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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

viernes, 19 de agosto de 2011

“EDIPO REY” DE TOMÁS HARRIS (CHILE)






I

EDIPO DESTERRADO EN COLONO


-Tu madre, sufre un mal incurable. Tiembla.
El espejo refleja la belleza de sus 25 años, cuando
Tú apenas salías del entrecejo de los espejos y el reflejo;
Sí, viajero de la Vida, porque ¿eres un viajero en el Tiempo, no?
Ese que va en busca de las Especias.
Ese que ha cruzado el espacio negro y sin tiempo
Para unir en una cópula irónica el corazón y el sexo.
Sólo harías etéreos los humores que manan del deseo
Y pantanosos los latidos de la pasión.
Tu corazón empantanado, chapoteando en barro,
Y tu malhadado cuerpo perforándose de luz glauca.
Pero no nos desviemos: ella es tu madre y la envuelve
Un sudario agrisado por el tiempo y la agonía.
¿No crees que ya ha sufrido demasiado esa mujer?
Mírala como gime y trata de avanzar hacia el azogue.
¿Te ha reconocido? ¿Cuántos años tendrás para ella
Ahora que envejece y el tiempo se pliega hacia su muerte?
Mira, viajero de la Vida, como unos pocos cabellos rubios
Asoman de la mortaja. Qué sutil ironía la de los espejos.
Tu madre amortajada en los reflejos y ausente en
Tu piedad. ¿No has sentido piedad por esa mujer
En sus últimos años de enfermedad y vejez apresurada?
Vamos, camina hacia el espejo, que tus pies dejen
En la mullida alfombra blanca una huella de fuego y
Otra huella de agua, ve, no dudes, mira cómo sus
Brazos se abren para acogerte, ¿y tú temes? Pero, ¿a qué
Le temes si es tu propia madre? Que se esconda tras
La mortaja prematura la máscara atroz de Gorgo?
No seas torpe, esa fue una película de la Hammer que viste
En tu infancia gótica en el Teatro Nacional de La Serena.
Confía en mí, soy tu conciencia, viajero de la Vida, ya no hay
Otros, ya mataste en tu mente pueril a los pretendientes.
Anda, abísmate en el azogue, dale el abrazo que tanto
Añoras y te pide, acúnala y que ella te tienda en sus rodillas
Vendadas para que intercambien los papeles y sientas
La piedad que le has negado en los últimos días,
O el terror de su refracción de los años inclementes, pasando por los dos.
Da un paso más, así, uno solo, el espejo te espera con sus
Brazos de vidrio y vendas sangrantes, empapadas
Con las aguas de su vientre, la placenta que aún corre
Como el espejismo de un río desbordado hacia la muerte,
En el desierto calcinante de la blanca Colono.


                                          II EDIPO EN POLAROID


-La fotografía reproduce una soleada tarde en la playa.
Es hermoso ese reflejo de un verano
Tan lejos en la cercanía del espacio y el tiempo.
En la fotografía, tú y tu madre, tomados de la mano,
Corren estáticos por la costa,
Haciendo salpicar con sus pies
La espuma de la resaca
Que moría achocolatada después de tanto azul
Y el sol bruñía los cabellos de ambos,
Tiñendo de brillos dorados las raíces, y ustedes
Como dos hermanitos, la mayor y el menor,
Reían como si tuviesen todo el tiempo por delante.
¿Lo tenían? ¿Y tu isla, tu Ítaca mancillada?
¿Y cómo asesinaste a los pretendientes?
¿Con tus osos de peluche rellenos con serrín
A los cuales arrojabas témpera roja, para que asemejara sangre
Y hacer así más cruenta su muerte en tus deseos?
Como en las películas del conde Drácula
Que exhibían en el Teatro Nacional de La Serena.
Después, en tus sueños, hendías en el cuello de tu madre
Tus colmillos de leche, en esas pretéritas noches fantasmáticas.
¿La deseas aún ahora en esa imagen que se va
Desvaneciendo como el gas de las gaseosas
Frías que bebían después de las carreras por la arena?
¿Te gustaría volver al paisaje de esa fotografía,
Corriendo así de la mano, con esa muchacha tan joven y bella,
Ahora, a tus años, que no han perdonado tampoco el tiempo, y
Sentir su mano, oler la sal de sus brazos,
El yodo de su cuello y perderte en el azul de sus ojos?
No te avergüences, esos son legítimos sentimientos.
Por lo demás, acá, ya puras refracciones de tu mente.
¿Sientes un nudo en tu garganta? ¿Lloras?
Vamos, si lo que añoras no es más que una imagen
Fijada en una cartulina por líquidos alquímicos y hechiceros.



III EN EL FLUÍR DE LA MUERTE

Mi madre se ha alejado en su silla de ruedas por la costa.
No la amé, lo confieso, cuando debí, como debí, con la pasión que debí.
No la abracé en su silla de ruedas, en la costa sangrante, y por ella sangro
De heridas desveladas en
La noche, antes en la soledad de mi Reino perdido.
La noche, esas noches,
Abren heridas que son desvelo, rasca piernas, neurótica,  saca costras, y tras las costras
Del desvelo viene la libación sangrante.
Por ella, por su deseo inválido, y más aún por ella y sus porcelanas Limonge
Por esos muebles antiguos, vetustos,
Donde mis abuelos y bisabuelos también comieron,
Escribieron y callaron. Esas caobas de tres cuerpos que ahora no sé dónde irán a quedar.
Tal vez se desintegren como las huellas de todo naufragio, mejor.
Mi madre, la Diosa Blanca, también, y en la Diosa Blanca habita la muerte enamorada.
Debí llevarte esa tarde al mar, y empujar por sobre la arena tu silla de ruedas, ¿no?
Y recordar y reír por los recuerdos, siempre reímos por los recuerdos, mamá, ¿no?
Y lo más lindo, mamá, es que
Nunca lloramos por los recuerdos, porque nuestros recuerdos son
Nuestra verde y azulada pradera, la única que ya nos pertenece
Ese país donde nunca llueve y el sol es perenne como las hojas
De ciertos árboles más bien sagrados, hualles o secuoyas.
Aunque esta noche me enviaste la lluvia del Sur, la lluvia de Chiguayante,
Y el salobre amor del mar. Y
Los recuerdos. Los recuerdos. Cómo nos hacen reír los recuerdos.
 Y cómo temía al escribir esto, cuando tenga que escribir:
“¡Cómo nos hacían reír los recuerdos!”…
¡Fatal fluir de la muerte, mamá!
Este río, Heráclito, no detiene su curso, y no hay diques para este río.
Cuando llegue el día, y “en la hora fugitiva” empuje tu silla de ruedas
Por la costa, las huellas que quedarán en la arena húmeda no serán indelebles;
Como a todo, se las llevará la resaca; mas qué importa si esas huellas serán
Como el mensaje citado tantas veces de Cristo,
Que en arameo escribió también en la arena con un palo:
Sólo ambos dos, mamá, sabremos qué significaba.
Y, quizá, claro, también, sí, también, lo sabrá la “hora fugitiva”…
Esta que hoy 23 de junio, 2010, te hará tan bella, antaño, habites ahora, donde estés.
Y esas huellas de la silla de ruedas en la costa de La Serena,
Serán, claro, ahora, en la Imaginación, huevo del deseo empollado en el Todo.
La Imaginación. Pero serán.
La Imaginación nos supervive más que la inhóspita realidad que ya para qué
Seguir con la falta de hospitalidad de esta rueda de vivir.
Mañana nos saludaremos en el despejar las nubes
En el beso ciego y en la vereda donde te aguardo en la frontera de Atenas.



ALFONSO Y CARMEN

Quién lo diría.
Bueno, quizá esa voz que late en el corazón, la que llamamos poesía:
En el mismo foso al Hades
Descenderían Alfonso y Carmen,
Un agosto y un junio,
En dos inviernos de pareados años,
Y su Electra y su Edipo, con distintas melodías dolorosas,
Queriendo saber porqué,
Pidiendo una explicación a Dios, ella, y el, a la Nada.
Mas Dios y la Nada callan, como los entes abstrusos que son,
Que no tienen porqué dar explicaciones a este fragor tectónico.
Alfonso fue profesor de Carmen, allá en esa ciudad fantasma,
La Serena.
Y Electra y Edipo estaban destinados a encontrarse,
A amarse.
A salvarse mano a mano de la muerte.
Y a vivir ese año de peligro.
Y a reencontrarse de marzo a noviembre.
Edipo hoy mira como Carmen desciende por el mismo foso
Por el que descendió Alfonso.
Edipo no tiene explicaciones para esa paradoja.
Sólo piensa en Electra ojerosa y delgada en su dolor.
Sólo ansía que el reloj virara sus manijas y abrazarla.
En el mismo Parque mal llamado del Recuerdo.
Ahí cuando la Palabra erra porque eso es un cementerio.
O sea, el destino sin más.
Esta noche Electra y Edipo dormirán juntos creyendo
Que ya pasó el Peligro.
Y Alfonso y Carmen se abrazarán en el Eternidad,
El, como la estrella que cayó,
Ella como una lluvia desaforada.
Es decir, como los extremos que se abrazan,
Que se miran, y sonríen y tal Dioses
Tomados de sus manos invisibles,
Tal Dioses, que querrían guiar el errático deambular de sus hijos.
Pero a tanta distancia, sólo prevalece el deseo y su luz.



                         IV ANOCHE LLOVIÓ COMO UN MENSAJE


A mis hermanos Claudio Y Karin Kopp.


Anoche llovió como llovía en Concepción, mamá, y apenas unas horas  atrás tú habías muerto. Llovía como en las noches cuando se cortaba la luz, en Chiguayante, y yo le contaba historias de miedo a mis hermanos, historias del Dr. Mortis, la del Cerdo Mistor y otros anagramas que urdía Mario Marino, donde las manos, arañas lampiñas, se vengaban sin cuerpo de la víctima propiciatoria, Peter Lorry, en blanco y negro, gemía en la Antú. Y ahora que desciendes hacia el cinerario, adónde irá a para todo aquello, mamá, que pareces dormida, pero sólo pareces, porque te has ido a las dimensiones insondables que nos habían ya anunciado las Tijeras del Diablo, en septiembre, mes noveno de lo fatal. Lo ignoro, y también lo ignora la poesía, y la lluvia sólo pudo acercar la distancia, de este mundo y el otro, con su desbarrancarse de mar. Hoy la cordillera de los Andes estaba más luminosa que nunca, dolía mirarla, dolía tu rostro en la cordillera tan alba, mamá y tan muerte. Y tú, en tu féretro, no podías verla. La miré por ti, por los años idos, por el tiempo irrecuperable, por el abrazo ese que tal vez, que quizás, que ojalá.

  
                                        V LA VOZ DEL AUGURIO


A propósito, me interrumpe al Augurio,
en medio de este poema que madrugo:
¿sabes dónde, exactamente, nacen, y dónde,
insondablemente, mueren los ríos?
¿Y sabes qué, quiénes son, y por qué se secarán los ríos?
Y, por supuesto, ignoras el próximo cauce al mar que es el morir.
Pero ya lo sabes: el dolor es una nube pasajera,
Una ilusión de tu corazón que late demasiado al centro
De tu cuerpo y tu orfandad.

  
                                         VI  EDIPO EN EL CORAZÓN


Nunca, dije, me asomaré al ventanuco de un ataúd
Para ver al cadáver que tanto fue tú,
Tus gestos, su mirada ahora glauca,
Tu respiración marina, ola tras ola penetrándose
En ese coito de amor que por las noches escuchabas en el catre
Junto a tu tía Laura, en la calle Colón 666, mi casa de Usher y
Siempre al borde de la caída, pero ignoraba
Que finalmente, toda la morada de la infancia tiene que desplomarse
Para poder dejar sólo ese oleaje penetrarse, ola a ola:
Nunca, dije, me asomaré al ventanuco de un ataúd:
Y ahora estoy ahí, frente a la ventana que asoma al paisaje
Del útero que me cobijó en ese mismo mar tras los
Nueve meses de rigor para que pudiera nacer:
Y ahora el rigor de esos meses, son el rigor mortis del cuerpo
De mi madre y su mirada ya no me mira mirarla,
Y mi promesa se anuda en mi garganta como la cuerda invisible
Del suicida que faltó a la promesa de rigor.
Rigor, rigor mortis de Carmen Espinosa Cantuarias…
-Tu madre, que mira hacia fuera del ataúd, sin ver, quizá,
Que tú miras sus ojos agrisados, agrisados también los tuyos
En vida, y en descenso, azules, tan azules-
Y que esos dos planetas que antes fueron celestes en la comba del cielo
Que sobrevolaron, aves, madre e hijo, puede que en un punto
Incierto del celaje se vean sin saberlo,
Y sólo cuando el ataúd desciende al foso con un sonido
De manivelas y poleas,
Me digo: “Cómo me asfixia Bizancio”.
Y necesito llorar y las lágrimas no asoman,
Porque se quedaron en el mar junto al faro de La Serena,
Mientras ambos dos corríamos, inmortales, por la ríspida arena,
A pie pelado, la hermanita mayor y el hermanito menor,
Y el sol bruñendo los rubios cabellos
Heredados de judíos, españoles y carabelas;
Y cuando el ataúd toca fondo –como tu mente también lo está tocando-,
Tocando fondo, porque qué más le queda a una mente ante tal despropósito
De la Vida, así, digámoslo con mayúscula,
Me trago el milagro del llanto,
-La sutileza que concede a los elegidos-
El cuerpo y la Naturaleza y las lágrimas, mi dolorido sentir:
-Y como no eres un elegido, no asoman
A tus ojos que ya han perdido en el foso los de ella-.
Recuerdo el primer libro que puso en mis manos,
En Chiguayante, Concepción, Chile, una tarde de lluvia interminable,
Con un título que no comprendí:
Los heraldos negros.
-Y ahora sabes que, claro, cuando
Todo se empoza, “como un charco de culpa en la mirada…-”
El ataúd ya no puede seguir su descenso, porque no hay un fondo
Sin otro fondo y otro fondo, Hahn dixit.
-Escuchas en esa lluvia del tiempo perdido y jamás reencontrado
El verso que, finalmente, todo lo aclara en su oscuridad del dolor:
“Cómo me asfixia Bizancio”.

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