Desde hace casi un cuarto de siglo, el filósofo Martín Hopenhayn viene publicando aforismos: esos saberes minúsculos, capaces de iluminaciones mayúsculas.
Aunque es primo lejano del proverbio y medio hermano de la máxima, el aforismo filosófico moderno evita la utilidad del primero y la arrogancia ética de la segunda. No busca prevenir ni aleccionar, no resuelve dudas ni anuda definiciones. Más bien, desarma convicciones transformándolas en paradojas y perplejidades. El aforismo se define por la indefinición, diría yo. Pero un aforista objetaría, seguramente, que incluso tal ambigüedad define demasiado. Por lo cual –y antes que hacerme un lío– prefiero ofrecer una brevísima antología de la obra más reciente de Hopenhayn, Atajos para no llegar (2014). Y comentar las iluminadoras perplejidades que ésta induce.
I: “Perderse no es desubicarse sino descansar de la ubicación”.
Hopenhayn contra el exceso de GPS en nuestras vidas. La perdición en el espacio, en el tiempo y en la conducta, como remedio para el vicio de estar siempre fácilmente ubicables y bien ubicados. Recomendación, también, para que perdiéndonos descansemos de esos insoportables hombres correctos, que siempre están en el lugar preciso y en el momento adecuado.
II: “¿De qué libera una derrota? De la esclavitud de la reputación, del estrés del invicto, de la contención que arrastra sus pantuflas, del espejo que se aburre de peinarte la cara”.
La derrota como oportunidad. Un derrotado puede liberarse, también, de su destino anterior. El derrotado –si sobrevive– puede escoger otro rumbo. No en vano la palabra derrota también significa camino.
III: “Evitar la solemnidad en el aforismo. Evitar, también, la banalidad. […] Apostar por la depuración a riesgo de la disolución”.
¿Al citar sólo dos líneas (de ocho que tiene este aforismo) lo depuro o lo disuelvo? Seguramente lo disuelvo, porque sólo Hopenhayn podría depurarlo. ¿O es ésta una noción demasiado depurada y solemne de la autoría? Acaso el mayor triunfo de un aforista consista en que, alguna vez, alguien le repita una de sus ideas atribuyéndola a un anónimo “refrán popular”. Pero entonces, completamente depurado de su autor y a salvo de la disolución, el aforismo habría naufragado en la banalidad.
IV: “A veces, más inocente que el libre de culpa es el que prescinde de culpar. A veces”.
En esa sentencia el aforista arriesga transformarse en un moralista. Para evitarlo, relativiza su aserto con un doble: “a veces”. La moral convencional es atajada por una ética profesional: al aforista no le basta con dudar, debe dudar dos veces.
V: “…el todo asfixia cuando abraza, mientras el fragmento se contrae en lo que nombra y se prodiga en lo que sugiere […] se han visto fragmentos minúsculos iluminar noches de temblor mayúsculo…”
De acuerdo. Pero entonces es mejor citar ese aforismo así, fragmentariamente. Para salvarlo del abrazo asfixiante de su todo.
VI: “Para viajar ligero llenó su maleta de hoyos”.
Interpretación literal: ese viajero agujereó su maleta para que por los hoyos se cayeran sus pertenencias. Interpretación simbólica: la repletó con los vacíos de sus dudas e incertidumbres, porque esos “hoyos” son más livianos que las convicciones. El primero sería un asceta enmascarado: en lugar de ir por la vida desnudo o con lo puesto, lleva una maleta que pierde todo por el camino. El segundo viajero sería un perplejo astuto, uno que entiende que con las dudas va más lejos que con las certezas. El colmo: agujerear la maleta y llenarla de hoyos, pero tan grandes que no puedan caerse por los agujeros.
VII: “Canetti: ‘Lo perfecto no deja entrar a nadie’. ¿Pero quién, si de verdad lo mereciera, tendría el desparpajo de golpear a su puerta?”
Posible aplicación a estos aforismos. Cuando son demasiado perfectos rebotamos en ellos, tienen tanto sentido (o tantos sentidos) que ¿cómo sentirlos? En cambio, un poco de imperfección nos deja entrar en su juego. En los aforismos imperfectos las palabras dejan entreabierta una puerta, para que pasemos sin golpear.
VIII: “Las falsas promesas sólo se cumplen cuando se rompen./ Si no se rompen son doblemente falsas”.
A ver si lo entendí bien: quizás quiere decir que hay que romper las falsas promesas para que éstas sean verdaderas. Pero entonces nunca fueron falsas, ¿o sí? El aforismo como un trompo mental.
IX: “Para que la contemplación funcione como camino del espíritu no hay que desechar al bobo dentro de uno”.
Me quedo contemplando esa idea boquiabierto, como un bobo.
X: “Nuevo modismo en boga para cuando la realidad no está a la altura de las expectativas: ‘es lo que hay’. La conciencia bascula entre la estrechez del conformismo y la sabiduría de la conformidad”.
El pensamiento “basculante” de Hopenhayn. Ya en su primer libro puso a Kafka y con él a todo el lenguaje literario, en un trapecio (“el escritor es un trapecista que le vende su alma al diablo para derrotarlo”). Treinta años después, sigue columpiando sus ideas en ese trapecio que va y vuelve de los extremos, sin quedarse en ellos ni aposentarse en el centro. Tampoco busca dibujar un recorrido, un arco. Su propósito es el propio vaivén.
Lo único inmóvil en esa oscilación es el eje del trapecio, allá arriba: la inteligencia de Hopenhayn que chirría irónicamente. Eje: je-je-je.
Un vaivén que al marear cambia nuestro mirar.
Extraído de ESPEJO DE TINTA de Carlos Franz
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