La poesía chilena debe
reconocerse como tributaria de tres figuras extranjeras fundamentales para la
literatura iberoamericana. Estos escritores no sólo contribuyeron al desarrollo
de las letras nacionales, sino que abrieron un campo inexplorado -al decir de
Vicente Huidobro- para que Chile se inscribiera en el mapa literario
hispanoamericano y mundial.
La
primera de ellas y de la cual se dice “fundó poéticamente” a nuestro territorio
es el gran poeta épico español Alonso de Ercilla (Madrid, 1533 – 1594) quien,
con su extraordinario poema La Araucana
inicia la literatura chilena pues posee seguidores como Pedro de Oña (nacido en
Chile, en Angol en 1570 y muerto en Lima en 1643) quien con su Arauco Domado se convierte en el primer
poeta verdaderamente chileno. Ya que en Chile se considera a Ercilla como el
primer poeta, es menester señalar que el poeta español estuvo poco tiempo en el
país y pertenece a la tradición poética puramente española. Pero lo
trascendental es que Ercilla da “el primer paso” para que la poesía (épica)
empiece a florecer y, en general, la literatura (crónicas, diarios, otros
poemas épicos, tratados filosóficos, etc.).
La
segunda figura monumental es la del venezolano Andrés Bello (Caracas, 1781 –
Santiago de Chile, 1865) quien refunda la literatura chilena a la par de
inmensas obras que abarcarían las leyes, las traducciones, la poesía, la
política, la filología, la gramática, la educación (fue el primer Rector de la
Universidad de Chile, la más antigua y prestigiosa del país) y la diplomacia
entre otras actividades. Sus poemas inspiraron a la Generación de 1842, la primera
generación de poetas genuinamente chilenos amparados por las ideas y consejos
de Bello plasmados en sus poemas como la “Alocución a la poesía” y la
“Agricultura de la zona tórrida” que, marcaron profundamente a los jóvenes
escritores de ese entonces que luego abrazarían al Romanticismo (Mercedes Marín
del Solar, quien es la primera poeta femenina de Chile, Eusebio Lillo -autor de
la letra del Himno Nacional-, Eduardo de la Barra y José Antonio Soffia entre
muchos otros).
Pero
estas breves páginas han de centrarse en el tercero de los poetas extranjeros
que influenciaron indiscutiblemente y de manera señera la poesía de Chile: el
nicaragüense Rubén Darío (Ciudad Darío, Matagalpa, 1867 – León 1916). Llega a
Chile en junio de 1886 donde, al principio, vivió tiempos difíciles económicamente
y para darse a conocer como escritor. Publicó una novela titulada Emelina, considerada como de tipo
sentimental. Luego inicia su labor como periodista en el periódico “La Época”
en ese mismo año de 1886. Su salto hacia el reconocimiento de la aristocracia y
de los políticos de ese entonces lo consigue gracias al joven poeta, Pedro
Balmaceda Toro, hijo del gran presidente chileno José Manuel Balmaceda. Gracias
a Balmaceda Toro publica su primer libro de poemas, Abrojos, aparecido en marzo de 1887. En el año 1888, en Valparaíso,
principal puerto de Chile y capital cultural y económica del país, se edita su
extraordinario Azul, que al principio
no gozó de gran resonancia ni en la crítica ni en los escritores, pero que más
tarde y gracias a sendas cartas del español Juan Valera, comenzó a influir
notablemente en la poesía chilena. En el año 1889 Rubén decide regresar a
Nicaragua, con una breve escala en Lima y siendo ya colaborador del
extraordinario periódico bonaerense “La Nación”. Por lo expresado anteriormente
y por lo que se verá más adelante, Darío debe considerarse como el padre de la
literatura chilena contemporánea, pues influyó en figuras tan diferentes y
esenciales de la tradición poética nacional (incluidos los dos Premios Nobel de
Literatura) como Gabriela Mistral, Pedro Prado, Pablo de Rokha, Vicente
Huidobro y Pablo Neruda.
El
caso más notable entre los mencionados más arriba es el del gran y fundamental
poeta Vicente Huidobro (Santiago de Chile, 1893 – Cartagena, Chile, 1948),
poeta muy joven, aristócrata, más tarde amigo de grandes figuras de la
literatura y del arte vanguardista (tanto en América como en Europa) y padre
del movimiento Creacionista, autor quien en sus comienzos abrazó el
Romanticismo para después deslumbrarse con el Simbolismo francés y el
Modernismo dariano. La presencia del Modernismo se revela en sus obras
iniciales: La gruta del silencio
(1913), Canciones en la noche (1913)
y Las Pagodas ocultas (1914). Muchos
autores y críticos han señalado, con grave ignorancia, que el poeta chileno
despreciaba la obra de Darío (leyenda que aún continúa en algunos “círculos
literarios y académicos”), nada más lejos de la realidad. Huidobro fue un
ferviente seguidor de Darío y, como se ha dicho, sus primeros libros así lo
demuestran. Lo que sí es cierto es que el poeta chileno miraba muy en menos a
los seguidores del nicaragüense, a los “sucedáneos”, a los que pueden catalogarse
como “modernistas tardíos” que no aportaban casi nada a la literatura de la
época y que, ya muy atrasados, repetían mecánicamente los procedimientos y
temas de Rubén.
Otra
prueba incuestionable del influjo y de la importancia que Vicente Huidobro le
otorgaba a Darío es la creación y fundación de dos revistas esenciales en la
lírica chilena: “Musa joven” (de escasos seis números, donde el número 5 se
dedicó a Rubén Darío) y, nada menos que “Azul” (con tres números publicados,
incluyendo textos del nicaragüense y fundada junto a otro grande de las letras
nacionales, Pablo de Rokha). Otro asunto a considerar, más bien anecdótico, es
que el chileno inició una campaña para traer nuevamente a Darío a Chile,
empresa que no prosperó y que desilusionó grandemente a Huidobro.
Un
poeta y escritor de aquellos tiempos -todavía desconocido para muchos lectores
y críticos chilenos e hispanoamericanos que solo recientemente ha logrado una
justa valoración- y que puede señalarse como deudor de Darío (tanto en lo
literario como en lo personal) es Francisco Contreras (Quirihue, Chile, 1877 –
París, 1933) autor, entre varios libros trascendentes, de El Pueblo Maravilloso (1926) y que se desempeña como redactor del
periódico parisino “Mercure de France”. Sus textos denotan una influencia
notable del Modernismo y aunque puede considerarse como un autor tardío de la
escuela de Rubén posee una calidad indiscutible.
Finalmente,
y dado el escaso espacio de estas páginas, existen otros autores esenciales que
pueden filiarse como marcados profundamente por la estética de Darío.
Importantímo
en la poesía chilena, y quien otorgó renombre a la lírica nacional en todo el
mundo, como Pablo Neruda (Parral, Chile, 1904 – Santiago de Chile, 1973) con su
famoso e inicial Crepusculario (1923)
y los archiconocidos -y al que debe su primera fama en Chile e Hispanoamérica- Veinte poemas de amor y una canción
desesperada (1924).
Paralelamente,
hay múltiples poetas que siguen hasta la década de 1950 escribiendo textos, de
escasa valor, hay que decirlo, en la senda del Modernismo. No es importante
mencionar sus nombres, pero con esto se puede afirmar que Darío improntó, con
toda seguridad, a decenas de autores tanto en su prosa como en su poesía.
Para
terminar, y como se ha dicho, Rubén Darío es un autor primordial para dar el
“espaldarazo final” a la lírica chilena, deudora hasta estos días del gran
nicaragüense.
Santiago de Chile, diciembre de 2016 – marzo
de 2017
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