De”Poema decente”
Juan Eduardo Díaz
Ediciones Caronte,
2016. Valparaíso. 142 p.
El loco Paul, fue
uno de los habitantes más conocidos y el más querido del barrio donde crecí.
Era un hombre grande, feo de rostro, con unas cejas muy gruesas, pelo chuso,
moreno de cutis, maltratado de forma cruel por el acné adolescente y otras
marcas en su rostro como la varicela. De niño, fue criado a medias por su
adorada madre, y digo a medias porque ella estuvo ausente por su trabajo en una
casa particular. Con esto lograba vestir y alimentar a su único hijo, procuraba
hacer de él un niño feliz, pero solo. Sin padre conocido; hay muchas
especulaciones al respecto, pero nada claro sobre esa figura inexistente y de
la cual él nunca expresó sentimientos ni aprensiones de ningún tipo.
El chiquillo era
callejero, amigo de cada uno de los feriantes que se instalaban en la avenida.
Con el tiempo a ellos los consideró como su segunda gran familia; a veces
trabajaba de puro gusto y sólo por ayudar, también para no estar tan solo.
A los trece años un borracho del sector lo violó, él mismo acusó el
ultraje, pero dejó apremiantes y profundas lesiones en su alma; este hecho de
algún modo lo convirtió en un celoso guardián de los niños del barrio.
Su vida entera la
pasó en la casa más bella del sector, con el jardín de flores más colorido y
más bello que pudo existir nunca. Podía estar todo el día en estas labores
decorativas y jardineras. Bautizó a cada una de sus rosas con nombres de
vedettes chilenas de los 70.
―Esta es la Maggie
Lay, aquella es la Wendy, esa del rincón es la Yamal, la del ladito es la Manon
Duncan, la de acá es la Bibí Ubilla, la de al ladito es la rosita Salaberry, la
que sigue es la Martita Erices, esta chiquitita es la Fresia Soto, ¡uy! tengo a
todas las chiquillas en mi jardín ―decía orgulloso.
Nosotros siempre
supimos que eso de estar todo el tiempo en su edén privado lo hacía para
cuidarnos. Expresaba ser una de las siete Vivians
de Henry Darger; nunca entendí eso cuando lo
decía, tampoco mis amigos más grandes, ni el resto de los niños.
A punta de
escobazos correteaba a quien tuviera la mala ocurrencia de mirar por más de
treinta segundos a cualquiera de los que jugábamos en la calle.
―Y a voh qué te
pasa, por qué la mirái tanto a la cabra?, ya circula, circula, si no querí que
te agarre a escobazo aquí mismo ―era lo que decía y repetía más de una vez al
día.
En una oportunidad le llamó la atención a mi mamá.
―Oiga, ¿y a usted
cómo se le ocurre mandar a comprar solos a los niños y tan lejos?, ¿acaso no
sabe que allá afuera está lleno de hueones depravados?, ¿o se le olvidó lo que
me pasó a mí a esa misma edad? ―enrostraba muy enojado no sólo a mi mamá, sino
que a cualquier señora que osara descuidar un sólo minuto a sus hijos.
El Paul conocía a
cada uno de los niños, sabía de cada nacimiento, cada nueva madre adolescente,
el sufrimiento de estas, y en detalle la vida de todas las mamás solteras del entorno.
Lidiaba con las penas de las solteronas sin crías, las viudas depresivas y las
separadas aguerridas. Todas las tragedias del barrio las sufría como propias,
en cierto modo le pertenecían.
―Debió ser
escritor, Norberto, como tú.
―Yo no soy
escritor, hombre, soy poeta.
―No sé por qué no
lo fue, de verdad no lo entiendo, pudo narrar todas esas historias que nos
contaba.
Con gracia, el
Paul completaba las copuchas a medias, de tal o cual víctima de infidelidades,
del machismo alcohólico, bruto, de comedia mexicana, decía él. Siempre atinaba
en sus finales, lo mismo con las teleseries.
―Yo se los dije
―indicaba mientras encendía jactancioso un cigarrillo y luego de confirmarse
cada una de sus teorías y aciertos.
Pienso que él
debió escribir un libro, una novela, o varias novelas, muchos libros, y ser
famoso y que la gente al encontrarlo en la calle le pidiera tomarse fotos con
él, y que lo quieran tanto como nosotros lo quisimos, y ser amigo del Pedro y
del Pancho, y salir a leer sus libros con la Carmen y caminar con ella del
brazo por Isla Negra y Las Cruces.
Cuando de noche
llegaban los milicos, él tomaba una silla y ahí sentado frente a su casa
comenzaba a fumar, cuidando que ninguno de sus pollos, como nos llamaba, se
asomara siquiera por las ventanas. Junto a él ubicaba su escoba, en un piso
dejaba una linterna y un platillo con limones. Tanto era su cuidado que no
permitía por nada del mundo, que ninguno de nosotros se fuera a meter a las
fogatas que hacían los cabros más grandes en la esquina de nuestra calle. Y
¡ay! del que viera durante el día acarreando neumáticos o palos, porque de un
ala o de una oreja se lo llevaba a su respectiva casa, regañando de pasada a la
incauta procreadora de tal engendro, como también nos decía a veces.
Hay un tiempo en
que no nos damos cuenta, pero la gente envejece, lo mismo que los barrios, el
paisaje cambia, los árboles crecen, algunas fachadas se descoloran, los
jardines con poco tiempo de descuido se llenan de maleza, lo niños en algún
momento dejan de serlo y los caminos vitales se trazan implacables.
El loco Paul ya no
se asoma a velar nuestras eternas pichangas de las tardes, ni los pitucos tecitos
con muñecas de mis vecinas. Esas imágenes se han vuelto una acuarela húmeda y
borrosa, abandonada en un jardín también olvidado. Cuando he vuelto al barrio
he notado que los niños ya no están, él también se fue. No sé dónde, nadie lo
sabe.
A Guillermo Rivera
Hace tiempo
que mi computador se comportaba de manera extraña, debía encenderlo y no mirar
la pantalla, era como si tuviera vida propia, como si sufriera de una extraña
timidez. Padecía de un virus que denominé “síndrome de pusilanimidad”.
Para que lograr encenderlo
debía ignorarlo y simular que no lo observaba. Del mismo modo hacía con una amiga,
que en la confianza de ese título solía quedarse de vez en cuando en la
precaria caverna que era mi hogar.
En una oportunidad
ella tomó asiento en la cama. Este era el único lugar en que se podía por mi
austero estilo de vida. Justo detrás de mí. Yo me encontraba perdido en la
escritura, en mi libreta de notas, en los papelitos sueltos y en los recortes
de diario que subrayaba.
El silencio de más
de uno me provoca algo de incomodidad. Porque no es lógico el silencio que se
produce entre más de una persona en el mismo lugar. Con el mío no tengo
problemas, lo prefiero, me acomoda y a veces hasta me gusta.
Continué en la
magia de mis transcripciones. Me volteé y ella sólo me observó. En ese momento
sonrió. Le resultó la provocación, pensé. Ella sabía eso de mi inquietud por el
silencio de a dos.
Ya que tenía mi
atención, comenzó a quitarse la ropa como cuando uno se va a acostar en su
propia cama. Pero rara ella, no quería sentir que estaba a la mira. Que me
diera vuelta, dijo, que fuera al baño o a la cocina, que hiciera café o té, que
siguiera escribiendo, que me acercara a mis libros, que me distrajera en
cualquier cosa, pero que de ningún modo la observara.
Y ahí se presentó
uno de los cientos de misterios de la humanidad en este género. ¿Por qué
buscaría la atención si no quería que la mirara?
Mi computador
sufría de un retraimiento parecido al de esta chica. Entonces, me decidí por el
café y me dirigí a la cocina. Lo que tardé en encontrar el tarrito del
instantáneo y el azucarero, más la preparación del cargado elixir, ella ya se
había despojado de sus prendas mayores.
―Tres cucharadas
de azúcar― me indicó, metida ya entre mis sábanas. Estaba lista. El computador
me comunicaba también que estaba ok, pero con un mensaje menos cordial, un
tanto frío, diría yo: “scandisk, el pc se ha apagado de forma inapropiada, está
buscando errores, ¿desea continuar con la revisión?” Yo me senté frente a él,
como Hahn en Iowa City, me vi en el reflejo de la pantalla con mi taza de café
vaporoso. Aparenté no prestarle atención y antes del primer sorbo ignoré el
mensaje con un clic rápido en cancelar.
Encendí entonces una
varita aromática, busqué en mi anaquel de libros, cerca de las antologías de
los franceses, mis cigarrillos. La chica entre mis sábanas con voz de niña
mimada me pidió que no fumara, que no cree que sea sano que yo fumara tanto,
que además a ella le hacía mal. Pero ese mensaje también lo ignoré.
El computador al
fin encendió. Me fui directo a la carpeta donde tengo las oraciones y versos
sueltos. Seguido, a la libreta de notas, donde registro la recolección de esta
y otras jornadas de delinquir. Si es que bien se puede considerar como
delincuencia el apropiarse del lenguaje de otros, de las voces, de esas frases
que a nadie sirven y que nadie reclamará como de su propiedad. Porque simplemente
nadie las recuerda, porque sueltas y al aire nadie las entiende. Porque la
gente ni siquiera sabe que las pensaron y mucho menos que han sido evocadas por
el particular lenguaje chileno.
Una recolección
obtenida de tanto vagar desde los por ahí hasta los por acá de esta ciudad.
Como una labor de reciclaje. Con estos restos, con estas sobras de la gente,
inicio mi trabajo y me entrego a la fría y cotidiana esperanza de componer
algún día uno o dos poemas más o menos decentes.
La chica insistió
con lo del humo y yo en lo de ignorarla. Minutos más tarde abrí la única
ventana del lugar para limpiar un poco el aire, pero varios minutos después.
Así no le daba espacio a que se entusiasmara y pensara luego que lo hacía por
su adorable petición. Aunque ella contenta me dio las gracias y me regaló otra
vez sus dientes en una sonrisa. Yo hice también una mueca parecida a la de ella
y por supuesto no le obsequié nada.
Le expliqué —no sé
por qué— que lo del incienso y lo de abrir la ventana lo hacía cada vez que
estaba trabajando. Algo así como un ritual, una especie de ceremonia, un culto.
Con la varilla de
incienso atraigo a las fantasmagóricas musas que moran bajo la corteza de los
álamos, de los aromáticos pinos y eucaliptos que existen por el entorno. De
este modo ellas encantadas se asoman por la ventana y entran a mi cuarto. Al
verme inmóvil frente a la página en blanco, estas musas, que parecen hadas y
quizá lo son, comienzan a susurrarme ciertas palabras sueltas y algunos versos
al oído. Estos son los que muy pronto y junto a los retazos que he recolectado
por mi cuenta formarán mi gran obra poética que, bueno, tú nunca entendiste ni
lograrás entender.
La chica me miró
con la misma perspicacia y la misma atención que me prestaría uno de mis
zapatos, y volvió a sonreír. Yo me acerqué, y sólo por esta única vez, le
obsequié un beso en la frente, y le dije:
—¿Ves que no lo
entiendes?—Ella feliz insistió en su sonrisa.
―Escribidor ―me
habló un día un conocido de las plumas literarias de San Antonio. El mismo que
llama poetisos a mis colegas del oficio―, una de las posibilidades podría ser
cortarse las venas, darse un tiro en la sien o en el pecho, garabatear de
memoria los últimos dos versos con la propia sangre y hasta el minuto final
renegar con duda de Dios.
―Todo eso sería
circense y rimbombante ―respondí.
―Imagínate,
culminar la gran obra chilena sonriéndole a la parca, ebrio y poeta, con una
luz cenital que muestre al respetable la aureola carmín que corona el
espectáculo en el piso. Es lamentable, amigo, que estas opciones ya fueran
manoseadas y apropiadas por algunos de mis preferidos románticos.
―Lo sé y no me
importa ―dije.
―Cómo dejar de
pensar en Goethe, cuando puso de moda el suicidio en una época gloriosa de la
humanidad.
―Eso también lo sé
―insistí.
―¿Conoces a Molière,
Kafka, Camus? Norberto, deberías leer a los europeos.
―Sí, he leído a
alguno de ellos.
―Entonces puede
que resulte, por ejemplo, asesinar a tu propia madre de pena, porque está
convencida que has muerto en una guerra que ella misma ha imaginado.
―¡Qué estás
diciendo!
―Que
definitivamente el Santo Padre no vendrá a detener el odio entre argentinos,
chilenos, peruanos, bolivianos y el resto de los países de este lado de
América; y eso la atormentará.
―Estás loco.
―Quizá puedas
acabar con ella de lejanía, al verse sola en el patio esperando a su madre que
la venga a recoger; porque teme a las abejas que le zumban en las orejas, le
asustan las cuncunas peludas de la primavera y los saltamontes, y el chuncho
que la llama por las noches.
―Alguien le dijo
que era mala suerte oír al chuncho y eso le aterra, ¿cómo lo sabes tú?
―pregunté.
―Morirla de
demencia, al descubrir de una vez por todas al duende que le esconde las llaves
y los servicios metálicos de la cocina; y también por conocer los colores de la
flor de la higuera que está al fondo del patio y alegrarse a veces por no
llamarse Juana.
―¡¿Por qué
morirla?!
―Quizá mi amigo,
sea mejor asesinarla de soledad, suena mucho mejor, para que conozca ese frío
de aquí en el pecho, cuando todos se han ido, y así vuelva a sentir una a una
estas muertes de la vida por cada cumpleaños de sus fantasmas que sabe de
memoria.
―Ella ya vive sola
y no le importa.
―Puedes también, y
por qué no, de manera grandilocuente destronar a tu padre con un lápiz filoso y
una letra, un lenguaje brutal que lo desconozca y lo destruya justicieramente.
―A mi padre no le
importa lo que hago.
―A lo mejor
debieras visitar una vez al año un par de lápidas en el cementerio parroquial
de la aldea y adornarlas con claveles, flores castigadas al sepelio nacional,
como si fueran ellos los desconocidos progenitores que nunca quisiste.
―¿Sabes qué?
mientras estoy de cabeza en esta inutilidad de la escritura, se me ocurre que
ellos, mis padres, también alejados piensan una vez al mes en el retoño que
vive distante de la tierra, cerca del cielo y frente al mar.
―Aquí no
comparecerá la poesía, Norberto, aunque las musas te hagan llorar de
desconocimiento, de ira o de verdadera pena.
―Pronto la
parentela olvidará todo eso de la escritura de poemas, es evidente, tú mismo me
lo dijiste.
―¿No lo entiendes?
basta con saber que siempre hay un minuto de la vida en que la identidad se
pierde en el abandono, de ahí es para siempre.
―Aunque sea de
momento, soy el que no le teme a las palabras que recuerdan la expiración en
solitario; un escribidor de poemas amalditado, enfermo desde la raíz, a modo de
cáncer, de sensibilidad.
―Pero, Norberto…
―Hasta los huesos,
hasta la médula gangrena, como la enredadera porfiada, flor del jazmín, vestidito
blanco. Y creo que jamás escribiré en azul, porque este color da duro en el
cuerpo, ferroso como una apaleadura, como lacrimógena, como ollas y ruido, como
noche; da duro en la memoria, como a 80s.
―Este es el
instante, amigo, el centro, la creación siempre está en el centro.
―Tú no eres mi
amigo; los pasos van de pronto sugiriendo en el espacio que faltó, porque la
quietud fue sólo la del seno de mi madre, medida incapaz de la que pudiera
separarme.
―Es que Eleonor
jamás lo supo, dices que no sería la musa porque sí del estudiante en busca de
un nunca más en la vida.
―Tú en el futuro
me preguntarás quién es Eleonor y saldrás a la calle en su búsqueda, y le
preguntarás a la muchacha del quiosco de diarios, y de pronto sentirás un miedo
atroz, porque sabrás de sobra que se acerca la catástrofe; el asesinato
parental como de tv.
―Espera un minuto,
Norberto…
―Como una metáfora
simplona, como cuando uno tira al aire un nombre al azar para escribir un
cuento romántico o un poema de amor, y luego te sientas a inventarle una historia
bellísima pero a medias; con cabos sueltos que desconsuelan y aturden a mis
amigos que también escriben. Hasta que se cuela por la ventana un pájaro
oscuro, y todo se va al carajo, porque en la desconcentración la bulliciosa ave
se roba ese poema decente que debía ser de amor, que debía ser para Eleonor.
―Tienes razón
―dijo y luego tomó una revista del TV cable―; ¿sabes? en la televisión descubrí
que los espantapájaros son amigos traidores de las aves habladoras y conocen
los secretos y cada nombre que los muertos se llevan al sepulcro.
―Ya no me importa
―respondí.
Visité al hombre
del barrio El Vaticano, hace ya muchos años. Lo había hecho en otras ocasiones,
pero sólo me atendía poco rato en la puerta de su casa. En una de esas visitas
me preguntó si conocía a Shakespeare y sin que yo respondiera siquiera se lanzó
a la declamación:
WHEN, in disgrace with
fortune and men's eyes,
I all alone beweep my
outcast state
And trouble deaf heaven
with my bootless cries
And look upon myself and
curse my fate,
Wishing me like to one more
rich in hope,
Featured
like him, like him with friends possess'd,
Desiring this man's art and
that man's scope,
With what I most enjoy
contented least;
Yet in these thoughts
myself almost despising,
Haply I think on thee, and
then my state,
Like to the lark at break
of day arising
From sullen earth, sings
hymns at heaven's gate;
For
thy sweet love remember'd such wealth brings
That
then I scorn to change my state with kings.
Todo de memoria y
en lo que mi ignorancia creía un inglés que se oía bastante bien. Por supuesto
no entendía nada de lo que recitaba pero sí me quedó el primer verso que traté
de memorizar para luego buscarlo y entender el mensaje.
En las siguientes visitas fue más o menos lo mismo, siempre en la
puerta, como quien recibe a los testigos de Jehová. Él me conversaba un rato de
cualquier cosa sobre el poeta inglés, casi siempre citando algún fragmento de
los sonetos.
Este hombre nunca
supo quién era, aunque a veces me quedaba la duda de eso.
―Ya mi amigo un
agrado conversar con usted, se puso helado, gracias por la visita ―se despedía
y se entraba no sin antes preguntarme―; oiga y cuál es su nombre y su número de
teléfono para ver si en una de esas para la próxima le encargo algo de Valpo.
De agrado le daba una vez más mis datos, los que anotaba en un papelito
que sacaba de uno de sus bolsillos y un lápiz que yo mismo le facilitaba, luego
de ello me retiraba del lugar.
La última vez que
lo visité me preguntó de dónde venía, le dije que de Valpo.
―Ah pero si es
usted mi amigo magnate de Valpo, adelante por favor, a mi casa solo entran
personas importantes ―decía como si me conociera de toda la vida.
Yo había hecho la tarea y de memoria comencé a recitar:
Cuando en
desgracia de hombres y fortuna
lamento mi
abandono sin testigo
y al cielo mi
clamor inoportuna
y a mi estrella la
enfrento y la maldigo;
queriendo ser más
rico en esperanza
como el que es más
apuesto y talentoso,
como el que amigos
o poder alcanza
menos contento con
lo que más gozo;
no obstante que el
desprecio me desdora
si pienso por azar
en ti, mi estado,
cual despega la
alondra por la aurora
himnos proclama al
celestial estrado.
Tu recuerdo es valor de tal cuantía
que con los reyes no lo trocaría.
El hombre tomó
asiento y escuchó con mucha atención el soneto. Cuando acabé con mi histriónica
y calmada exposición hice un gesto con las cejas para conocer alguna opinión,
pero él no decía nada. Pensé que quizá su memoria lo habría engañado, al punto
de olvidar por completo ese poema. Mientras insistía en su silencio, como
repasando de memoria el texto. Convencido que no le gustó, tomé asiento y me
puse a ojear una revista literaria muy antigua que había por ahí.
―Oiga amigo, usted
conoce a Shakespeare? ―consultó.
―Claro que sí,
cómo no lo voy a conocer ―respondí extrañado por la pregunta.
―En Valpo no
conocen a Shakespeare, no tienen idea de quién mierda es este tremendo poeta.
―No crea, si allá
hay mucha gente que lo conoce ―insistí.
―Ja ja ja, no
mienta amigo, en Valpo la rayan sólo con Cervantes, les fascina El Quijote.
―Bueno, a mí me
gusta mucho El Quijote, es un libro que he leído más de una vez, creo que como
cinco veces y no me arrepiento de hacerlo, es más creo que lo volvería a leer ―dije.
―Ve, puro Cervantes, Cervantes y Cervantes ―repetía irritado― no se dan
cuenta que todo Valpo es Shakespeare, por todos lados, el adoquín de las
calles, el puerto y cada uno de sus barcos, la pobreza miserable de la gente,
la arquitectura fascinante, las casas son todas Shakespeare.
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