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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

jueves, 17 de diciembre de 2015

"TRES CALAS A LA POESÍA DE ANDRÉS MORALES" POR ARISTÓTELES ESPAÑA, ANTONI CLAPÉS Y ROBERTO ONELL H.





VISIÓN DEL ORÁCULO

Aristóteles España

Del latín Oraculum, que significa "respuesta que da Dios o por sí o por sus ministros", "lugar, estatua o simulacro que representaba la deidad cuyas respuestas se pedían", este libro titulado "Visión del Oráculo" (Red Internacional del Libro, Santiago, 2005), de Andrés Morales (1962) es un juego del imaginario personal hacia otro colectivo donde el poeta aporta una visión desintegradora de un universo que se recoge y salta en el infinito como un niño.
"Todo se detiene y habla y permanece", dice, mientras se escuchan gritos despiadados desde el fondo de la tierra y todo el poemario se estremece, saltan las vocales, los adverbios están arriba de los árboles y la historia se desplaza entre Roma, Tenochtitlán, El Cuzco. Extrañas fantasmagorías recorren las ciudades y las ventanas de un lugar que puede ser Santiago, Lima, Pekín, México, y la niebla dibuja el rostro de Vladimir Holan en medio de la noche mientras se abren los muros y leemos en su texto "Los Videntes":

"Todos íbamos a ser Rimbaud
Todos íbamos a ser Artaud
Todos íbamos a ser Edgar Allan Poe.
Lo que pasa, es que ni Verlaine
ni un poeta menor
ni aquellas líneas
del pequeño escribano de la corte.
Nada, ni en el aire, ni un poema;
Todos íbamos directo al matadero".

Poesía para volarse los sesos en medio de una noche de lluvia mientras las palabras cotidianas vuelan, raudas, hacia otros lugares y sólo existe una salida: la de buscar entre los escombros los espacios del porvenir como decía René Char.
Andrés Morales nos propone una lectura de los regresos, del mundo que se invierte y no hay nada que temer solo los pálidos reflejos del "quizá".
Sus textos son estremecedores, por sus grietas aparece un país desolado, el viento chileno que choca con los truenos de T.S. Eliot, el aeropuerto de Zürich donde hay ángeles llenos de miedo y el mar Adriático es un largo cementerio donde aparecen los ojos de Borges, cuando dice que la lluvia es una cosa que, sin duda, sucede en el pasado, e imágenes de autores españoles, ingleses, franceses, que Andrés Morales ha incorporado a su acervo cultural para desplazarse a toda velocidad por distintas culturas del planeta en un viaje vertiginoso jugando con el oráculo como los niños juegan con los volantines en primavera.

Libro memorable que está destinado a sobrevivir en la jungla de este idioma en un remoto país como el nuestro. Gonzalo Rojas nos dice que "Andrés Morales no sólo es poeta. Está condenado a ser poeta. Errando, errando, errando, hará lo suyo prefiriendo a los éxtasis el sacrificio. No yacerá en un libro como tantos. Crecerá, volará".
El libro está dividido en dos partes: "Poemas del vidente" y "Poemas a Dido". En la parte final el autor juega con las luces de una ciudad inexistente, el vacío, y el hueco que producen los vientos en las manos. Poesía que rescata el amor y las edades del mundo, para siempre.

Andrés Morales nació en Santiago en 1962. Ha publicado "Por ínsulas extrañas"; "Lázaro siempre llora"; "No el azar"; "Ejercicio del decir"; "Verbo"; Vicio de la belleza", entre otros. Premio "Miguel Hernández", de Argentina; Premio "Manantial", de la Universidad de Chile; Beca de la Fundación Pablo Neruda en 1988; Beca del Consejo Nacional del Libro y la Lectura de Chile, 1992. Es Docente de Literatura en la Universidad de Chile y Doctor en Filosofía y Letras con Mención en Filología Hispánica por la Universidad Autónoma de Barcelona, España.
 



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NOTAS A PROPÓSITO DE VICIO DE BELLEZA DE ANDRÉS MORALES

Antoni Clapés

                             Este es el séptimo libro de Andrés Morales[1] (Santiago de Chile, 1962), y nos llega justo un año después de Verbo[2], un volumen que recogía tres poemarios. Uno de ellos, Thalassa, contenía, tal vez, los mejores momentos poéticos del autor. Cómo olvidar aquel espléndido arranque del libro, prefiguración misma de todo el poemario:

“El mar como un lenguaje que me encuentra:
la voz como un silencio que ensordece”

                             El libro representó un firme paso adelante y la consolidación de la “voz propia” del autor[3]. Voz que sigue pareciéndonos igualmente atractiva y, a la vez, turbadora: la poética de Andrés Morales pone al lenguaje “en estado de emergencia” –como reclamaba Gastón Bachelard-, y, en consecuencia, deviene plenamente creativa: rompe la convención, lo establecido, el orden incuestionable; altera la lógica de la palabra –de la razón- para instaurar otra lógica: la poesía[4]. Traslada el sentido a un área semántica nueva. Crea, en definitiva, su propio lenguaje. Su poética.
                             Acaso esta sea la mayor bondad con que cuenta la poesía de Andrés Morales: su capacidad de creación de estados poéticos. A veces, el lenguaje es “estirado” de tal forma que uno teme que vaya a romperse el equilibrio; pero no, Morales es suficientemente astuto y hábil –conoce demasiado bien, por ejemplo, a Vicente Huidobro y a Juan Larrea- como para saber dónde deben situarse los límites de su poética a fin de evitar la repetición de unos moldes que pertenecen, ya, a nuestro pasado, pero que conforman el tejido estructural de nuestro presente. El tiempo de las vanguardias fue otro, y hoy conviene saber extraer de su lectura las bases para alimentar nuevas poéticas.
                             Vicio de belleza es un libro de tonos musicales suaves, contenidos, que, bajo el pretexto de la belleza –hilo invisible que recorre todo el libro y que trenza su treintena larga de poemas- desarrolla algunos de los temas ya tratados en libros anteriores: el amor, la poética, el oficio de escribir (que es tanto como decir el oficio de vivir), la melancolía.
                             Pero todos estos temas –verdadero material en estado de magma que Morales manipula a su aire- aparecen como escondidos[5]. A veces hay que buscarlos en un sutil giro, en una metáfora:

 “al cuerpo mil batallas de luces apagadas
   y limpios y estridentes golpes de timón”

O, en una metonimia:

“como piedra por azar”,

O en una imagen, una repetición, o un juego de palabras.

                             La obra de Andrés Morales es, ciertamente, de una belleza turbadora: “La belleza nos recuerda lo imperfecto”, dice. (¿Acaso por repetir tanta forma bella el poeta ha dado este título al libro?). Cada poema es un espacio cerrado –un paisaje interior- en el que ha simbolizado todo su microcosmos y también toda su potencia creadora. “Tiene que pasar alguna cosa” en la dimensión espacio/tiempo de cada poema, en la percepción sensitiva que tiene el lector, después de cada lectura. Y este “instante anterior” al momento en que “tiene que pasar algunas cosa” es el que sabe materializar Andrés Morales con sus poemas.
                             El uso de la palabra debe ser, en consecuencia, exacto, riguroso, preciso. No avanza el discurso a través de meandros retóricos, sino que progresa linealmente –tal vez despacio, gozando el hecho mágico de crear-, y sin hacer ninguna concesión. Con una sorprendente economía de palabras. Con el ritmo adecuado que imprimen las palabras elegidas, por la fuerza de las imágenes y no por una rima (casi) inexistente o por unos versos de regular métrica. En ocasiones, esta contención nos hace creer que estamos ante poesía oriental, escrita bajo la influencia del zen: tal es el grado de interiorización de las emociones, la intensidad de unas vivencias que hablan el lenguaje de lo místico (del silencio). Los poemas “Danza”, “Glorieta al amanecer” o “Imagen nocturna” son potenciales haikús a los que tan sólo les faltaría seguir el ortodoxo silabario de 5-7-5:

“La sombra o la figura
de esa sombra.
El paso hacia el silencio de su centro.”

                             (¿Es Bashô, Rausetsu, Kikaku, o algún otro poeta zen?)

                             Pero al lado de esta poesía intimista, minuciosa y preci(o)sa, están los grandes poemas, de larga versificación, de índole moralizante, como “Edgar Lee Masters reflexiona”, “Tiempo” o el poderoso “Los elegidos”, verdadero manifiesto generacional:

“Fuimos una estirpe generosa:
el don que nos fue dado en privilegio
lo hicimos madurar perfectamente”

                             Que rezuma melancolía, al recordar el tiempo pasado y las ilusiones tal vez vencidas. Una melancolía que es un estado pasajero y no necesariamente fatalista. Una melancolía que puede crear una poética. (Ya nos advirtió Víctor Hugo que “la melancolía es el placer de estar triste”). Porque en “Última voluntad”, Morales recupera el tono combativo, creador:

“Domar un largo río en la blanca línea de la mar
(…) entonar el canto,
el grito,
recuperar el agua y el ritmo que deslumbra.”

                             Lo único que puede temer el poeta es el silencio –entendido éste como imposibilidad material o metafísica de escribir, porque anula su propia condición de esclavo de la palabra-, tal como lo expresa en el poema-manifiesto “El ojo del huracán”:

“El óxido no llega ni aparece,
el viento como un muro no susurra.
La única derrota es el silencio”,

                             Ya que su praxis consiste en preguntar (y preguntarse):

“en medio de la luz,
detrás del sol,
en medio de la muerte
(…)
donde [se halla] el corazón de las palabras”.

                             Vicio de Belleza es un espléndido libro de poesía, un verdadero regalo. Andrés Morales, con este poemario nos retorna el placer por la lectura, el placer por la vida, por la poesía. Por la poesía, sí, por esa

“imagen de la imagen de la imagen
espejo del espejo repetido”.






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La poesía de Andrés Morales

Roberto Onell H.

Revista de Libros de “El Mercurio”


Escrito y la segunda edición de Escenas del derrumbe de Occidente (primera edición en 1998) son lo más reciente de Andrés Morales (Santiago, 1962). Recordemos que desde Por ínsulas extrañas (1982), el autor viene trabajando un registro abiertamente afincado en el crisol de la tradición castellana. Desde esa década chilena y personal, y alejada de grandilocuencias y coloquialismos –dos aleros muy seguros ya entonces- su poesía se reconcentra en ese plural legado para mejor averiguarse e impulsarse. Aventajado heredero, por lo pronto, de Miguel Arteche, Morales tiende a empinarse por sobre la situación para atisbar el difícil hilo de lectura de los tiempos. No extrañan pues, sus sucesivas batallas contra un hoy avasallador y su tono frecuentemente estoico –desengañado, descarnado-. Para ahondar véase Asedios (a) Morales. Estudios y notas sobre la poesía de Andrés Morales, editado por Mateo Goycolea (RIL, 2005) con textos de Haydée Ahumada, Jorge Rodríguez Padrón, Ana María Cúneo, Miguel Ángel Zapata, el mismo Arteche, Soledad Chávez, Eduardo Milán y otros. Escrito es el “resultado de una recreación ficticia y una investigación sistemática sobre las distintas escrituras que han existido”. Una salvedad: aquí hablan quienes nunca tuvieron voz en el relato de la gran Historia Universal. “El suicida, el juez, el escriba, el analfabeto (dictando al escribiente), el poeta “menor”, el astrónomo (…) el enfermo terminal, el cronista de los códices náhuatles” y otros sujetos, discurren sobre diversas cuestiones, pero ante todo sobre la palabra misma. Dos marcas relucen: todos los poemas están dedicados a alguien distinto y de todos se sigue una traducción, cada una en un idioma diferente. El libro es así una delicada y consistente sinopsis de la gravitación ontológica de la palabra escrita: posibilidad de recreación de lo humano, búsqueda del prójimo presentido; testimonio de la humanidad, contra el verdugo circunstancial y contra la caducidad que pisa todos los talones. El inicio el poema “Jeroglífico Imposible”, título acaso alternativo del poemario entero, podría resumir: “Hay tanto que decir y poco tiempo”, sintaxis clarísima, metro endecasílabo y de acentuación apremiante.
Escenas del derrumbe de Occidente, con grabados de Goya, nos muestra páginas que comienzan con líneas en prosa escritas en mayúsculas, como títulos que se extienden, seguidas de líneas en versos, generalmente endecasílabos y alejandrinos. Esta condición fragmentaria justifica el título con una tonalidad media. Con una solemnidad ya conocida, la escritura de morales no excede, sin embargo, lo que podemos llamar el claroscuro de un boceto (por eso el grabador Goya es buena compañía).” TODOS RECUERDAN A SUS MUERTOS: ES EL DÍA DE DIFUNTOS. HOMENAJEANDO A PADRES, A HERMANOS, A LOS HIJOS, MIRAN HACIA EL CIELO (…) // En una larga fila de difuntos/puestos uno a uno sobre otro, /jamás alcanzaremos su ventura.//Estamos en esta tierra solos,/ni Dios nos acompaña en esta tarde (…)”. La prosa, siempre acompasada, y el verso, desplegado en canto sucinto, estampan un dualismo eficaz. Cada página tiene, pues, arriba un cuasi-relato y abajo una canción trunca –y en medio un pequeño vacío- que hacen evocar o invocar una totalidad. Así, toda tendencia épica y de elegía de largo aliento se morigera en concisión; libre de exageraciones, firme en su artesanía, el poeta conquista verosimilitud y se impone por sí mismo.
De oficio hace tiempo indiscutible, Morales ofrece algo más: una perspectiva ardua. Porque después de Nietzsche, Spengler y Eliot, en la posvanguardia poética hispanoamericana de larga duración, y después de los chilenos años 80, la composición quebradiza. “fragmentaria” es cliché, atracción fatal y, en algunos casos, coartada de ineptitud. No en Morales, quien consolida una poética. Se le reprochará reiterarse: materia discutible. Escrito y Escenas… reafirman asuntos y tonos, ahora diversificados en pulsos variables, hábilmente tramados. El autor logra visos proféticos, sin exabruptos del yo, gravedad sin pesantez, profundidad sin hermetismo.







[1] Morales, Andrés. Vicio de Belleza. Red Internacional del Libro. Santiago de Chile, 1992.
[2] Morales, Andrés. Verbo. Red Internacional del Libro. Santiago de Chile – Buenos Aires, 1991.
[3] Ana María Cuneo escribió, a propósito de Verbo: (…) una búsqueda de unidad, un deseo de estructura que se materializa en la organización casi matemática de los poemas, una voz poderosa pese al excesivo enciframiento del mensaje y un trabajo notable sobre los textos hace de este libro un eslabón importante en el desarrollo de la poesía chilena actual.” En “Revista Chilena de Literatura”, N. 38. Santiago de Chile, 1991.
[4] “La poesía es lo único rebelde ante la esperanza de la razón”, escribió María Zambrano en su libro Filosofía y poesía.
[5] Personalmente, discrepo de Ana María Cuneo cuando habla de “excesivo enciframiento del mensaje”. La poesía de Andrés Morales proporciona pistas más que suficientes para reseguir su discurso. Sin embargo, es cierto que la evidencia de las pistas no es inmediata: el lenguaje, todo lenguaje, empaña el espejo de la realidad, esconde el sentido de lo que, en apariencia, es evidente. “Todo lo que podemos llegar a describir, también podría ser diferente” (Wittgenstein, Tractatus, 5. 634).

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