SOBRE EL
PASADO QUE NUNCA TERMINA DE OCURRIR,
novela de
Aníbal Ricci
por Juan Mihovilovich
La lectura de este libro de relatos que conforman una suerte de novela encubierta, se desplaza por tres ejes fundamentales: Incubación, adolescencia y esquizofrenia. La particularidad de cada segmento aisladamente considerado estriba en que constituye una unidad secuencial, una ilación preestablecida que apunta hacia un desenlace intuido en las primeras etapas del personaje-narrador.
Las historias rearman a cada instante la
esencialidad de la línea argumental: el individuo, en cualquiera de sus etapas
de desarrollo, se aferra a una sospechosa singularidad: el tiempo es una
especie de fantasmagoría que lo obliga a ejercer el rol de un destino aciago,
como si fuera un títere movido por su propia incapacidad de sortearlo, un ser
cautivo sin redención posible, atrapado en sus miedos enfermizos, en sus fobias
angustiantes, en su universo delirante al que ha accedido sin plena voluntad,
como arrojado al basural del mundo por fuerzas antagónicas existentes al
interior de una mente descontrolada -su propia mente- la que da un retrato de
fuga sicogénica ya definido por el cineasta David Lynch y que no es más que el
trastorno manifestado cuando se hace algo tan terrible que más tarde se torna
imposible vivir con ello.
Luego, el personaje central no hace otra cosa que
disgregarse en el submundo de su propia conciencia individual, aherrojado al
martirio de los días y las noches, subsumido en la incoherencia de una naturaleza
inhóspita, desenfrenada e inconsistente, que lo manipula por dentro y lo
extravía en los placeres físicos y carnales. Los deseos libidinosos
asfixiantes, la deplorable dependencia de la droga a la que acude como vías de
un escape imposible lo convierten en un ser difuminado en sus torpes y
angustiosos anhelos por salir de las profundidades, de ese detrito abisal al
que ha caído cual ángel expulsado del paraíso y que sólo atina a deambular sin
sentido por los infernales vericuetos humanos.
En la medida que su pasión se va extinguiendo los
recursos inmediatos que lo sustentan, sea el trabajo, el amor casual, los
placeres efímeros, la necesidad de un dinero que escurre, el extravío familiar,
los constantes fracasos con el sexo opuesto, las relaciones que se esfuman
carentes de sentido, en fin, el despilfarro de una juventud que se escurre
irremediable, el personaje, mimetizado en la variedad de historias narradas se
ahoga en ellas, se diluye en un pozo inextricable del que pareciera imposible
la redención y donde «la escotilla» que pudiera abrirse para recobrar la
respiración surge como una virtual lápida mortuoria.
En esta sucesión uniforme, los relatos pasan de una
incubación primaria, con claras descripciones familiares e incipientes juegos
infantiles hacia un suceso relevante que se deja entrever como «la caída» del
personaje-niño en «esa especie de atajo» al que es llevado por un adulto
desconocido que lo envenenará física y espiritualmente para siempre. Y a pesar
de ello, las ansias de vivir serán un acicate para el desarrollo primerizo:
intentará desentrañar el mundo adyacente y el personal ingresando a una
adolescencia que mezclará los atributos inherentes a la edad y el inefable
descubrimiento de la sexualidad con una pasión absorbente y definitiva: el
cine.
De ahí que varias de las narraciones sean títulos
homónimos de cintas que lo han influenciado: Espartaco, representa una
notable simbiosis en que el filme de Stanley Kubrick envuelve al mismo tiempo
una fuerte relación erótica que transforma la pasión carnal en una alegoría por
la libertad, mientras en la pantalla, el héroe mítico, atravesado por el dolor,
confía en el fruto con que será sucedido. Terciopelo Azul, de David
Lynch, una cinta inmersa en las extrañas atmósferas del afamado director que se
contrapone a la sutileza conceptual de una de las mujeres del protagonista de
esta obra, que considera con cierta ingenuidad que el amor ha de ser idílico y
no preso de redes sórdidas.
Después deviene ineluctable el período coincidente
con el derrumbe final: esquizofrenia. Y no obstante aquello su lucidez temporal
lo llevará a dilucidar espacios vedados al ojo común. Su ocasional tránsito
laboral da pábulo para evidenciar nítidamente los manejos ocultos de una
sociedad decadente donde el sujeto circunstancialmente acomodaticio intenta
sobrevivir como cualquier hijo de vecino. Sólo que el «tumor maligno» que se
entroniza en su cerebro no deja sitio incólume. Tal como lo sustenta en Día
de San Valentín, el chip de la felicidad está ya profundamente dañado por
una psicosis creciente mediatizada con raras voces altisonantes, con seres
difusos que lo acosan, con recelos que lo empujan al despeñadero obnubilando su
angustiosa necesidad de salvación. Y en ese perpetuo martirio de las noches,
procura acudir a la conocida cita de Sabina Spielrein rescatada por Carl Jung:
«la sexualidad verdadera aniquila al ego». Claro que a esas alturas es una
simple frase de utilería: «el miedo lleva a la ira, la ira al odio y el odio al
sufrimiento». Hasta para el pueblo mapuche, señalará con sorna, la sexualidad
de los locos es prohibitiva, un pecado en su cosmovisión. Por ello remarcará
con ironía que la frase inicial fue un desatino; lo que debió decir Spielrein
es que «el tiempo aniquila al ego».
Terminará con efímeros manoteos existenciales,
vivenciando uno que otro déjà-vu, aspirando El color de la felicidad, en
la apologética figura de un Dios sin nombre ni rostro, donde Jesús es visto por
su extravío hablándole a los apóstoles, para quedarse aferrado a una artrosis
galopante que vislumbra un futuro aterrorizante donde la soledad es la antesala
de los recuerdos perdidos.
Aníbal Ricci, ha reconstruido de manera notable un
universo sustentado en una esquizofrenia personal como pretexto forzado para
desenmascarar la abyección del mundo en que el personaje disfrazado y
disgregado nace, se desarrolla y procura sobrevivir amparado en una desolación
que el escritor que lleva a cuestas no puede superar, a pesar de sus intentos,
de sus esfuerzos denodados, a pesar de sus desvíos decadentes y que tenazmente
lo esclavizan a sus propias palabras: las que fluyen en medio de esta ecuménica
pesadilla sistémica donde el amor, la solidaridad y el afecto verdaderos
brillan por su ausencia.
Tal vez, el único sueño que le queda sea «conducir
más rápido para llegar al final de la carretera».
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