Hablar del poema en prosa en lengua castellana es adentrarse en una vasta y profunda y tradición que si bien no es practicada por autores de todas las diversas literaturas de Hispanoamérica[1], posee un peso indiscutible en España, México y Perú. Al mismo tiempo, definir con exactitud lo que es o debe ser un poema en prosa complica aún más el panorama pues comúnmente se confunde con la llamada “prosa poética”. Atendiendo a la definición de la profesora española Ana María Platas Tasende, esta forma poética debe entenderse como “(un texto donde) se mezclan ritmos diversos, que han de estar muy cuidados, lo mismo que la entonación, y en general, el discurso entero, siempre en peligro de caer en el prosaísmo (…)”[2]. Es fundamental agregar entonces que, aunque escrito en prosa, este tipo de texto habrá de mantener y desarrollar la mayoría de las figuras y tópicos que cualquier poema escrito en verso habría de poseer. Aunque esto puede resultar evidente para un lector avezado, los poetas, la crítica y la academia aún no resuelven en propiedad este pequeño impasse que ha producido tantas páginas y ha despertado un gran número de polémicas.
Desde la perspectiva de un lector que practica también la escritura poética, me parece un tanto estéril continuar con este tipo de desencuentros en torno a una definición tan particular o concreta y a las indispensables propiedades que debe poseer un poema en prosa y que algunos quisieran acotar con una clara inspiración canónica o inquisitorial. Si bien el poema en prosa, como señalé antes, primero que nada ha de ser poesía (y con todo lo complejo que esto significa para cualquiera que quiera acometerla), allí radica esencialmente su definición: ser poesía, nada más y nada menos… Algo que posee la libertad, la audacia, la tradición y el deslumbramiento del propio género y que ningún erudito podrá acotar ni menos restringir. En el caso del poeta peruano Miguel Ángel Zapata las normas de la poesía se despliegan con absoluta e indiscutible claridad. El mismo autor hace referencia a su condición de “poeta en prosa” y así se define:
“El poema en prosa es un desierto lleno de dunas: el signo aparece bajo el cielo caliente y a veces te frota ligeramente el corazón. La planicie de la escritura se torna más amplia: tu pensamiento puede volar como las aves o como los cohetes, libre como dos hermosas piernas de mujer en la ciudad. No hay medida ni metro que te pare.
El mundo está lleno de señales, reglas y medidas. Estamos en contra de todas esas reglas inútiles, de todo encierro y control. El poema en prosa derriba muros enormes y abre todas las ventanas de la poesía. Nosotros nos hallamos más allá de los reinos y sus reyes, más allá de la opresión y el destierro: remamos alegremente contra la corriente.”[3]
De esta forma, sus poemas en prosa[4] son, antes que cualquier definición, poemas “que reman contra la corriente” de forma libre y sin mayores reglas y, más que eso, rescatando esta forma de poetizar que, insisto, para muchos resulta novedosa, pero que en estricto honor a la verdad ha sido desarrollada ampliamente por voces importantísimas de otras tradiciones literarias (inglesa, francesa, alemana, etc.) y, también en la tradición poética de la literatura española. En este sentido, siendo Zapata un escritor profundamente nuevo, con una voz propia, marcadamente hispanoamericano y, por supuesto, peruano, su voz se inscribe, pienso, como un sucesor de la gran poesía en prosa escrita en España (o más bien en el exilio español) por Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda. Más que con un especial “sabor peninsular” o con los recursos estilísticos propios que exhiben ambos autores, Zapata desarrolla desde su punto de vista (y desde un “exilio” sino político, al menos profesional, ya que vive y trabaja en los Estados Unidos) una escritura del poema en prosa que apunta a dos textos claves de este género. Me refiero a Espacio de Juan Ramón y a Ocnos de Cernuda.
En los poemas citados, ambos autores desarrollan ciertas particularidades que Zapata ha sabido incorporar y ampliar en su obra. Desde esta perspectiva, el poema en prosa, en general, se plantea como un espacio donde no existe una sobreabundancia de imágenes, pero donde si aparece la reflexión filosófica como un elemento esencial. Sobre todo en Espacio, Jiménez revisa con ojo crítico el paso del hombre sobre la tierra, no desde una perspectiva histórica, sino desde su relación con la naturaleza, su propio ser y sus acciones. Critica el desapego a sus orígenes, a la propia condición de ser natural, el olvido del afecto y del amor como instrumentos fundamentales para la convivencia y para la paz. Desde luego estas meditaciones son ejercidas por un hablante poderoso que, en el caso de Zapata, a veces puede revestirse de una calidad omnisciente y totalizadora, pero que en el caso del peruano se mediatiza por la experiencia personal, por la “propia historia” haciendo de esa mirada reflexiva no una exhibición de una teoría filosófica concreta, sino una consideración atenuada que permite la entrada del recuerdo como arma para el desarrollo de la idea. Véase, por ejemplo, este fragmento del poema “Un perro negro en Vallarta”:
Desde la perspectiva de un lector que practica también la escritura poética, me parece un tanto estéril continuar con este tipo de desencuentros en torno a una definición tan particular o concreta y a las indispensables propiedades que debe poseer un poema en prosa y que algunos quisieran acotar con una clara inspiración canónica o inquisitorial. Si bien el poema en prosa, como señalé antes, primero que nada ha de ser poesía (y con todo lo complejo que esto significa para cualquiera que quiera acometerla), allí radica esencialmente su definición: ser poesía, nada más y nada menos… Algo que posee la libertad, la audacia, la tradición y el deslumbramiento del propio género y que ningún erudito podrá acotar ni menos restringir. En el caso del poeta peruano Miguel Ángel Zapata las normas de la poesía se despliegan con absoluta e indiscutible claridad. El mismo autor hace referencia a su condición de “poeta en prosa” y así se define:
“El poema en prosa es un desierto lleno de dunas: el signo aparece bajo el cielo caliente y a veces te frota ligeramente el corazón. La planicie de la escritura se torna más amplia: tu pensamiento puede volar como las aves o como los cohetes, libre como dos hermosas piernas de mujer en la ciudad. No hay medida ni metro que te pare.
El mundo está lleno de señales, reglas y medidas. Estamos en contra de todas esas reglas inútiles, de todo encierro y control. El poema en prosa derriba muros enormes y abre todas las ventanas de la poesía. Nosotros nos hallamos más allá de los reinos y sus reyes, más allá de la opresión y el destierro: remamos alegremente contra la corriente.”[3]
De esta forma, sus poemas en prosa[4] son, antes que cualquier definición, poemas “que reman contra la corriente” de forma libre y sin mayores reglas y, más que eso, rescatando esta forma de poetizar que, insisto, para muchos resulta novedosa, pero que en estricto honor a la verdad ha sido desarrollada ampliamente por voces importantísimas de otras tradiciones literarias (inglesa, francesa, alemana, etc.) y, también en la tradición poética de la literatura española. En este sentido, siendo Zapata un escritor profundamente nuevo, con una voz propia, marcadamente hispanoamericano y, por supuesto, peruano, su voz se inscribe, pienso, como un sucesor de la gran poesía en prosa escrita en España (o más bien en el exilio español) por Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda. Más que con un especial “sabor peninsular” o con los recursos estilísticos propios que exhiben ambos autores, Zapata desarrolla desde su punto de vista (y desde un “exilio” sino político, al menos profesional, ya que vive y trabaja en los Estados Unidos) una escritura del poema en prosa que apunta a dos textos claves de este género. Me refiero a Espacio de Juan Ramón y a Ocnos de Cernuda.
En los poemas citados, ambos autores desarrollan ciertas particularidades que Zapata ha sabido incorporar y ampliar en su obra. Desde esta perspectiva, el poema en prosa, en general, se plantea como un espacio donde no existe una sobreabundancia de imágenes, pero donde si aparece la reflexión filosófica como un elemento esencial. Sobre todo en Espacio, Jiménez revisa con ojo crítico el paso del hombre sobre la tierra, no desde una perspectiva histórica, sino desde su relación con la naturaleza, su propio ser y sus acciones. Critica el desapego a sus orígenes, a la propia condición de ser natural, el olvido del afecto y del amor como instrumentos fundamentales para la convivencia y para la paz. Desde luego estas meditaciones son ejercidas por un hablante poderoso que, en el caso de Zapata, a veces puede revestirse de una calidad omnisciente y totalizadora, pero que en el caso del peruano se mediatiza por la experiencia personal, por la “propia historia” haciendo de esa mirada reflexiva no una exhibición de una teoría filosófica concreta, sino una consideración atenuada que permite la entrada del recuerdo como arma para el desarrollo de la idea. Véase, por ejemplo, este fragmento del poema “Un perro negro en Vallarta”:
“(…) No te diré cuánto he caminado ni cuánta arena tragué este verano. Tal vez tampoco tú me quieras decir nada del arte de la soledad o del bronceado desnivelado de tu cuerpo, pero te conozco bien, y sé a qué vienes a caminar por estas playas donde hay tanta gente que no puedo distinguir a nadie. Me he convertido en una estatua de sal pero he sentido momentos increíbles de verdadera felicidad (…)”.[5]
Es justamente en esta particularidad donde la escritura del autor peruano se une a la de Luis Cernuda. En Ocnos, el poeta español rememora su infancia, descubre su mundo actual desde la perspectiva de su propio pasado (recurso que Octavio Paz ha señalado como característica de uno de sus libros esenciales, La realidad y el deseo). En la obra de Zapata, no es precisamente el mundo de su infancia el que aparece como herramienta para la mirada meditativa, aunque sí la infancia de sus hijos, asunto que hace propio con naturalísima continuidad como en el hermoso poema “Un pino me habla de la lluvia”:
“La bicicleta de mi hijo rueda con el universo. Es sábado y paseamos por la calle llena de pinos y enebros delgados que se despliegan por toda la ciudad.
El sol cae en nuestros ojos por la cuesta mientras volamos con el aire seco del desierto y los piñones ruedan por las calles con el viento. El sol baja a las seis de la tarde en el invierno, y se va escondiendo por los cerros que se enrojecen con su sombra (…).”[6]
El recuerdo se presenta como un pasado no pretérito sino reciente, a veces mezclándose con el presente. La mirada no se remonta a los años lejanos, sino a experiencias medianamente recientes o, incluso, a situaciones del inmediato ayer (con la excepción de algunos pocos poemas como “Ventanas”, por ejemplo) en donde el tiempo es siempre, o casi siempre, un asunto primordial –en este sentido, vallejiano- y de una cercanía notable:
“La lluvia cae en el lago. Ha llovido toda la mañana. Mis hijas dan de comer a los patos que se reúnen en la orilla a la hora del almuerzo. Los cuervos vigilantes acampan al costado de la casa de Stevenson, el viejo vecino que fumaba e incendiaba cabañas, pero que dejó algunas maravillas bajo este vasto y estrellado cielo. Los cuervos esperan la hora del retiro, la oración que calme su casa consternada.”[7]
(“Saranac Lake”)
Otro asunto que lo “emparenta” con Jiménez y Cernuda y que, por cierto, es un rasgo propio de un autor moderno y contemporáneo es la constante alusión a textos, autores, obras y referencias literarias. Sin caer en la pedantería académica ni en la exhibición gratuita, Miguel Ángel Zapata se inscribe de una manera sutil pero a la vez muy clara en el entramado de la literatura de su patria, de Hispanoamérica y, también, de la lengua inglesa y de las literaturas europeas. Así, César Vallejo, Jorge Luis Borges, Juan Gelman, Fernando Pessoa, Francis Ponge, Theodore Roethke (autor traducido por Zapata) y otros se insertan cuidadosamente, sin estridencias, en las precisiones y percepciones que el poeta entrega a su lector estableciendo un nexo que hace cómplice a éste y lo une a las lecturas del autor. Si bien, ésta no es una característica novedosa en la poesía moderna, Zapata marca una diferencia muy clara con otras formas de escritura que exageran en su barroquismo la cita y el peso de la tradición o que, simple y llanamente, obvian cualquier ligazón con ella cayendo en la aparente originalidad y en ese excesivo y, a estas horas, absurdo coloquialismo que tanto bien le hizo y tanto daño le hace a la poesía hispanoamericana.
Precisando este tema, me parece que la obra de Zapata y preferentemente su poesía en prosa, aunque en general toda su producción, posee una virtud que varios críticos han reseñado ya[8] y a los cuales me uno: la simple claridad de su palabra, su fraseo musical y armónico[9], la transparencia de un verbo que no ambiciona la altisonancia, sino el ritmo secreto de una poesía honda, que cala verdaderamente y, en este sentido, que se entrega generosamente a su lector, sin que éste tenga que enfrentarse o debatirse en el desconcierto de enmarañadas entelequias o en las boberías más que evidentes que habitan, profitan y sobreabundan en la poesía hispanoamericana.
Santiago de Chile, abril de 2007
[1] Pienso, por ejemplo, en el caso de Chile, donde este tipo de poesía ha sido poco frecuentada, con notables excepciones, desde los comienzos del siglo veinte hasta las generaciones más actuales.
[2] Platas Tasende, Ana María. Diccionario de términos literarios. Editorial Espasa Calpe. Madrid, 2000, p. 641
[3] Zapata, Miguel Ángel, Poeta en prosa, texto enviado al autor de este texto.
[4] En este breve trabajo me referiré a los últimos textos del autor escritos entre el año 2001 y 2006 en la ciudad de Nueva York y que ha reunido y publicado este año en Lima bajo el título Un pino me habla de la lluvia.
[5] Zapata, Miguel Ángel. Un pino me habla de la lluvia. Ediciones El Nocedal S. A. C. Lima, 2007.
[6] Zapata, Miguel Ángel. Op. Cit., p. 15.
[7] Zapata, Miguel Ángel. Op. Cit., p. 22.
[8] Me refiero a Oscar Hahn, Miguel Gómes, Víctor Manuel Mendiola, Daniel Freidemberg, Cristián Gómez, etc.
[9] Siendo muy importantes también las alusiones a compositores o piezas musicales, en especial a Corelli, por ejemplo, que aparece en Un pino me habla de la lluvia o, incluso, desde los comienzos de su obra poética en títulos como Poemas para violín y orquesta (Premiá Editora, México, 1991).