Chile está herido, lo sabemos:
Chile ha sido, casi siempre y, probablemente siempre, la historia triste de una
provincia larga, lejana, acongojada, inmensamente sola y dolorosa: desde su
nacimiento, huérfano, sin rumbo, con pobreza, pleno de sombras inquietas. Su
historia está llena de naufragios, pero, desde luego, llena de sueños y extrañas
aventuras -a veces felices y a veces trágicas-, que han hecho de este país un
espacio único y extraordinario para los ensayos más increíbles, más
decorosamente impronunciables y, fantásticamente, dispares, de la política, de la
sociología y de la cultura.
Desde
hace una semana han pasado muchas cosas en nuestro hermoso territorio. Alguno
dirá que es una “revolución encubierta”, la mayoría describirá el miedo y hasta
el pánico del desarraigo y la represión frente a un estado inútil. Otros, los
visionarios, entenderán que hoy y ahora es el momento único y casi irrepetible
donde podemos invertir y desandar las injusticias y reencauzar las aguas
torrentosas de un país desangrado por la inequidad. Hemos vivido una semana de
horror y de belleza, de miedos e intuiciones, de dolor y convicciones. ¿Qué le
ha pasado a Chile, entonces…, es que Chile ha cambiado? No, su historia desdice
cualquier proclama de un país enteramente nuevo, de algo profundamente distinto
a lo ya vivido. Los chilenos hemos sido un pueblo que siempre ha reclamado con
valor y con profundos deseos de justicia, la verdad y la necesidad del más
postergado, los que han vencido las inclemencias de los vaivenes políticos, de
aquellos eventos naturales y climáticos y de los experimentos fallidos, de esos,
únicos esos, “iluminados” que creen interpretar el espíritu de una época.
Entonces, “nada nuevo bajo el sol” diría aquel: los chilenos (un pueblo
mestizo, bella y profundamente “quiltro”, indígena y europeo, clasista,
chovinista, racista, sexista, patriarcal y permanentemente ansioso por ser lo
que no es) han demostrado saber y conocer -casi como un milagro o una epifanía-
cómo retomar un camino de verdadera paz y de aquella hoy tan mentada “empatía”
con los desarrapados, los pobres y los leprosos al uso.
¿Pero,
es suficiente una marcha de casi un millón y medio de santiaguinos y de
centenas de miles de habitantes de las ciudades y de los pueblos de todo un
país para demostrar el enojo, la impotencia, el horror del diario acontecer y
la esperanza de existir, por fin, al fin, con el “derecho de vivir en paz”? Por
un lado, sí: esperamos, si cabe, la voz del mísero poder, del maltrecho poder y
del cándido poder que, en su insensibilidad, ha perdido la brújula, el tiempo y
la oportunidad de mantener una estructura, que creemos, sólida. Al decir del
poeta español Miguel Hernández, “nos queda la esperanza”, aunque, a veces, ésta
sea ciega e infantil… Por otro lado, no, no y no: todo es poco para aquellos
que no quieren, o aparentan, no escuchar… Hay que refundarlo todo, redistribuirlo
todo, quemar hasta los cimientos la concepción de un estado (que se ve fallido
desde hace años) impermeable a los cambios e inepto en su respuesta violenta y
mal pensada frente a la demanda que se justifica en la clara e inaudita razón
de treinta años de neoliberalismo salvaje que nunca ha tenido piedad por nada y
por nadie.
Y
me vuelvo a preguntar (en este texto que, con todas las licencias que el lector
aguante, debe inquirir más que afirmar): ¿qué haremos ahora?, ¿qué debemos
hacer?
Hemos
vivido una pesadilla terrible (llena de monstruos devoradores de la libertad,
del derecho y de la belleza intrínseca y necesaria para la vida). Para
comenzar, para iniciar, para recomenzar y de una vez por todas, y gracias a los
dioses (o a ese Dios o al destino imponderable) debemos parir y mantener
siempre un sueño de posibilidades que han de construir un nuevo mundo, una
nueva patria, un espacio humano. Debemos trabajar sin ninguna
pausa. Este es el punto crucial: humano y el otro punto
inconmensurable y necesario y crucial: sin pausa, para una nueva
patria… Basta de sesudos economistas que no abandonan sus puestos de “grandes
sacerdotes” y no quieren repartir el mísero patrimonio de la nación
subdesarrollada. Basta con los tibios ejercicios de dádivas conocidas y, peor,
repetidas. Basta de palabras que no dicen nada y que nos hacen valorar, muchas
veces, el gran y necesario silencio.
Decir
que el sueño es posible no es creer que toda utopía es viable en un
mundo que no nos quiere y que sólo nos considera cuando debemos pagar deudas o
entregar nuestros recursos naturales o nuestra dudosa soberanía. La
globalización nos ha derrotado. Somos muñecos fáciles e ingenuos ante
titiriteros muy hábiles, lo sabemos bien. Esto no es globalización: es una
cultura que se impone sobre otra. Y no una cultura buena, no, es una cultura
idiota que busca el onanismo de la satisfacción estéril de un sistema
envenenado en su individualismo: “y el dinero es Dios” decía Francisco de
Quevedo y también el tango, y esa es la gran trampa de un planeta insensible
con sus “trabajadores hormigas”, aquellos solitarios y desamparados en la
agonía de una individualidad malsana o de una falsa y penosa “familia unida”
(metáfora del Mundo feliz de Huxley) que rezuma a gran fracaso…
Entonces, ¿qué hacemos?, ¿dónde queda nuestro
querido Chile?
No nos hagamos tantas ilusiones. Chile
ha de progresar siempre con un lastre decimonónico y conservador, pero,
siempre, ha, y, debe, progresar para un gran bien. Las multitudes, los millones
de manifestantes, los jóvenes sin gloria, los anarquistas sin ilustración ni
ventura, los viejos que veneran a una juventud sin ninguna palabra de entrañable
rigor, si es que en algo sirven, los antiguos, como es natural, han de existir
para enseñar a los propios y ajenos, a los chilenos y al mundo, que las cosas
nacen, crecen y maduran a pesar de las barreras, los límites y la repugnante
indiferencia. No somos solamente el fruto de una “historia biologista” y
estéril científicamente: somos un cuerpo real, a veces, muchas veces, sin alma,
que quiere caminar por un sendero nuevo que, esperamos, habrá de conducir a la
emoción y al conocimiento, al respeto, a la filosofía, a la historia y a la
postergada alegría. Y, así, la estética, la belleza fea y la belleza hermosa,
la emoción y la conmoción, la reflexión austera, el pensamiento enhiesto y la
libertad serena han de dotar al cuerpo y al alma de Chile, con prudencia y
sabiduría, de esa necesidad y de ese saber hambriento de los que no conocen, o
no saben, o se marchitan pronto.
Así,
en este derrotero, unas últimas palabras. Por estas líneas cortas de entendimiento
fértil, creemos con soberbia, y, peor, tal vez en serio, que auguramos locos,
sin más desfachatez y por siempre ingenuos: “parches ante heridas” y, a veces, frases
profundamente fatuas… Calma, paciencia, serenidad.
Pronunciamos,
de una vez, sin más pudor, el anatema duro que nadie quiere oír:
Chile
ha perdido, desde hace mucho tiempo, su alma clara y bella: por ese monedero
sucio y ese egoísmo impío, desgraciado siempre. Tras ese yo desierto, inquieto,
estéril, muerto, Chile se ha perdido, pero no creamos, hoy, que está
desesperado o irremediablemente seco y en la desgracia yerma o inevitablemente
muerto, muerto y enterrado. Ese sueño que aparece, después de aquella inmensa,
tortuosa, larga pesadilla infértil: antigua, barroca y tenebrosa, no es el
letargo brujo de un encantamiento vacuo. No es la somnolencia fruto de una
noche, de borrachera inmóvil en el cruel exceso… Es un “campo de flores” y de
espigas que maduran, sin fuerza, quizás y con razón. Que busca amanecerse con
niños y con globos, con un poema claro y una canción de guerra. Con la
esperanza cierta después de la batalla.
Santiago de Chile, 25-26 de
octubre de 2019.-
CHILE
La envidia se desata en este circo pobre:
El domador aúlla y ruge y estornuda,
la equilibrista sueña con tierra firme siempre
y un payaso ordena el mundo entre sus dedos.
La patria se disfraza,
cortés, civilizada
en una bendición de dones ya maduros
que enseñan gravemente la luz opaca y fría
del sol sin su destello, sin su calor sereno.
El circo se disfraza, la patria se desnuda,
la envidia nos despierta, nos mueve, nos consume.
La única verdad es la que nos desmiente:
El circo no termina, la mascarada crece,
el bufo, la corista, el fanfarrón, el santo,
todos en la pista cruel y provinciana.
(A Roberto Díaz Muñoz)
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