero.
Ya no pienso en ella, porque ya soy ella.
Fotografía: Joseph Beuys, “Tito Andrónico”
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