Siete sabios
(Para el profesor Ian Michael, medievalista y escritor galés)
Siete sabios tengo en mi cabeza,
siete sabios que me aconsejan,
me dan instrucciones exactas
de cómo debo usar la máquina
de afeitar sin cortarme la cara;
de cómo hacer el nudo de la corbata
sin que el nudo quede hecho
una mamarracho;
siete sabios que me hablan sin hablarme
de asuntos que todos dan
por entendido, de cómo, por ejemplo,
se debe encender un bombillo
sin que el bombillo se queme,
y si la casa quedara a oscuras,
de cómo ir de prisa
al tablero del control eléctrico
para subir o bajar la palanca
según convenga;
siete sabios tengo en mi cabeza,
siete de los más antiguos,
siete voces que al hablar
hablan todos a la vez
como si los siete sabios
que tengo en mi cabeza
fueran siete en uno solo.
Soy uno de aquellos clérigos
Soy uno de aquellos clérigos
desacreditados que hay en pueblos
más pequeñas que hormigas
sobre un infierno grande;
soy el predicador de la bondad de los equívocos,
porque sin equívocos
el mundo ni la ciencia aprenden;
es umanal cosa equivocarse en este mundo;
perdono y entiendo sin pestañar
a quien ofende, con esto lo digo todo:
me pongo a la vanguardia
de los frailes calzados
dentro de zapatos
de las mejores marcas
que hay en este mundo,
en estos tiempos de crisis caballas
no digo a nadie que siga mi consejo
de echar mano al loco amor;
escribo para cuerdos y no cuerdos,
para quienes entiendan bien
la doctrina de mis versos;
aquí se desnudan los ejemplos
de cómo es posible equivocarse
para que nadie se equivoque;
sólo digo: que sin los equívocos
garrafales el ombre
no aprende nada.
Aquellos grandes camiones que llevan camiones
Cada vez que mis ruedas de goma
sobrepasan los huecos
que han dejado los instaladores
de televisión por cable, mi pobre
cochecito da un brinco del diablo;
los grandes camiones para llevar camiones
se elevan al cielo,
entran por un túnel largo, penetran la luna;
con su preciosa carga,
llegan a una laguna azul
que luce y brilla como brazalete
en las muñecas de mis amigas;
los grandes camiones atraviesan
las peligrosas aguas del espacio celeste,
unos cuantos días más tarde,
después de sobrepasar los huecos
que han dejado los instaladores
de las nuevas cañerías del gas,
del suministro de electricidad subterráneo
y de la televisión por cable
que suben al cielo,
los grandes camiones de cargar camiones
retornan vacíos a la tierra.
Poema de los engaños
A la memoria de don Carlos Foresti
Este poema que no escribo
inicia su primer verso
antes de haber sido escrito
en una roca del cerro Cordillera,
“qué bien muchacho”,
alentaba el más sabio;
yo le decía al maestro,
llevándole al origen
misterioso de las letras:
tengo una intuición grande
en mi corazón;
era como una bola de fuego
como una bestia
que impedía el paso
del estrecho camino
de quien viene en sentido contrario
cargando una bolsa de letras,
adjetivos, sustantivos y verbos;
antes, mucho antes
de aquel gran nacimiento,
cuando su autor se hallaba
todavía en viaje
del otro mundo a esta tierra;
cuando las luchas de ayer
(contra la nieve,
contra el lobo y la oveja)
eran las mismas de hoy
- antes que ningún poema
fuera escrito a martillazos:
el maestro de maestros
me extendió la mano
y desde la roca más alta
miramos con agrado
la patria y la ciudad donde
habíamos nacido.
Libro iluminado de las horas
No es que este libro realmente sea
un libro encendido
del modo como se encienden
en las tardes las grandes ciudades;
es sólo un decir, un apodo, un refrán
que encorbatado viene
de la edad media a esta mesa;
miro para un lado, miro para el otro,
todo lo que he dicho
-ciudades encendidas, un apodo, un refrán,
de la mar a la montaña,
como aquellos peces que luchan a matarse
contra la corriente
Erudición
Yo tengo un profesor magnífico,
con quien he sacado las mejores notas,
con una lupa iluminada
veía todo aquello que nadie podía ver,
de cada vuelta que daba
a las hojas del manuscrito,
como chispas, como cenizas
sacaba angelitos con la punta de un alfiler,
leía sus mensajes,
a veces, diabluras indecentes;
yo, no lo veía nada, pero mi profesor me lo contaba;
monjes desnudos que ahora ya no existen
cantan alabanzas a los dioses,
no sé cómo salía tanta maravilla
de los ojos de aquel viejo profesor
que cuando hablaba
miraba hacia las nubes
como si cayera del cielo a su cabeza
todo lo que sabe;
con letras mayúsculas decorado, dibujos
en miniaturas; largas estrofas
como oraciones y sermones,
y en el techo de esos diablillos,
una sola estrella que miraba por un ojo
a los amantes desnudos
que fervorosamente luchaban
con una cruz en el pecho; pero yo,
no veía nada;
sólo el libro iluminado de las horas,
con su cara de niño bueno, animalitos
que pasan por el cielo;
solo un libro raro, como una paloma vieja
que no conjuga versos que se dicen en futuro;
me pregunto: aquellas historias
que vienen en las hojas iluminadas del manuscrito
¿por qué diablos no suceden ahora?
el rey sufría dolores de muelas,
y poco después de las batallas
¿qué hacía el rey detrás de los árboles?
¿pasarán ahora las mismas cosas que pasaban ayer?
si leyeras el libro iluminado de las horas
si leyeras el libro iluminado de las horas
¿te arrancarías del corazón
alguna de tus cuitas?
este libro tiene ribetes amarillos,
ojos azules, y una palidez rara
de hojas muy antiguas.
El más célebre de mis versos
Cuando llegué a esta ciudad,
traía unas ínfulas tremendas
de llegar a ser un poeta famoso,
leí las instrucciones que
habían dejado los ilustres hombres
de letras universales,
desde los más soñadores y locos
hasta los más prácticos
en el manejo de dichos y refranes
fueron mis lecturas más frecuentes;
con todo aquel poder que me daban
mis grandes ínfulas
de poeta famoso que era,
trasladé mi corte real
a la orilla de la playa,
sentado en mi trono
comencé a dar órdenes al mar,
“detén tus aguas, maldito”, fue mi primer verso,
el más célebre de todos mis inicios,
pero las olas sobrepasaron mis pies,
demasiado tarde me di cuenta
que mis versos
no eran tan poderosos como yo pensaba.
Desde Southampton, Inglaterra
1 comentario:
Excelente selección de Eduardo Embry Morales... gracias por compartirla.
Besitos.
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