DE
LAS REGIONES INFERNALES A LA PLAYA DE LA INFANCIA
Miguel Arteche
Premio Nacional de Literatura
Esta
decadencia no es la decadencia de
Occidente y es la decadencia de
Occidente. Por ejemplo, la del hablante lírico y el gozo de innumerables
lectores y auditores. Conviene tomarlo en cuenta antes de entrar en estos
poemas. Lo seguro es que no se trata de la decadencia de Andrés Morales. El
decadente no suele hablar de su decadencia.
Es un oficio de
tinieblas en tiempos rodeados de muerte, a la que se disfraza con el éxito, el
poder o el dinero, trinidad de los que trafican con bicarbonato de lavanderías
que, cuando se aplica a los poetas éstos huelen y no precisamente a rosas. La
importancia de los títulos es que aquí son poemas o anuncios de poemas. El
poema está en las mayúsculas y en las minúsculas. Luego: la estructura que se
sostiene en endecasílabos, decasílabos o dodecasílabos. Recordemos que en esta
benemérita república los proclamados poetas escriben en versos que ellos llaman
libres, aunque no saben lo que es un endecasílabo. Esta designada república
vive de apariencia, insolencia y dolencia. Morales acota en estrofas clásicas.
Las regiones
infernales que explora el hablante son las fiestas del demonio, pero también
sus orgías gélidas. Son los sueños como pesadilla, el demonio del reloj, el
duelo de las noches, los hermanos muertos en la puerta, la fila de difuntos
puestos uno sobre otro, el quedarse en el puerto esperando algún navío que no
vuelve, el vals de despedida al más
allá. Es decir, la exploración del infierno de hoy. Pero después, en relámpagos
de versos, la inédita belleza de la calma en deslumbrantes islas de color
violeta. La música del mar descubre al tiempo, el largo aliento del silencio,
como único alimento. El viaje, en fin, por el infierno y el purgatorio, y las
ventanas que se abren a la playa de la niñez.
Andrés Morales
mantiene aquí, como en otros de sus libros, la seguridad del oficio, la fuerza
de sus imágenes, y en el temblor de la nostalgia encuentra el aire perdido de
la infancia, que es como la vida nueva de todo poeta.
Escenas del
derrumbe de Occidente.
Cedomil Goić
Academia Chilena
de la Lengua
Santiago: RIL Editores. 1998. 49 p. Original presentación de cada
poema: una parte, en altas, alude a ellos, los malditos, o a nosotros, los
desdichados –OFICIO DE TINIEBLAS CADA DÍA–; otra, en altas y bajas. Pero también se da la primera parte, sin
segunda, y el texto entero y extenso en altas. La visión del mundo y la existencia
–de un yo dividido o multiplicado– es de precariedad negra e incierta. Novedosa
y certera es su innovación métrica que se apoya en decasílabos, endecasílabos y
dodecasílabos de ritmo parlante y gran naturalidad.
ESCENAS DEL DERRUMBE DE OCCIDENTE
DE ANDRÉS MORALES
Cristián Gómez O.
Universidad de Chile
Al igual que en la portada de su libro -detalle de El Infierno, del tríptico “El
jardín de las delicias” de Hieronimus Bosch- Andrés Morales (Santiago,
Chile, 1962) nos adentra con estos poemas al que probablemente sea el episodio
más negro y desasosegado de su no breve producción poética. En alrededor de
diez libros, a partir de Por ínsulas extrañas, del ya lejano
1982, hasta estas escenas de la decadencia occidental, Morales ha desarrollado
un hablante caracterizado por su férreo apego a una métrica a veces estricta,
pero siempre consciente de su papel en esta poética que se ha ceñido a
desentrañar no sólo los bordes blancos de la escritura, el abismo incierto del
oficio poético, sino que también se ha despegado de la rígida desnudez del
lenguaje replegado sobre sí mismo, para abrir su compás y lanzar las flechas
negras de la muerte y la desesperanza, de la propia existencia mundana y vital,
“la exploración del infierno de hoy”, como certeramente lo señala Miguel
Arteche en el prólogo del libro que ahora se reseña.
El episodio
más negro y desasosegado de su producción poética: Morales, integrante de ese
grupo heterogéneo designado con el nombre de generación de los ´80, conjunto
amorfo que aún está por decantarse y entre cuyos nombres más destacados debemos
provisoriamente mencionar los de Clemente Riedemann, Roberto Merino, Gonzalo
Contreras, Rosabetty Muñoz, Tomás Harris, Raúl Zurita (aun cuando algo mayor
que el resto), Diego Maquieira y Alexis Figueroa, entre otros, comparte con
este grupo la caracterización que de ellos hizo Carmen Foxley cuando denominaba
el discurso de estos autores como el discurso del sobreviviente: “(…) el
lenguaje de la poesía de los ochenta es nítidamente el del sobreviviente, y su
acción social y cultural es la de resistir a los acosos represivos y
aniquilantes de la situación coyuntural”.
No sería gratuito, entonces, leer la poesía de Morales como una poiesis
doblemente política: por una parte, resistiéndose en términos estilísticos
al simplismo de una palabra panfletaria e inmediatista, que abundaba en las
librerías santiaguinas de los ochenta. Y como contrapartida, manteniéndose al
margen de los discursos dominantes del poder oficial, arriesgándose a la intemperie de la incomprensión y del
desamparo. Entre estos dos fuegos que no queman a nadie, Andrés Morales ha
preferido mantener la postura irrenunciable del poeta, esas soledades que
recomendaba Rilke, no obstante las cuales ha podido escribir sin temor a la
contingencia ni a la respuesta visceral.
Sólo así se entienden poemas como “1989”,
de su libro Verbo, poema escrito a propósito del derrumbe del muro de
Berlín y otros muros.
Sin embargo, son las particularidades de las Escenas del derrumbe de Occidente
– título splengeriano que nada tiene de casual- las que lo hacen el libro hasta
ahora más interesante de este poeta, entre otras cosas por las renovaciones
formales que introduce, así como también por la exigencia de re-pensarse y
auto-cuestionarse que le impone a cualquier acercamiento crítico que pretenda
dar cuenta de él. Hacer crítica literaria no puede ser más un picadero de papel
para convertirlo en hojas doradas o en material de desecho según sean las
particulares opiniones del crítico de turno. Ni tampoco la exposición de un
“profesionalismo” teórico que usualmente termina por transformarse en una
jerigonza incomprensible más allá de los estrechos círculos de la academia.
La crítica, en la honestidad irreemplazable que debiera ser su habitual
compañía, al reconocer sus interferencias institucionales (Universidad,
organismos culturales, etc.) y sus propias condiciones sociales de redacción,
situándose en definitiva en un contexto
tanto ideológico como cultural, debiera ser lo suficientemente ágil como
para cambiar de perspectiva según al libro al que se enfrente y no imponer
modelos rígidos ante la heterogeneidad inherente a la literatura, además de
contar con el coraje suficiente como para asumir su tarea inexorablemente valorativa,
jerarquizadora, entendiendo a esta última también como una forma de ubicación
social del ejercicio crítico. En palabras de Beatriz Sarlo: “La crítica
literaria necesita replantearse la cuestión de los valores si busca, superando
el encierro hipertécnico, hablar sobre tópicos que no se inscriben en el territorio cubierto por otras
disciplinas sociales. La literatura es socialmente significativa porque algo,
que captamos con dificultad, se queda en los textos y puede volver activarse
una vez que éstos han agotado otras funciones
sociales”. Imposible decirlo mejor, y, para volver entonces a las
escenas morales de Morales, debiéramos recordar aquí las innovaciones formales
a las que se hacía mención algunos párrafos más atrás, innovaciones que involucran
al lector en una aventura en la que éste tiene mucho que aportar. Aquí no
existe la división de títulos y poemas, el uno precediendo al otro. Los títulos
son poemas y algunos de los poemas
bien podrían haber sido títulos de otros. Este dislocar las estructuras
clásicas de los libros de poesía no se remite sólo a un asunto de órdenes y
títulos; se refiere también al derrumbe de un hablante -que a estas alturas
merece y no merece el apellido lírico- cuyas experiencias vitales se confunden
con la ya conocida opción de Morales (o del hablante de Morales) por la aletheia, por la revelación, el
des-velamiento. Cual Sibila de Cumas (o incluso como la Sibila pérsica que
pintara Miguel Ángel, vieja e incapaz de
descifrar la escritura del Libro), que según la leyenda original escribía sus
oráculos y visiones sobre hojas de palmera que una ráfaga de viento dispersó
por el aire, así el hablante de este volumen, asiste horrorizado ante el
espectáculo dantesco de la destrucción de cualquier signo de esperanza, matizado
-quizás- por los usos de la memoria en beneficio de la infancia. Destrucción
que, en todo caso, tiene sus predecesores entre los que, aleatoriamente, aun
cuando autores queridos para el poeta de estas escenas, podríamos citar a
Beckett (esta infancia que yo habría
tenido la dificultad de creer en ella la impresión de haber nacido más bien
octogenario a la edad en que se muere en tinieblas… la infancia la creencia el
azul los milagros nunca perdido nunca tenido) o la frase ¿lapidariamente
esperanzadora? de Eliot en La tierra baldía: “Desde estos fragmentos levanto mis ruinas”.
Porque de eso se trata, me parece, el
asunto central de este poemario: una incesante suma de aporías que se tensionan
entre los márgenes negativos de los ánimos del hablante y los afanes del
irrenunciable porvenir. Si en un momento el poeta nos dice: Amor que no es amor entre las yemas/ del
odio mal parido por la muerte (p.24), algunas páginas más adelante podemos
leer como contrapartida:
“La
insólita belleza de la calma,
el largo aliento quieto del silencio,
las horas del que vuelve con sus redes
llenas
o vacías de esperanza” (p. 42)
De
este modo, Andrés Morales consolida una de las líneas de escritura que ha
practicado, que probablemente sea la más fértil de todas, no aquella dedicada a
un onanismo preocupado de la palabra replegada sobre sí misma, sino aquella que
recogiendo estas preocupaciones es capaz de asumir sin complejos las tareas más
primigenias de oficio poético, incluso en estos tiempos de urbana incredulidad:
entre el oráculo y la elegía, Morales construye este poemario agregando el
factor que lo diferencia radicalmente
de sus predecesores: la incorporación de un itinerario vital con el cual su
hablante pretende desentrañar la inextricable red que le ha echado encima este
inminente fin de siglo. Y ante el panorama insistentemente desolador de este
páramo de sueños que Morales nos presenta, quedan sin embargo, para
contradecirlo con fervor los dos últimos versos de este libro:
¿POR
QUÉ LOS NIÑOS DULCES Y TRAVIESOS?
¿POR
QUÉ MI CORAZÓN QUE GRITA Y VUELA?