LOS OLVIDADOS (1950)
Dirigida por Luis Buñuel
Película de corte hiperrealista que muestra las miserias que soporta un grupo de jóvenes de las barriadas de Ciudad de México. La historia sigue principalmente la vida de dos amigos unidos por un suceso trágico.
El Jaibo es el mayor, aquel que carece de escrúpulos para sobrevivir en un fiero mundo que incluye a domadores de perros, pedófilos, cuchepos y un cantante ciego que, hacia el final, desnuda su calidad humana: «Ojalá los mataran a todos antes de nacer».
Un mundo miserable donde la gente se maltrata entre sí, mostrando un universo enrarecido en donde al parecer nadie tiene escapatoria.
Pedro, el menor de los amigos, es maltratado física y verbalmente por su madre, aunque él sólo quiere su cariño.
Buñuel nos deleita con pasajes surrealistas de gallinas que anteceden eventos violentos y perros que conducen hacia el otro mundo.
Sobresale el sueño de Pedro, que inicia con el descenso de un ave, enmarcado con una música estridente e infernal donde aparecen los muertos y una madre cariñosa, irreal y en cámara lenta, ofreciendo un animal desollado a su hijo, carne disputada por el Jaibo, de alguna manera representando la relación abusiva entre los amigos.
Otro personaje es Ojitos, un niño inocente que ha sido abandonado por su padre en el mercado. Él es el protector de Meche, acosada por el Jaibo e incluso por el viejo ciego.
Se muestra descarnadamente la fragilidad de la niñez, donde en cualquier momento pueden abusar de su sexualidad, además de tener que trabajar para procurarse el alimento.
La miseria se ejemplifica mediante un carrusel donde los caballos son tirados por los propios niños. Los adultos se muestran abusivos, salvo el abuelo de Meche y el director de una granja escuela.
Las imágenes no ocultan su crudeza y Buñuel es más evidente con este maltrato al espectador cuando Pedro arroja un huevo a la lente de la cámara.
Ambos amigos tienen un final trágico, pero la degradación del mundo infantil es subrayada al final, colina abajo, en el fondo de un basural.
(película en idioma original)
(escena onírica)
EL FARO (2019)
Dirigida por Robert Eggers
A Polanski le hubiera encantado sumergirse en estas aguas. La tensión entre los personajes de los hermanos Eggers (rememora la claustrofobia de “Cuchillo al Agua”) la podría haber abordado el cineasta franco-polaco quizás en sus primeros años. “El Faro” atesora diálogos afilados, fotografía portentosa, escenas oníricas que atenúan la brutalidad despiadada y rescato sobre todo el omnipresente sonido, evocador de cosas oscuras, terroríficas, acaso míticas, definitivamente el soporte de las imágenes abyectas y sórdidas que nos propone el director.
Dos personajes cargan en sus hombros el peso del guion. Thomas Wake es un ex marinero que ostenta todos los clisés: borracho, cojo y siempre rumiando diálogos del Capitán Ahab (Melville). Willem Dafoe se muestra tan inmerso en su personaje que, a partir del sustrato mítico, logra engendrar a un viejo farsante y ansioso de ejercer su único poder. Wake sigue sus propias reglas, hace trabajar a su ayudante hasta dejarlo exhausto, le impone historias de mar y de dioses, todo lanzado con la furia que infunde el alcohol. A veces brinda sabios consejos, pero también holgazanea en la cúpula del faro. La lógica temporal le resbala, a veces chispeante, otras violento, las semanas en el peñasco fluyen sin sentido en su cabeza afiebrada.
Ephraim Winslow es su joven ayudante. Hosco, de pocas palabras, oculta un pasado que dilucidará en una noche de juerga. Se transformará en Thomas Howard, ex empleado de un aserradero que viene escapando de un poco creíble accidente. Al principio intenta contrarrestar al abusivo Wake, pero éste lo carga de trabajo físico y aplaca su espíritu.
Hay algo de brutalidad masculina (eructos, vómitos, eyaculaciones), un juego de poder entre dos hombres que se enfrentan a una naturaleza desafiante. Si bien la historia se entrelaza entre mitos, dioses, sirenas, la realidad humana es más prosaica y primero el alcohol, luego beben keroseno, hurga en instintos atávicos casi demenciales.
Toda esa crudeza filmada en blanco y negro, en formato cuadrado, transportándonos a un cine mudo pretérito inspirado en el expresionismo de Murnau. Somos testigos de algo ancestral, del castigo de Prometeo por robar el fuego de los dioses.
Las gaviotas (imaginé “Los Pájaros” de Hitchcock) observan durante el día, sobre todo a Winslow. Después de cada borrachera, una de ellas desgarra la ropa del muchacho. Winslow no soportará la presión de Wake, estalla y esta vez Howard destroza a la impertinente gaviota.
Wake cree en maldiciones, las gaviotas trasladan el alma de los marineros al morir. La naturaleza se venga con una tempestad invocada por el propio Neptuno. Todo está desbordado, al anciano le sobresalen tentáculos y las sombras proyectadas en las paredes y el techo se ciernen sobre los dos protagonistas. Thomas Howard está enfurecido y en un discurso colmado de ira (un soberbio Robert Pattinson) escupe lo enfermo que está de escuchar al viejo embustero. La tempestad todo lo permea, las olas amenazan con hacer desaparecer el faro. Howard ya no tolera a Wake y lo golpea, lo humilla y sus ojos desorbitados quieren enterrarlo bajo tierra.
Howard sólo quiere acceder a la luz del faro. Wake es un obstáculo y le destroza el cráneo. Sube las escalinatas e ingresa a la plataforma. Antes se masturbaba ante la figura de una sirena de marfil, ahora experimentará el éxtasis del orgasmo. Howard se funde con la lámpara incandescente (el fuego de Prometeo).
“El Faro” construye un mito fetichista, de pulsiones atávicas. Su edición crispada hace referencia a lo sexual, pero dota la historia de trascendencia, algo de Sísifo cargando la piedra hacia la cima, pero definitivamente las entrañas de Thomas Howard serán carcomidas, ya no por un águila, sino por las gaviotas que habitan ese peñasco ubicado al fin del mundo y de los tiempos.
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