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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

miércoles, 17 de mayo de 2006

TRAGEDIA Y COMEDIA EN EL HUMOR DE LA POESÍA


[1]

Para Alejandra Rangel,
con el infinito agradecimiento
por este Monterrey intenso.


Hablar del humor (o de la risa) en la poesía actual puede ser casi un chiste cruel. La escritura poética de nuestros días adolece de muchos males y uno de los más grandes, a mi entender, es el facilismo con que ésta tiende a mover hacia la risa, la carcajada o a la mueca cómplice del lector. Sin duda alguna, las vanguardias históricas y, posteriormente, la antipoesía de Nicanor Parra (al menos en mi país) consiguieron borrar el rictus solemne de buena parte de la poesía en ese entonces aún inmersa en el tardío romanticismo o en el triunfal modernismo decadente. Es absolutamente indispensable mostrar nuestro agradecimiento a Vicente Huidobro, a Oliverio Girondo e incluso a Jorge Luis Borges como figuras que consiguieron desterrar la imagen de la lírica como el espacio del dolor, del llanto o la agonía en buena parte de la poesía del Cono Sur. Lo mismo a Parra, quien con sus revolucionarios Poemas y Antipoemas acabó con los últimos estertores del poeta ensimismado en su torre de marfil o del otro omnívoro cantor de todo lo creado
[2].
Pero los tiempos han cambiado (¿han cambiado?) o quizás, yo quiero que estos cambien, y la poesía puede decirse que sufre la peste de la risa liviana y del chiste barato. No es que la poesía esté enferma –sería fácil proclamarlo- pero sí hay que señalar que es posible diagnosticarle una fiebre bastante perniciosa, contagiosa y hasta peligrosa (la rima es muy consciente). La moda de la antipoesía, del chiste para desorientar, o del artefacto gracioso
[3] ha persistido treinta años después de su nacimiento en buena parte de la poesía del sur del mundo. Si a eso se agrega el cultivo de una lírica insulsa, de afiche kitsh o de enamorados cursis, el panorama deja de ser divertido [4]. En este sentido, pareciera que el poeta quiere recuperar ese espacio amniótico de la felicidad tonta, olvidando donde está parado y qué pasa en el mundo donde vive.
Intentando desbrozar la maleza de este mal, es posible especular sobre algunas cosas que, me parecen deben ser tenidas en cuenta, más que como una solución salvadora (algo que no pretendo entregar en lo absoluto), como una serie de ideas y problemas que alcanzo a ver desde el ejercicio de la escritura poética.
De esta forma y como primer asunto, creo que puede pensarse en que la realidad dicta buena parte de lo que se escribe. Desde luego la poesía no es “esclava de la realidad”, pero su tono, su estilo y su temple vienen dados por lo que el poeta vive, intuye y cree de esa realidad (aceptando, desde luego, el insoslayable y gran papel que tiene la imaginación). La realidad actual no mueve a risa. Otra cosa es que queramos tapar el sol con un dedo y no ver lo que está allí, a la vuelta de la esquina. Nos han querido hacer creer que el mundo progresa vertiginosamente hacia un futuro esplendor y hacia la riqueza democrática. Falso. Ese mundo no existe, no existió, tal vez no exista nunca. Cuando más soberbios nos mostramos, cuando más creemos haber dominado la naturaleza (y no me refiero a la naturaleza humana), cuando enseñamos nuestros logros como una colección de maravillas de un dudoso museo del mal gusto, es cuando más debemos pensar en que ni las guerras, ni las pestes, ni el hambre, ni la injusticia han dejado de existir, trágicamente. La amenaza del desastre ecológico, de una guerra nuclear que puede iniciarse por egoísmos de pequeños países, del sida y del rebrote de la tuberculosis, del agujero inmenso de la capa de ozono, de la pobreza intelectual generalizada, de la estulticia como religión y de la miseria como mal que aún martiriza a buena parte de la población mundial, no son asuntos que puedan tomarse a la ligera. Y no es que alce mi voz contra el humor, pero ese humor ha de ser encaminado, a mi parecer, con el sabio consejo de la ironía. Más que una poesía de la risa prefiero otra de la sonrisa. Más que del humor, de la ironía. Creo que la ironía tiene un lugar extraordinariamente importante en la poesía del hoy –y del mañana-: la mirada inteligente (del autor, del lector) está en ese intenso parpadeo que sólo la buena ironía puede conseguir. La gran literatura del humor, pienso en Rabelais, pienso en Quevedo, pienso en Cervantes, se realiza, crece, juega con la ironía más que con el chiste barato. Si Quevedo puede ser procaz, jamás es vulgar. Su hiriente ingenio nos hace pensar, sonreír, pensar, hasta reír. El problema es que la poesía actual ha olvidado ese “pensar” que está entre la sonrisa y la risa; pareciera que el objetivo es hacer reír, reír y reír a costa del uso de las procacidades más abyectas o de un lenguaje que, con la excusa de ser “coloquialista” ha perdido la brújula y el sentido de su derrotero. Insisto, no estoy contra el humor, pero el abuso de éste puede hacer que la comedia se transforme en tragedia y que a costa de la risa el envoltorio sea más importante que el contenido (asunto más que preocupante no sólo en la literatura, sino en general en todo aquel arte que suele clasificarse como “postmodernista” y que de postmodernista solo tiene el adjetivo, pues no conoce, ni sabe por dónde ir o qué entregar). Este problema es, sin lugar a dudas, un tópico que debería considerarse a la hora de “elevar a los altares” a autores que poco o nada aportan a la intensidad del género y, digo esto, aunque el público celebre estos textos con vítores y aplausos que no salvarán a aquella poesía de envejecer tan prematuramente como el último chiste de moda.
A manera de ejemplo, es importante señalar que existen algunos autores, actuales y vivos, que ejercen la ironía con sabiduría y acierto. Entre algunos cuantos destacables puedo nombrar a Eduardo Espina de Uruguay, a Daniel Freidemberg y Daniel Somoilovich de Argentina, a Teresa Calderón y Carmen Gloria Berríos de Chile o a un buen número de jóvenes poetas de las últimas promociones de mi país. Estos autores han huido de lo vulgar, de lo tonto, de lo cómico para internarse en lo agridulce de la ironía, de la discusión, del diálogo que busca un lector inteligente que no siempre es capaz de asentir, aunque sonría –sin guiños prefabricados- ante la agudeza y la crítica que le provoca esta poesía. Esto comprueba, a todas luces, que no necesariamente debe regresarse a un tono trágico o solemne, sino que, perfectamente, pueden coexistir una poesía de lo irónico junto a una poesía de lo dramático. En esa misma línea la idea de lo cómico, de la comedia, de lo humorístico nunca ha dejado su condición de género menor cuando sólo apela a la carcajada. El gran salto hacia el género mayor lo da, precisamente, el uso de la ironía, pero de una ironía, como dije, adobada por la crítica.
Ahí está entonces el sentido último que, en segunda instancia, me parece debe considerarse a la hora de la utilización de la ironía: la crítica. No puedo entender una poesía autocomplaciente, satisfecha, obesa de sí misma y del mundo. Por el contrario, creo que, si existe alguna pista sobre lo que el poeta ha de hacer, o, mejor, proponer en el ejercicio poético, es, justamente mover a la reflexión y a la conmoción a través de la relativización de su entorno, de su mundo, de su tiempo. Pobre de la poesía que sólo disfraza, maquilla o se mimetiza con lo que, ya más que comprobado, hace fácil el camino al lector. Y no se trata de complicar el asunto, no. Se trata de proponer con la inteligencia y de conmover con la pasión aquello que parece dormido, o muerto u olvidado. Creer que los lectores son todos idiotas es elevar a la categoría de sublime la idiotez del que lo cree. Los mejores lectores son aquellos que se sienten desafiados, seducidos o atrapados en la fina malla de ideas y emociones que la buena poesía es capaz de desplegar ante los vivos ojos de aquel que quiere o no quiere creer lo que está leyendo.
Si se ha de construir un universo poético con la fuerza de la ironía, ésta debe acompañarse con la reflexión, primero, la especulación, después, y con la proposición (al final) de lo que el poeta piensa debe mirarse desde otro punto de vista en el vasto territorio de la poesía. El mundo dejó de ser el espacio del asombro (aunque a veces puede asombrar hasta al más incrédulo) para transformarse en el ámbito de los desastres (al menos así lo veo yo). Por supuesto, ningún poeta quiere que sus lectores acaben con una depresión incurable o, peor, en el definitivo suicidio, pero no puedo entender una poesía que rehuya los temas más importantes e inmediatos en pos de una mirada light que todo lo banaliza. La poesía, a mi entender, debe ser, hoy por hoy, uno de los últimos reductos (y casi el único) donde nadie teme a la fuerza de las emociones o a la fuerza del pensamiento. Que no sea responsabilidad del poeta hacer creer que hemos llegado a la maravilla prodigiosa de la utopía concluida. Por ningún motivo. Como el mundo no ha acabado (y es de esperar que no acabe, al menos, pronto) la poesía siempre tendrá motivos para dialogar sobre lo presente, imaginar sobre lo futuro, cuestionar el pasado y lo por venir y proponer visiones diferentes que huyan siempre de la concesión o de las prebendas que una buena carcajada puede obtener del poder y de sus defensores. La mayor subversión es aquella que nos hace crear universos distintos, realidades desconocidas, mundos inexplorados. La carcajada es sólo un acto reflejo que no logra plasmar más que el estentóreo ruido de un mundo colapsado por la contaminación acústica. La ironía, la crítica, el verdadero humor (entendiendo que existen buenos y malos humores) radica en el espacio del silencio o del canto verdadero que busca la armonía. Como diría el gran Juan Ramón Jiménez refiriéndose a la poesía y a su relación con la realidad más evidente: “el estrépito encoje el canto agranda”. Que la poesía, víctima de esta “peste pasajera”, no sucumba ante el delirio febril de la estulticia, de la superficialidad, del falso humor de los hipnotizadores de turno.


[1] Texto leído en el “Quinto Encuentro de Escritores de Monterrey”, Monterrey, México, septiembre de 2000.
[2] Me refiero esencialmente a aquellos seguidores de una vanguardia a ultranza, de la cual sólo leían la frase huidobreana “el poeta es un pequeño dios” o de aquellos que veían en el fervor acumulativo y adánico de Neruda la alternativa para hacer una poesía profética y hasta casi religiosa.
[3] Claramente me refiero a la antipoesía. No a Parra, quien halló su camino recorriéndolo acertadamente, sino a sus trasnochados seguidores que han “infectado” el panorama de la lírica en Chile, Argentina y otros países de Sudamérica.
[4] La alusión es clara a una buena parte de la poesía de Mario Benedetti y sus seguidores.

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