En carta dirigida a los nadaístas caleños, Amílcar U estima la suya la generación más importante del siglo XX. En contraste, el prólogo de Antonio Caballero a Una generación desencantada (1985) principia aludiendo el pesimismo de los incluidos en el volumen. Mientras el nadaísmo procuraba el inicio de una orgía de trazas iconoclastas cuyo impacto no sólo perturbara la lírica sino los cimientos de la sociedad colombiana, los poetas en un primer momento agrupados bajo el rótulo de Generación sin nombre o Generación del Frente Nacional, no pretendían nada, --de ahí la vigencia de sus voces--, salvo construir un registro estético que diera cuenta de la realidad de una nación con el síndrome de Lady Macbeth: ninguna ablución borra la sangre de sus manos. Huyen de la grandilocuencia tradicional porque, anota Caballero, esa retórica “…los ha acunado, los ha narcotizado”. Casi todos emplean un lenguaje cercano, ajeno a los rebuscamientos idiomáticos, sin renunciar por ello, --es otra de sus características--, a la idea, a la paráfrasis, a la intertextualidad, al componente libresco. Confían en la poesía con la certeza de la inutilidad de ella para resguardarlos de los males del mundo. No firmaron manifiesto alguno y entre sí hay rivalidades enconadas, a la hora de mencionar los abrevaderos de los cuales bebieron coinciden en Luis Vidales, Aurelio Arturo y Jorge Luis Borges. Hoy, los miembros de la generación desencantada ocupan las primeras planas de los periódicos y las revistas cuando editan un nuevo poemario, son las estrellas de una tradición que uno de ellos, Cobo Borda, calificó de pobre; son recitados con fervor por los noveles literatos; una palabra suya a favor o en contra puede, en el cerrado circuito de la poesía colombiana, catapultar una persona o condenarla al ostracismo. Si se hace un gráfico de sus preseas y fracasos, el resultado sería, cómo no, muy parecido a un electrocardiograma. Está, por supuesto, la superestrella: Juan Manuel Roca; los comentaristas del trabajo de los demás: Cobo Borda y Alvarado Tenorio, siendo el segundo temido; los gestores culturales: María Mercedes Carranza, con la Casa Silva, y Miguel Méndez Camacho, con la colección Un libro por centavos. No falta el proscrito ante quien el resto cambia de acera, arruga la nariz y farfulla unos cuantos insultos: Harold Alvarado Tenorio.
Considerado por todos el Caín del grupo, HAT (Buga, 1945) ha construido una obra merecedora de varios premios, entre ellos el Arcipreste de Hita. La fuerza de sus versos proviene del manantial de una personalidad desmesurada y orgiástica, difusa y turbulenta, como la define William Ospina[1] echando mano de un recurso caro para el tolimense: los adjetivos. La condición de personaje contradictorio, canalla lo llama Jotamario Arbeláez[2], eclipsa sus libros. De él se conocen las diatribas, las polémicas, los altercados, no la precisión de sus imágenes poéticas, su lenguaje contenido, claras herencias de la cultura china, cercana a los afectos de HAT desde la militancia maoísta en sus años de estudiante en la Universidad del Valle, donde conoció y compartió con la intelectualidad rebelde que daba bocanadas de aire a la endomingada comunidad vallecaucana: Carlos Mayolo, Gustavo Álvarez Gardeazábal, Luis Ospina, Andrés Caicedo, Antonio Navarro. Cada tanto conmociona el ambiente literario con una descarga de metralla verbal dirigida a los intocables. Los medios de comunicación de inmediato lo buscan para entrevistarlo y, de paso, sacar utilidad de la munición. En los últimos años lo han reducido a eso, quizá con su aprobación, soslayando al erudito articulista de Fragmentos y despojos (2002), al traductor de Eliot, Kavafis y los Poemas chinos de amor (1992), al experto curador de la Colección de poesía Quinto Centenario, al editor de Arquitrave.
En 1972 aparece Pensamientos de un hombre llegado el invierno, ópera prima de Alvarado Tenorio, con el prólogo apócrifo de Borges. El vitalismo de HAT, el pansexualismo de quien sabe que la voracidad del placer es el anticipo ineludible del olvido, presentes en ese poemario, son elementos constantes en la apuesta de un escritor consciente de la fugacidad de todo empeño. En un aparte de Los hombres, querido mío, estos son arrojados al cesto de las hojas secas, al campo de concentración. En Silla, la prueba es, si cabe, más cruda:
“La caoba es más perdurable que la carne,
el ciprés, más vivo que unos ojos,
el cedro más negro que la piel (…)
Estas basuras
cambian de anciano cada semana”.
Agarrado de un clavo al rojo vivo, el poeta celebra la carne a sabiendas de la corrupción latente. “Todo ocurre en el cuerpo y allí acaba”, dice y no yerra Consuelo Triviño[3] a propósito del arte poético de Alvarado Tenorio. En rigor la afirmación todo sucede en la página y allí acaba complementa lo sostenido por Triviño. Amante de los libros y de los cuerpos, HAT devora los unos y los otros con apetito equiparable; muchos de sus poemas exigen un dotado equipaje de lecturas para ser apreciados en su justa dimensión, verbigracia Taliesin, Tubinga, circa 1807; Una barba de Camden y 1479. Templo y burdel, el cuerpo es explorado en detalle gracias al mapa de la literatura. Varios poemas recopilados en De los gozos del cuerpo (Editorial Universidad de Caldas, 2012), recuerdan el instante definitivo de la adaptación cinematográfica de Muerte en Venecia (1971): Gustav Aschenbach arde en deseos ante la simple contemplación del combate a medio camino del juego y la fuerza de Tadzio, el efebo de sus sueños, con otro chico. El hombre experimenta una suerte de epifanía; la belleza lo turba hasta el punto de conducirlo al sepulcro. La alusión al filme de Visconti no es gratuita: en cada escena el asedio es mostrado con una gracia sutil. De igual manera, el tono apolíneo de HAT no desdibuja el erotismo rampante de los poemas. Bien pudiera suscribir palabra por palabra el inventario de Alrededor no hay nada, soneto de Joaquín Sabina, y su categórico cierre.
La muerte y el sexo son el sustrato de la poesía de Alvarado Tenorio, vistos de cerca no hay diferencia entre ambos:
“Amo esos hermosos cuerpos juveniles
que una vez saciados los deseos
dejando el lecho húmedo
con la bandera roja
entre las manos
en el combate
mueren”.
Ya vienen muertos mas no lo saben. HAT sí y he ahí su desgarradura. Se refugia en la biblioteca en busca de alivio: respira y transpira literatura. La congoja no cesa y lo dice:
“¿De qué sirvieron
las horas gastadas en pos
de una belleza de papel y palabras?”
Ningún bálsamo le procura consuelo; quizá un lecho compartido y una librería aplaquen la ferocidad de la muerte. Deja instrucciones de qué hacer con su cuerpo:
“Cuida de cerrar mis ojos
y que mi boca no sea
violada por las moscas”.
La lucidez para enfrentar los trámites funerarios brilla con ahínco en Proverbios, con justicia el más conocido de los poemas suyos. El desencanto y el cinismo de cada verso, cinismo en la variante de Diógenes de Sinope, lo convierten en una de las cumbres líricas de su generación. Todos los poemas de De los gozos del cuerpo, a excepción de Proverbios, fueron levemente modificados por su autor. En él, el método de Alvarado Tenorio, y de otros poetas entre los cuales destaco a José Manuel Arango, de pasar de una poesía centrada en palabras bellas, sonoras, a una que privilegie el sentido y la significación, se percibe con facilidad. No hay forma mejor de concluir una reseña de su empeño lírico que citando el inicio de Proverbios, almendra de múltiples filosofías y resumen del síndrome Bartlebly:
“No hables,
mira cómo las cosas a tu alrededor se pudren”.
Enero de 2013
[1] La aventura del cuerpo, La Jornada Semanal, México, 24 de marzo de 2002. http://www.jornada.unam.mx/2002/03/24/sem-libros.html
[2] Diatriba, El Tiempo, Bogotá, 11 de agosto de 2009. http://www.eltiempo.com/archivo/documento/CMS-5826307
[3] El otro señor de rayos y leones: biografía de un poeta, Ómnibus, Madrid, n° 16, agosto 2007. http://www.omni-bus.com/n16/consuelo.html
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