Dirigida por Martin Scorsese
Película bien filmada, con imágenes que recuerdan el cine de Kenji Mizoguchi (Cuentos de la luna pálida). La acción transcurre en el siglo XVII y narra la historia de dos misioneros jesuitas que se internan en el Japón medieval tras los pasos del padre Ferreira, supuestamente convertido en un apóstata del cristianismo. Seremos testigos de las vacilaciones de un hombre religioso según la visión de Scorsese. Plantea el peligro de considerar una religión superior a las otras, de cómo el ego puede enaltecer a un ser humano en virtud de creerse portador de una verdad única. La cinta recurre a una retórica circular: el protagonista tiene fe en Cristo, percibe el sufrimiento de los fieles (torturados por el Inquisidor), se siente culpable por no poder impedirlo, vuelve a buscar refugio en la fe (reza por los muertos), sufre por no hallar respuesta de Dios y vuelve a sentirse culpable por fallarle. Fe–sufrimiento–culpa, ideas que se repiten y no tienen solución, expresiones del silencio de Dios. Esta película proveerá argumentos a un ateo para continuar siéndolo, de igual forma que a un creyente para afianzar su fe. Parecen más comprensivas las visiones de Ingmar Bergman (La muerte de la doncella; El séptimo sello) y sobre todo de Carl Theodor Dreyer (La palabra) que ven a la fe como una cuestión de amor (a Cristo, al prójimo) y no sólo el resultado del miedo a no ser aceptado en el Paraíso. La escena final surge tramposa, contribuyendo a relativizar el discurso de los 160 minutos del metraje.
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