EDUARDO ANGUITA
MIGUEL ARTECHE
JORGE RODRÍGUEZ PADRÓN (ESPAÑA)
EDUARDO MILÁN (URUGUAY)
Cuatro miradas
acerca de la poesía de Andrés Morales
I.
Sobre Lázaro siempre llora
Eduardo Anguita
Al pasado libro de
poemas de Andrés Morales-Por ínsulas
extrañas- sucede este, en versos blancos, y no rimados, aunque sí con ritmo
propio, titulado Lázaro Siempre Llora.
Carentes de aquella rima tan peninsular que exhibía, ahora el poeta opta por
cierto desaliño coloquial chileno, y
con lo que dice cosas de calidad trascendente y de una intención telúrica
afectiva: es decir, él es como un nuevo Lázaro que se enfrenta a un “tú”, que
más parece ser la tierra, la Patria nuestra, una mujer hecha geología en cuyo
seno él vive, muere y resucita. “Así me fui quedando con la tierra/ Que hubo
para mí en el camino/ Mi patria levantó su cuerpo muerto/ Al ritmo de los pasos
y del mar”. Es a la Patria a quien canta, doliéndose a sí mismo.
Andrés Morales ha publicado también Soliloquio de Fuego que apareció en una Antología de poesía y prosa, compilada
por Miguel Arteche, 1984.
(Contraportada de Lázaro siempre llora, Santiago de Chile, 1985)
II.
De las
regiones infernales a la playa
de la infancia
Miguel Arteche
Esta
decadencia no es la decadencia de
Occidente y es la decadencia de
Occidente. Por ejemplo, la del hablante lírico y el gozo de innumerables
lectores y auditores. Conviene tomarlo en cuenta antes de entrar en estos
poemas. Lo seguro es que no se trata de la decadencia de Andrés Morales. El
decadente no suele hablar de su decadencia.
Es un
oficio de tinieblas en tiempos rodeados de muerte, a la que se disfraza con el
éxito, el poder o el dinero, trinidad de los que trafican con bicarbonato de
lavanderías que, cuando se aplica a los poetas éstos huelen y no precisamente a
rosas. La importancia de los títulos es que aquí son poemas o anuncios de
poemas. El poema está en las mayúsculas y en las minúsculas. Luego: la
estructura que se sostiene en endecasílabos, decasílabos o dodecasílabos.
Recordemos que en esta benemérita república los proclamados poetas escriben en
versos que ellos llaman libres, aunque no saben lo que es un endecasílabo. Esta
designada república vive de apariencia, insolencia y dolencia. Morales acota en
estrofas clásicas.
Las
regiones infernales que explora el hablante son las fiestas del demonio, pero
también sus orgías gélidas. Son los sueños como pesadilla, el demonio del
reloj, el duelo de las noches, los hermanos muertos en la puerta, la fila de
difuntos puestos uno sobre otro, el quedarse en el puerto esperando algún navío
que no vuelve, el vals de despedida al más allá. Es decir, la exploración del
infierno de hoy. Pero después, en relámpagos de versos, la inédita belleza de
la calma en deslumbrantes islas de color violeta. La música del mar descubre al
tiempo, el largo aliento del silencio, como único alimento. El viaje, en fin,
por el infierno y el purgatorio, y las ventanas que se abren a la playa de la
niñez.
Andrés
Morales mantiene aquí, como en otros de sus libros, la seguridad del oficio, la
fuerza de sus imágenes, y en el temblor de la nostalgia encuentra el aire
perdido de la infancia, que es como la vida nueva de todo poeta.
(Prólogo a Escenas del derrumbe de Occidente. Red Internacional del Libro.
Santiago de Chile, 1998)
III.
Vicio de belleza
Jorge
Rodríguez Padrón
Empiezo
por el título: no sólo acertado por sí mismo, sino porque compendia muy bien el
sentido global del mismo. Hay en estos poemas una peculiar (y ajustada, por
justa y por rigurosa) tensión entre lo placentero y lo inalcanzable; entre el
rigor de lo bello y lo inestable del vicio. Y eso, por un lado, tiene un
carácter de certeza trascendental; pero, por otro, no puede sustraerse (y es lo
más notable a mi entender) a una particular agresión irónica, tanto en su materia (la existencia y su degradación
física y temporal) como en lo que atañe al lenguaje (siempre en esa delgada, y
delicada, línea entre lo dicho y lo no dicho). Ya digo: su mejor valor.
Pero
es que tal posición de partida, que se mantiene como sustento nuclear del
conjunto, nos lleva a lo que resulta ser el “meollo” de esta poesía: la
necesidad de revelar lo invisible. Lo
que esta escritura revela, alumbra, ilumina, descubre – y en esto apuesta por
un radicalismo indiscutible- es aquello que no se ve y no se dice: el otro lado
del discurso. La palabra, el verso, apenas es el teatro de tal proceso de
búsqueda e inauguración: la escritura nos lleva hasta el borde y allí nos deja,
ante lo blanco que es también la luz. Un ejercicio disciplinado –entendiendo
por disciplina una exigencia mallarmeana- que contiene un impulso que, a este
lado del vivir, existen. Y que suele ser el lugar donde el común de los
mortales (y muchos de los presuntos poetas) solemos detenernos.
¿No es el
poema “Nocturno de las voces”, por ejemplo, una suerte de archipiélago de
palabras, o de constelación de palabras, en el mar, ¿o cielo oscuro de la
página? ¿No se iluminan o se descubren, unas y otras, en ese discurrir que es
el poema; y no se apagan (se pierden para dar paso a la verdadera luz que es el
blanco alumbrado) después de oírlas? Lo mismo me parece en un poema muy bello
titulado “Retrato bajo la lluvia”.
Y, acaso,
“Arte Poética” me dé la razón, confirme como corroboración final, a punto de ir
a la Segunda Parte ,
cuanto vislumbro. El ejercicio de la poesía como una acción que supone un
progresivo borrar la palabra, hacerla desaparecer en su integridad física, para
que renazca (deletreada, balbuceada al azar) tras “despertar al sueño vivo y a
la muerte”.
Un ejercicio,
en fin, de precisión rítmica: abriendo siempre la atención con intención.
Ajuste, como decía al principio, entre el verso que discurre y la pausa que se
abre: una respiración muy interesante la de estos poemas. Respiración
interesante, porque en ella se va la vida. No en vano, la segunda parte sucede
a la “Última voluntad” que se hermana con el poema más histórico de todo el libro, “Los elegidos”. La segunda parte, donde
se desarrolla, precisamente, esa otra cara del ejercicio poético de Andrés
Morales: el ajuste de cuentas con el tiempo. Este presente de la palabra
escrita donde los elementos son la
memoria. Es decir, donde la experiencia habida, en vez de ponerse en marcha de
nuevo, y discurrir (la anécdota) en el poema, está en el poema; más es el
poema. No es casualidad que sea una secuencia de visiones, una especie de apocalipsis al revés (Visiones de San Juan
en Occidente, MCMXCII); o quizá, haya que decir el apocalipsis, culminación de
la experiencia visionaria, al derecho. Nuevo Patmos.
[Revista Chilena de Literatura, N. 41.
Santiago de Chile, abril de 1993]
IV.
Moral luciferina
insobornable
Eduardo Milán
Andrés Morales escribe
desde el asombro y desde la duda. Su poesía no es un gesto operático: es un
rumor, un acto de cautela con la palabra y con el mundo... El lenguaje no
caracolea sobre sí mismo al intentar el planteo de un segundo mundo, metáfora
del primero. Morales va de frente: estos son los objetos, dice, y esto me dicen
a mí. No es notoria, en este poeta
chileno, ninguna ansiedad para escapar al tejido intertextual del entredicho.
La poesía de Morales avanza, retrocede, se pregunta o se afirma, se desdobla,
hace pareja con su eco. Nunca se traiciona para caer en aseveraciones
categóricas. Al ponerse en duda pone en duda al mundo y ese mundo se refleja en
un lenguaje fragmentado, astillado. Es que no se puede pretender aseverar en la
actualidad: todo está en duda. La aseveración (o incluso la celebración) es una
forma de traicionar lo real, la única devoción que legitima la búsqueda de un
poeta. En esa morada vive la poesía de Morales.
[Vuelta,
Año XIV, N. 169. México D.F., México, diciembre de 1990]
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