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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

jueves, 20 de abril de 2017

"ECLIPSE", RELATO POR ANÍBAL RICCI




Regalé los vinilos de música clásica y el tocadiscos quedó guardado en la bodega. El barrio Brasil también se quedó con el jazz. Los casetes de mi juventud ahora los escucho en discos compactos. Resistieron la primera mudanza, quizás asociada a la libertad de correr por las calles.Clix Modernos me recordaba a las fiestas del barrio, los queso-calientes y las piscolas, otras veces los viajes a Pirque con el volumen a full. Subíamos al Arrayán y en la noche acudíamos a Casamilá para disfrutar un whisky en las rocas. La bicicleta me llevó a Cartagena, a todo el litoral central, hasta que un Volkswagen fracturó mi espalda. Abdominales y diez kilómetros de zancadas permitían aliviar el dolor. Una mujer me dejó el departamento con cuatro gatos, su ropa en el clóset mantuvo el rastro de aromas. Miles Davis me ayudó a retornar por los parajes de Ñuñoa, a esa comuna donde mis padres nunca tuvieron sillones. El nuevo departamento albergaba una cama y lo primero que adquirí fueron dos sofás donde leer a gusto. Tardaría en colocar una nueva alfombra, la anterior desapareció con el sexo tras los muros de una iglesia. Una prostituta me ofrece su cuerpo, muchas describen su propio cuento de hadas. Las drogas acaban con palabras irreales, ese tipo de relato te va hundiendo en un pozo sin palabras. Música nueva no impide que alucine rostros inexistentes, me hablan desde la oscuridad, Charly García no es suficiente para volver a estar cuerdo. «Gozar es tan parecido al dolor», la ciudad de Santiago me persigue, huyo a Buenos Aires, la gente en las calles me vigila, conduzco entre tinieblas y me refugio en un pueblito al sur de Mar del Plata. Converso con las sombras, Fito Páez me habla cada vez que bajo al pueblo. «Podés comprarte una casa… podés comprarte un asilo… hay cosas que no se compran… vos sabes bien lo que digo». Cruzo el río de La Plata y vacío mis tarjetas. Las voces circulan por mi cabeza, al menos dejaré atrás el trabajo del Banco. El efectivo no tiene nombre e invento nombres falsos en cada hostal. Los susurros aumentan de intensidad y las drogas los borran de un plumazo. Conduzco a toda velocidad alejándome de Rio de Janeiro, abordo un avión para llegar a las ruinas aztecas. Los mexicanos hablan demasiado, me interno en hoteles de lujo con la ilusión de que el dinero me proteja. Dos años han pasado y los neurolépticos hicieron su trabajo. Suponía que antes era un motor de veinticuatro válvulas, ahora con seis pienso menos y el placer no es más que nostalgia. Una chica pone música en la radio, me invita a un motel y la máscara colgada en la pared me observa. Estoy asustado, sus ojos azules me conmueven, sus manos acarician mi cabeza, las válvulas se activan y evocan a esa antigua mujer que jamás me abrazó, sus manos agarraban mi sexo, pero esta mujer me atrae a su océano, despierta mi cuerpo que me duele de éxtasis. Antes el corazón me perforaba el pecho y el único testigo fue McLeod. El gato sufrió con cada cambio de piso. El orgasmo doloroso, «tan parecido al amor», nos mudamos con vista a un parque. La mesa de alerce despierta reminiscencias, la cubro con un líquido que la restaura. Compramos otra alfombra, la anterior no me dejaba estar de pie. Instalo el amplificador, aunque me deshago de los antiguos parlantes. Necesito oír a Charly García, evocar momentos impolutos filtrados por otras modulaciones. Voy de la mano con esta mujer, subimos al cajón del Maipo y nos refugiamos en una casita con chimenea, bebemos Jack Daniels y compartimos un Sahne Nuss. He vuelto a la montaña, sus ojos azules dejaron atrás los vacíos del barrio Brasil. Los hijos me abrazan, uno de ellos derrama el esperma de una vela ornamental. Observo la mancha cada vez que salimos a la terraza. Nuestra intimidad era deliciosa, siento nostalgia por las noches en el hotel Colón. Veraneamos en Punta del Este, llamado telefónico, su hermano ha sufrido un ataque cardiaco. Al día siguiente arrecia una tormenta, la mancha de la alfombra se ha ido expandiendo. Desconfío del amor de su hijo y dejo de nadar en la piscina. Nuestra habitación era idílica, pero mi mente comenzó a derrumbarse. Miro el escritorio de lejos, ya no tengo ganas de escribir. Huyo hacia el norte, los muebles cobraron vida mientras ese octavo piso me invitaba a estrellarme contra el suelo. La carretera me mantiene en movimiento, ingreso cada vez a hoteles diferentes. «Estoy hundiéndome en la oscuridad del mar… aquí no hay aire pero al fin podré llegar». La Ley me persigue y su melodía me hace flotar en medio del desierto. Vislumbro a mi mujer en el retrovisor mientras Travis me interrumpe e invita una cerveza. Me dice que no extravíe las líneas de la carretera y habla sin parar de Nastassja Kinsky. Me cuenta que la amó demasiado, me distrae, sus celos me parecen ridículos. Yo no quiero hacerle daño a mi mujer, acelero y Travis desciende cuando llegamos al cruce de trenes. Recuerdo a mi abuela y sus galletas de quáker, deseo llorar, pero mis padres no me llevaron al hospital ni al funeral. La muerte la asocio a personas sin rostro, un extraño quiebre en mi memoria. Detenidos en el tiempo y luego desaparecidos, sacados de la dictadura de una mente desquiciada. Remonto la quebrada de Lluta, esquivando curvas e ideas que cruzan las barreras del tiempo. Desciendo en Putre con diez grados bajo cero, mi cabeza va a estallar y me duelen los huesos. En el hotel Las Vicuñas tienen una habitación, las mantas no abrigan y permanezco en la cumbre del glaciar La Paloma, a miles de kilómetros. Esa mujer se quejaba de la altura, yo veo belleza en esos hielos pintados de verde, pero mi acompañante insiste en que no aguanta el dolor de cabeza. Llamo a Santiago con cobro revertido. Le confieso a mi mujer que ya no soporto los antiguos muebles, podríamos juntarnos en Iquique y planificar el retorno. Mis neuronas se calman en una casa con patio y dos perros. Uno de sus hijos no me perdona haber vuelto a casa de la abuela. Si no hubiera manchado la alfombra quizás seguiríamos viviendo en el departamento. Mis ideas son confusas y mi mujer desea contraer matrimonio. Para mí basta con que salgamos al cajón del Maipo a comer empanadas en horno de barro. Mientras conduzco estrecho su mano, la caja de cambios es automática, pero mi cariño es genuino. Desde que volví soy otra persona, presiento que una vez casados mi memoria se atascará en extraños pensamientos. Recordaré las palabras que no le dije, la torta que no me gustó o el discurso de mi padre. Yo la amo y no necesito un anillo que probablemente extraviaré en alguna curva. Mis recuerdos no son confiables, dan privilegios al dolor y al sufrimiento. El compromiso requiere palacios, música impoluta, alegría que escapará con el tiempo. No tolero los rumores de oficina. Casado me siento atractivo, una trampa mental, no algo bueno sino aparente, nos invitan a otro tipo de asados. Las reuniones trastornan, la publicidad me advirtió de todos estos lugares comunes, conversando en los clubes de la unión de cada pueblo, el alcalde me abraza y me regala un tarjetero de madera con el emblema del municipio. El alerce me dio mala espina, hice que desmontaran la mesa y la guardaran en la bodega. Permanecimos dos años en el departamento, supongo que fuimos felices, pero mi subconsciente no logró eternizar esos momentos. La pasión fue desapareciendo, quedó impregnada en canciones que ya no pude escuchar. McLeod me observaba desde los pies de la cama juzgándome con ojos fijos. Ya no vivo con mi mujer, escribo este puzle de piezas que no calzan. A veces salgo a beber cerveza y me acuerdo de Travis. Hubiese querido amarla demasiado, pero los recuerdos fueron silenciados por muros que ocultaron el sol.

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