DEMASIADA CERVEZA
(para una sola nota bibliográfica)
Cuando los irlandeses todavía eran inmigrantes
no sabíamos apreciar a Guillermo Trejo,
nos amilanaban esas palabras cayéndose del diccionario,
nos daban vértigo esas metáforas que servían para hablar
tanto de la muerte de nuestras compañeras de colegio
como del último eclipse de luna que no hemos visto. Era una
herejía decir esto es como esto, tildar a la noche
de impaciente con tal de pararnos pronto
de la mesa. No habíamos leído Huésped del gusano, no se
habían manchado nuestros ojos con la tinta
que rodeaba esos poemas escritos a mano,
su mujer los pasaba en limpio después
de servir el desayuno, no me da para una Crónica de Lima
pero los mercenarios de las fotocopiadoras
y las librerías del centro, los viciosos
de los talleres de poesía, los dueños
de todas y cada una de las reseñas
declamadas en la sobremesa por ellos
mismos, esa fue nuestra odisea
y nuestra única profecía autocumplida,
el Santa Lucía nos recibía con las piernas
abiertas porque de qué otra manera podrían
recibirnos en esos barrios donde nos dedicamos
a grabar nuestras iniciales en los árboles que la
ilustre municipalidad de Santiago mantenía
con sus camiones cisterna y el dinero de los
contribuyentes, los curaditos también contribuían
a hacer más comprensible la poesía de Guillermo
Trejo, inalienable como ese ponto imposible de traducir
a estas horas de la madrugada: la ciudad a la que llegamos
da lo mismo, la simetría monumental de sus jardines y
los obreros colgando de los andamios donde nos miran
mientras los miramos, de acuerdo a la sabiduría del joven Lizama
completan el escenario de las columnas dóricas
de esta Grecia sin belleza donde los hospitales
y los museos llevan los apellidos
de los primeros en traer a Rembrandt a este
país, las copias y los originales se confunden
como los obreros con la fotografía que los
inmortaliza, el vacío sólo se alcanza
después de largos períodos de meditación
o dando un paso en falso. Será por eso
que sonríen allá arriba en los andamios,
porque antes fueron irlandeses y todavía
son católicos, al final del arcoíris
los espera una antología de Guillermo Trejo
editada durante los años dorados de los edificios
de ladrillos rojos, cuando los irlandeses todavía
no eran blancos y una olla rebosante de oro
en esta ciudad de jardines infinitos y negros
colgando como frutos inmaduros de los árboles
que los rodean, bajo la atenta mirada
de la turba que los hizo madurar:
en una ciudad como ésta, sólo puede ser
producto de un robo. En una ciudad como ésta
una olla con semejantes características
no importa que haya sido solo un sueño
e insistas cada vez que nos reunimos
en que se trata de un producto de tu imaginación.
Entiérrala cuanto antes en tu patio. Y el mapa del
tesoro guárdalo en cualquiera de los libros de tu
biblioteca, cuando vengan los ladrones darán vuelta
los estantes y van a rajar los sillones y los cojines,
pero ninguno de ellos va a detenerse en esa copia
de mil novecientos treinta y cuatro de Defensa del Ídolo,
firmada para Eduardo Anguita y rescatada desde el fuego por aquel que moriría por el mismo.
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