Porque el deseo es una pregunta cuya respuesta nadie sabe [1]
LUIS CERNUDA
La escritura poética ha sido vista casi siempre como un doloroso acto donde la angustia, los fantasmas y hasta los demonios suelen salir en un intento por conciliar, hacer exorcismo o aplacar las iras de aquellas emociones y reflexiones que pesan en la conciencia del autor. Si bien esta idea está asociada al romanticismo, por lo tanto pertenece al siglo XIX más que al XX, su proyección alcanza a buena parte de los poetas de la actualidad. Pareciera que, en ese sentido, y aunque hayan mediado las vanguardias, la neovanguardia, la postvanguardia y hasta el postmodernismo, las cosas no han cambiado ni avanzado prácticamente nada. Pocos son los autores que manifiestan su alegría, su goce o su complacencia a la hora de expresarse literariamente. Sin desmerecer los “dolores del parto”, las inquietudes, inseguridades o simplemente, la angustia provocada por la transmisión de algo que proviene del interior y que se explicita hacia el exterior en forma de palabras, me parece que ha llegado el momento de plantear un nuevo enfoque y desdramatizar el proceso de la escritura poética.
No quiero con esto desechar la idea de desdoblamiento que puede conllevar un dolor natural pero soportable, lo que me interesa señalar es que la poesía debe abandonar su condición de “espacio del dolor” para transformarse en el “espacio de la dicha”, del goce, de la iluminación, del pensamiento, de la crítica y hasta del placer. No es mi intención proponer un programa a la escritura: soy un defensor acérrimo de la libertad en ella, como tampoco está en mi pensamiento “dulcificar” lo poetizado: nada de eso. La reflexión que propongo es en torno a desmitificar y dotar de un signo positivo al acto mismo de la escritura.
Aunque el tema propuesto en el poema pueda versar sobre aspectos terribles, críticos o a sentimientos de tristeza y hasta dolor, es necesario separar los orígenes propios del tema, del proceso de la escritura. Todos hemos oído la famosa frase de Yeats donde declara que la poesía es 10 por ciento inspiración y 90 por ciento transpiración: vale, pero esa transpiración como la otra, la erótica, ¿no puede ser dichosa, feliz, plena de pasión y alegría? Mi experiencia escritural de, al menos veinte años donde reconozco oficio, apunta justamente al terreno de la plenitud, del goce y de la maravilla. Si bien mi poesía puede ser catalogada como áspera, en constante lucha con la realidad y muy crítica del mundo, mi actitud vital hacia la poesía y hacia el proceso de escritura es una historia de intenso placer y satisfacciones que van desde las más modestas a las más hiperbólicas o ditirámbicas.
Pero, ¿qué papel, qué relación puede existir entre lo erótico y lo poético? No se trata de pasar revista a la poesía erótica, por cierto, pero sí, tal vez, de reflexionar sobre algunos tópicos que me parecen muy significativos.
La escritura poética es una pregunta, como el deseo, “cuya respuesta nadie sabe”, según dice Luis Cernuda. La poesía es pulsión, pasión, fuerza indomable y fiebre iluminada, perpleja, lúcida. La escritura es una manifestación del deseo que quiere romper las bardas del propio cuerpo para convertirse y/o encarnarse en la corporeidad de la palabra. Mediante erótico proceso de seducción, la idea se abre paso para enamorar a las palabras y producir el encantamiento que éstas habrán de realizar en el lector. La seducción de las palabras, del lector, del propio autor es un interminable juego de espejos voyeristas donde todos observamos y somos observados en una obsesiva retroalimentación a través del lenguaje. La poesía oscila pendularmente entre preguntas y respuestas: propone los objetos del deseo y a la vez es el objeto del deseo. No es una sublimación del deseo, no es una transformación del deseo: es el propio deseo que grita desde las palabras mismas que han gatillado la escritura y que ahora provocan al lector que, sea dicho de paso, nunca es pasivo.
La reflexión, el pensamiento, la grandeza y bajeza de nuestras emociones constituyen la materia prima del poeta que plasma, juega, ordena y hasta escenifica con las palabras que todos usamos. Su cometido es dotar a ese lenguaje común de una estética que pueda provocar conmoción en el que escucha o lee esas palabras: el poeta viste y desnuda al lenguaje, lo dota, lo enseña, lo oculta, lo asea o ensucia dependiendo de qué quiera comunicarnos. El acto de la escritura es un acto erótico donde la evidencia de la seducción está en el despojamiento o recubrimiento de ese lenguaje feliz. La imagen poética, centro de todo texto, por coloquial o llano que este pueda ser, es otra forma de erótica. La metáfora propone mundo al mundo: choca, contrasta, concilia o arrasa en pos de una idea o emoción que se desata poderoso en la palabra. Otra vez el poeta construye, como una pieza exclusiva, la unión de vocablos y sentidos que harán de las palabras simples y corrientes una expresión única e irrepetible: la imagen poética. Esta imagen (y pienso en Góngora o en Sor Juana, pero también en Neruda, García Lorca o Huidobro) es una resultante de la erótica que el poeta propone. Es su estética, su particular concepto del “objeto del deseo” que ha logrado extraer al lenguaje y a sí mismo, pero que quiere abrasar y abrazar al lector que nunca puede quedarse alejado, frío o sólo como un simple espectador.
La comunicación poética, que nada tiene que ver con la comunicación periodística, informativa o teórica, es, desde su inicio como proceso interno en el autor, un ejercicio de seducción y de erótica. Aunque las emociones e ideas puedan parecer duras, secas o abstractas, la misión del poeta es dotarlas de una electricidad única que pueda irradiar pasión, conmoción y hasta obsesión. El origen de esa comunicación, la intuición poética, juega también en la zona del deseo. La intuición y el deseo, preguntas sin respuesta, balbucean sus vocales en el espacio de lo inenarrable, del deslumbramiento, de la iluminación. Volviendo a Cernuda, la poesía intenta la conciliación entre la realidad y el deseo, entre el mundo real y la intuición de ese mundo (irreal) que el poeta lleva dentro. La poesía, el poema, el texto, puede dar cuenta de la feliz unión o la triste separación, del choque o del hermanamiento, de la similitud o de la oposición que ambos mundos, el del deseo y la intuición enfrentado al de la realidad y la existencia han producido en el espacio extraordinario que el poema propone. La resultante, el resultado, el objeto del deseo, el objeto estético, es el cuerpo del lenguaje que ha encarnado fieramente la batalla de la pasión, de la pulsión y de la idea.
Visto de esta manera el poeta puede optar entre la dicha de la unión o la frustración de la ruptura: su emoción y su pensamiento habrán de darle la clave para entender su relación con la realidad. Es en este plano – en el que puede producirse la ruptura, el divorcio, el choque - donde los autores y el público creen ver la terrible condición de aislamiento y dolor entre el poeta y el mundo. Es posible que así sea en una gran mayoría de los casos: el poeta intuye y desea algo que el mundo no tiene o le falta o aún ni siquiera imagina, por lo que su relación con la realidad puede ser dolorosa y hasta plena de mutua incomprensión. Esta es la “leyenda negra” del poeta, su terrible huerfanía, su condición de paria y de profeta, de crítico o excéntrico que, una vez más, el romanticismo instaló como idea central en la imagen que entrega el autor a la sociedad que lo rodea. Mi proposición apunta, insisto, a desdramatizar esa relación. No puede ser que creamos que siempre el poeta solloza, se duele, agoniza o está en trance de agonizar. La mirada del poeta es una mirada de fuego que galvaniza lo que ve, que lo transforma, lo carga, lo erotiza. El poeta penetra en el mundo y lo fecunda con la fuerza de la supervivencia y del amor. Plantea una nueva forma de vivir, de mirar, de habitar; su discurso es fértil (o debería siempre serlo) para criticar, re(pensar) o re(sentir), pero nunca para regresar hacia el útero materno como un ser que no nace ni es capaz de hacer nacer. El acto de la creación es un acto de vida, un acto de generosidad, de búsqueda y de hallazgo. Es, qué duda cabe, el más pleno de los actos junto al sexual. No podemos seguir viviendo en la depresión postcoital, no podemos celebrar el dolor aunque nuestro discurso se llague en las heridas del mundo. Una cosa es el texto y su fulguración de belleza, otra cosa es la actitud en el proceso de la escritura. La plenitud soberana de la palabra y su pulsión inigualable, la extraña sensación de quien ha fecundado al mundo con su voz y su energía, han de ser entendidos como procesos deslumbrantes que iluminan por sí mismos los senderos de la realidad. La poesía, ese dichoso acto entre la realidad y el deseo, entre el mundo y la intuición, habrá abierto las puertas de un nuevo siglo y un milenio nuevo con la esperanza plena en la recuperación de la emoción, con la fortaleza del pensamiento y con la certeza del hallazgo irrepetible que nunca dejará de conmovernos.
[1] Texto leído en el "IV Encuentro Internacional de Escritores de Monterrey", México, en septiembre de 1999.
LUIS CERNUDA
La escritura poética ha sido vista casi siempre como un doloroso acto donde la angustia, los fantasmas y hasta los demonios suelen salir en un intento por conciliar, hacer exorcismo o aplacar las iras de aquellas emociones y reflexiones que pesan en la conciencia del autor. Si bien esta idea está asociada al romanticismo, por lo tanto pertenece al siglo XIX más que al XX, su proyección alcanza a buena parte de los poetas de la actualidad. Pareciera que, en ese sentido, y aunque hayan mediado las vanguardias, la neovanguardia, la postvanguardia y hasta el postmodernismo, las cosas no han cambiado ni avanzado prácticamente nada. Pocos son los autores que manifiestan su alegría, su goce o su complacencia a la hora de expresarse literariamente. Sin desmerecer los “dolores del parto”, las inquietudes, inseguridades o simplemente, la angustia provocada por la transmisión de algo que proviene del interior y que se explicita hacia el exterior en forma de palabras, me parece que ha llegado el momento de plantear un nuevo enfoque y desdramatizar el proceso de la escritura poética.
No quiero con esto desechar la idea de desdoblamiento que puede conllevar un dolor natural pero soportable, lo que me interesa señalar es que la poesía debe abandonar su condición de “espacio del dolor” para transformarse en el “espacio de la dicha”, del goce, de la iluminación, del pensamiento, de la crítica y hasta del placer. No es mi intención proponer un programa a la escritura: soy un defensor acérrimo de la libertad en ella, como tampoco está en mi pensamiento “dulcificar” lo poetizado: nada de eso. La reflexión que propongo es en torno a desmitificar y dotar de un signo positivo al acto mismo de la escritura.
Aunque el tema propuesto en el poema pueda versar sobre aspectos terribles, críticos o a sentimientos de tristeza y hasta dolor, es necesario separar los orígenes propios del tema, del proceso de la escritura. Todos hemos oído la famosa frase de Yeats donde declara que la poesía es 10 por ciento inspiración y 90 por ciento transpiración: vale, pero esa transpiración como la otra, la erótica, ¿no puede ser dichosa, feliz, plena de pasión y alegría? Mi experiencia escritural de, al menos veinte años donde reconozco oficio, apunta justamente al terreno de la plenitud, del goce y de la maravilla. Si bien mi poesía puede ser catalogada como áspera, en constante lucha con la realidad y muy crítica del mundo, mi actitud vital hacia la poesía y hacia el proceso de escritura es una historia de intenso placer y satisfacciones que van desde las más modestas a las más hiperbólicas o ditirámbicas.
Pero, ¿qué papel, qué relación puede existir entre lo erótico y lo poético? No se trata de pasar revista a la poesía erótica, por cierto, pero sí, tal vez, de reflexionar sobre algunos tópicos que me parecen muy significativos.
La escritura poética es una pregunta, como el deseo, “cuya respuesta nadie sabe”, según dice Luis Cernuda. La poesía es pulsión, pasión, fuerza indomable y fiebre iluminada, perpleja, lúcida. La escritura es una manifestación del deseo que quiere romper las bardas del propio cuerpo para convertirse y/o encarnarse en la corporeidad de la palabra. Mediante erótico proceso de seducción, la idea se abre paso para enamorar a las palabras y producir el encantamiento que éstas habrán de realizar en el lector. La seducción de las palabras, del lector, del propio autor es un interminable juego de espejos voyeristas donde todos observamos y somos observados en una obsesiva retroalimentación a través del lenguaje. La poesía oscila pendularmente entre preguntas y respuestas: propone los objetos del deseo y a la vez es el objeto del deseo. No es una sublimación del deseo, no es una transformación del deseo: es el propio deseo que grita desde las palabras mismas que han gatillado la escritura y que ahora provocan al lector que, sea dicho de paso, nunca es pasivo.
La reflexión, el pensamiento, la grandeza y bajeza de nuestras emociones constituyen la materia prima del poeta que plasma, juega, ordena y hasta escenifica con las palabras que todos usamos. Su cometido es dotar a ese lenguaje común de una estética que pueda provocar conmoción en el que escucha o lee esas palabras: el poeta viste y desnuda al lenguaje, lo dota, lo enseña, lo oculta, lo asea o ensucia dependiendo de qué quiera comunicarnos. El acto de la escritura es un acto erótico donde la evidencia de la seducción está en el despojamiento o recubrimiento de ese lenguaje feliz. La imagen poética, centro de todo texto, por coloquial o llano que este pueda ser, es otra forma de erótica. La metáfora propone mundo al mundo: choca, contrasta, concilia o arrasa en pos de una idea o emoción que se desata poderoso en la palabra. Otra vez el poeta construye, como una pieza exclusiva, la unión de vocablos y sentidos que harán de las palabras simples y corrientes una expresión única e irrepetible: la imagen poética. Esta imagen (y pienso en Góngora o en Sor Juana, pero también en Neruda, García Lorca o Huidobro) es una resultante de la erótica que el poeta propone. Es su estética, su particular concepto del “objeto del deseo” que ha logrado extraer al lenguaje y a sí mismo, pero que quiere abrasar y abrazar al lector que nunca puede quedarse alejado, frío o sólo como un simple espectador.
La comunicación poética, que nada tiene que ver con la comunicación periodística, informativa o teórica, es, desde su inicio como proceso interno en el autor, un ejercicio de seducción y de erótica. Aunque las emociones e ideas puedan parecer duras, secas o abstractas, la misión del poeta es dotarlas de una electricidad única que pueda irradiar pasión, conmoción y hasta obsesión. El origen de esa comunicación, la intuición poética, juega también en la zona del deseo. La intuición y el deseo, preguntas sin respuesta, balbucean sus vocales en el espacio de lo inenarrable, del deslumbramiento, de la iluminación. Volviendo a Cernuda, la poesía intenta la conciliación entre la realidad y el deseo, entre el mundo real y la intuición de ese mundo (irreal) que el poeta lleva dentro. La poesía, el poema, el texto, puede dar cuenta de la feliz unión o la triste separación, del choque o del hermanamiento, de la similitud o de la oposición que ambos mundos, el del deseo y la intuición enfrentado al de la realidad y la existencia han producido en el espacio extraordinario que el poema propone. La resultante, el resultado, el objeto del deseo, el objeto estético, es el cuerpo del lenguaje que ha encarnado fieramente la batalla de la pasión, de la pulsión y de la idea.
Visto de esta manera el poeta puede optar entre la dicha de la unión o la frustración de la ruptura: su emoción y su pensamiento habrán de darle la clave para entender su relación con la realidad. Es en este plano – en el que puede producirse la ruptura, el divorcio, el choque - donde los autores y el público creen ver la terrible condición de aislamiento y dolor entre el poeta y el mundo. Es posible que así sea en una gran mayoría de los casos: el poeta intuye y desea algo que el mundo no tiene o le falta o aún ni siquiera imagina, por lo que su relación con la realidad puede ser dolorosa y hasta plena de mutua incomprensión. Esta es la “leyenda negra” del poeta, su terrible huerfanía, su condición de paria y de profeta, de crítico o excéntrico que, una vez más, el romanticismo instaló como idea central en la imagen que entrega el autor a la sociedad que lo rodea. Mi proposición apunta, insisto, a desdramatizar esa relación. No puede ser que creamos que siempre el poeta solloza, se duele, agoniza o está en trance de agonizar. La mirada del poeta es una mirada de fuego que galvaniza lo que ve, que lo transforma, lo carga, lo erotiza. El poeta penetra en el mundo y lo fecunda con la fuerza de la supervivencia y del amor. Plantea una nueva forma de vivir, de mirar, de habitar; su discurso es fértil (o debería siempre serlo) para criticar, re(pensar) o re(sentir), pero nunca para regresar hacia el útero materno como un ser que no nace ni es capaz de hacer nacer. El acto de la creación es un acto de vida, un acto de generosidad, de búsqueda y de hallazgo. Es, qué duda cabe, el más pleno de los actos junto al sexual. No podemos seguir viviendo en la depresión postcoital, no podemos celebrar el dolor aunque nuestro discurso se llague en las heridas del mundo. Una cosa es el texto y su fulguración de belleza, otra cosa es la actitud en el proceso de la escritura. La plenitud soberana de la palabra y su pulsión inigualable, la extraña sensación de quien ha fecundado al mundo con su voz y su energía, han de ser entendidos como procesos deslumbrantes que iluminan por sí mismos los senderos de la realidad. La poesía, ese dichoso acto entre la realidad y el deseo, entre el mundo y la intuición, habrá abierto las puertas de un nuevo siglo y un milenio nuevo con la esperanza plena en la recuperación de la emoción, con la fortaleza del pensamiento y con la certeza del hallazgo irrepetible que nunca dejará de conmovernos.
[1] Texto leído en el "IV Encuentro Internacional de Escritores de Monterrey", México, en septiembre de 1999.
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