La publicidad aísla a Daniel de las intolerables voces, pero el precio será altísimo. Coca–Cola no es el color de la felicidad, si fuera cierto no andaría muerto de miedo bajando y subiendo por los andenes. Eslóganes se interponen en cada pensamiento, privándolo de libertad y sustituyendo su imaginación por frases seriadas. Interesa que adquiera productos importados, da lo mismo si son necesarios. El país dejó de producir bienes y los reemplazó por acciones bursátiles, mejor el anonimato de la compraventa y pasar inadvertido en la fila del supermercado. Daniel desliza la tarjeta de crédito por la banda y pulsa un número secreto. Su vida es una seguidilla de esas operaciones y nada detendrá esta competencia sin límites. Se endeuda sin prestar atención a los ingresos. La única industria que se mueve es la del dinero plástico. Le venden dinero cuando cree comprar bienes y terminará pagando intereses. Cientos de personas recurren a las tarjetas para acelerar deseos inmediatos y fomentar impulsos que nada tienen que ver con la razón. Los obreros venden chocolates y agua mineral en el Metro. Las cifras económicas hablan del milagro en tanto los buses y carros se colman de vendedores ambulantes. Deje bajar antes de subir, estos tres artículos por mil pesos, los bancos prestan dinero que no existe, mientras usted no traspase la línea amarilla. Se ha producido una invasión en las vías y tras la interrupción del suministro eléctrico se escuchan infinidad de voces por los parlantes de la estación Puente Alto. Esta dimensión no ofrece diferencias entre religión y publicidad, son ideas repetidas en el aire que pretenden lograr sumisión por parte de los usuarios. A los pies de la estación se venden audífonos, los inmigrantes son los nuevos promotores del consumismo. Daniel desciende en la estación Trinidad donde los Testigos de Jehová insisten en la salvación del hombre. Las ideas son confusas y por el momento prefiere escapar del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
John Wayne levanta un travesti en la esquina virtual. El sueño del lejano oeste es alquilar una habitación y penetrarlo sin compasión. Siempre una versión diferente de la misma historia que sube y baja de las estaciones del tren subterráneo. Se abren las puertas automáticas y detrás se desnuda, primero Ámbar luego Raven, representan a una mujer voluptuosa que satisface deseos con distintos rostros, la publicidad no es engañosa si en el fondo conoces la verdad. El pasado es confuso, su continuidad está colmada de vacíos y saltos temporales. Este macho–hembra le recordó a Victoria recogiendo los espejos rotos que lo hicieron soñar de nuevo. Daniel fue feliz a partir de ese viaje a la montaña, le habló de novelas, de su pasión por el cine. Lo empujó a hacerse parte de los tiempos mejores, ahora Wayne recuerda el pasado entendiendo que su época se ha extinguido. Sólo es un vaquero que vive dentro de una quimera del ciberespacio. Desconecta los diodos de su cabeza y los senos del travesti se funden con las imágenes que provienen de la pantalla del Complejo Antártico. El diálogo sin respuestas permaneció fresco en su memoria.
–Hechizas con tu estampa de mujer.
–Soy tu admirador.
–Me gusta tu poder.
–Me gusta ser gobernado por el miedo.
–No temo a tus encantos.
–Tengo miedo de que me atrapen persiguiendo una ilusión.
Daniel se levanta del cubículo y enfrenta la intemperie, prefiere el artificio que perdurará en su memoria del día siguiente. Le gusta su personaje de realidad virtual. Vuelve a colocarse los diodos y se convierte en John Wayne. El actor murió hace años, pero las emociones reviven con sus aventuras. Son imágenes que han sobrevivido en el tiempo. Sensaciones de su mente que en verdad no existen. A Daniel le gusta imaginarse como un ser humano con implantes cerebrales. La habitación representa un lugar confortable, mientras el porno replica monólogos que se suceden hasta el infinito.
–Soy un personaje y un actor fetiche.
–No pertenezco al mundo de tus películas.
–Prefiero ir al cine para entender lo que no siento.
–No soy director, pero me veo cómodamente sentado.
–Me gusta la oscuridad.
–Observo imágenes desde la butaca de una sala vacía.
Wayne no parecía un actor muy versátil, por eso Daniel se ha refugiado en el motel. El velador y la cama le resultan familiares. Daniel ha tomado el control y maneja su propio destino.
–Este mundo es mi creación.
–Filmo cada uno de los planos de esta historia.
–Eres el travesti que estoy penetrando, ya no puedes cambiar de nombre.
–El cine es mi mundo.
–Yo soy tu creador.
–Soy yo el que permite tus recuerdos.
El carácter cíclico de los destinos humanos presupone la existencia de infinitas dimensiones. La colombiana regresa a la barra y su ropa fluorescente parece una señal. La misma historia consta de infinitos detalles capaces de un número aún más infinito de combinaciones. Los inmigrantes entienden el universo de las necesidades y satisfacen a los clientes que en ningún caso son blancas palomas. La ecuatoriana es mucho más atrevida y hace sexo oral frente al espejo. Los ilimitados tiempos fluyen uno en el otro, hasta cuando el infinito se convierte en eternidad. Daniel ahora es viejo y la artrosis lo está matando. No es casualidad que frente a la iglesia haya un letrero de Coca–Cola. Sin memoria no se puede imaginar una vida diferente. Coca–Cola es una fantasía que promete más amigos y romances, su publicidad simplemente invita a permanecer por siempre joven. Daniel se arrodilla ante el altar para optar esta vez por la vida eterna. El color de la felicidad no se diferencia demasiado del Padre Nuestro, son oraciones repetidas como un mantra con el objeto de apartarse del dolor. El placer de acostarse con una mujer que habla otra lengua es un evento que se anidará en su memoria. Daniel dejará atrás las tribulaciones, negando así la existencia del pasado y el porvenir. Los inmigrantes proveen droga y cuerpos voluptuosos, los travestis satisfacen las mismas necesidades. El sueño de acostarse con una mujer que también es un hombre, un ser que vive siempre en el presente debido a que la vejez romperá el hechizo. Cuando den las doce cambiará de nombre para acudir a otra esquina reflejada mil veces en un espejo. La eternidad ensayada absuelve de la cronología del tiempo. Un sueño desplegado en una habitación de motel, también de mentira, pero indudablemente más acogedora que la realidad.
La dimensión del Pateando piedras permite alejarse momentáneamente de los sucesos del 11 de septiembre, le propone a Daniel un mundo nihilista donde el placer eclipsa el terror que dio origen a ese infierno de círculos abismales. Los ángeles observan las acciones desde lo alto susurrando palabras para impedir que los hombres acaben con sus vidas. Daniel permanece refugiado en la habitación y se sumerge en el jacuzzi para escapar del monitoreo constante. Bajo el agua percibe latidos que lo enlazan con el origen ancestral. Desconecta los diodos y abandona el cubículo. Observa a los replicantes mientras deambula por el complejo. En el exterior el viento le impide mantenerse en pie. Muchos grados bajo cero y demasiados días sumido en la oscuridad. Daniel se ofreció para ir al continente en busca de alimentos y pertrechos. El aire frío activa su sistema nervioso. Es un reflejo automático que envuelve todo el vagón en una espiral. La meditación le permite colarse entre estaciones del Metro sin ser acosado por las pantallas que accionan los replicantes. Una mujer lo conduce de vuelta a la habitación y disfruta del placer dentro de ese útero acogedor. Desea conectarse a la matriz y olvidarse de los virus y bacterias. La divisa a través del vidrio y vuelve a internarse por otro andén para eludir el rastreo implacable.
He aprendido a viajar por los túneles del subterráneo. El pasado y el futuro son el paisaje habitual de estos recorridos que cambian de dimensión entre cada estación. Voy disfrutando aquí y ahora de un presente similar a un sueño que me rescata de la sucesión unidireccional del tiempo. Inspiro con fuerza enfocado en la pirámide que recorro desde la cúspide hasta la base. Debo apartar los pensamientos de las emociones más fuertes para no ser detectado. Huir a Santiago y unificar el cuerpo con las diferentes posibilidades a las que accede mi cerebro. La transposición temporal es una realidad que he llegado a depurar lo suficiente estos últimos años. El viaje físico entre dimensiones me permitirá controlar los desequilibrios químicos de los viajes neurales. El placer es un pasatiempo exquisito, pero la continua exposición a eventos disruptivos de la historia me está conduciendo a una orgía que crece en espiral, sin control, obstaculizando el correcto funcionamiento de mis órganos internos. Los implantes cerebrales sirven en el mundo físico, pero en el virtual administran dosis erróneas de endorfinas y serotonina que impiden alcanzar la homeostasis. Me conducen por caminos sin retorno a través de trayectorias caóticas que acercan la fecha de mi muerte. Sólo al efectuar el recorrido físico puedo controlar la ansiedad y alcanzar emociones equilibradas. Hago natural el viaje en el tiempo, indetectable para las pantallas de mis compañeros replicantes. Estoy en condiciones de proyectar el vacío en mis pensamientos y tomar decisiones inmerso en un estado de paz. La meditación permitirá curvar el espacio–tiempo de mi corporalidad, aplacando el miedo y liberándome de las historias de terror. Vuelvo a inspirar y espirar, ahora nueve veces y más enfocado. Los ángeles observan desde las alturas e intercambian experiencias humanas que van registrando en sus libretas. Yo también describo vivencias de los rostros que observo en el vagón y me dejo llevar por personajes que explican aspectos ocultos de mi personalidad. Las historias se volverán más complejas y los nombres de los pasajeros irán mutando conforme emprenda el rumbo que permita disfrutar otra vez del camino.
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