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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

lunes, 4 de octubre de 2010

A TREINTA AÑOS DE ESCRITURA. ANTOLOGÍA PERSONAL. DE "MEMORIA MUERTA"



(Memoria Muerta. LOM Editores. Santiago de Chile, 2003)





Regreso




Caída por un rayo en la cabeza del valiente,
la poesía vuelve en las gotas de la lluvia:
como el fuego, crepitando, como el fuego vuelve,
como el mar, como olas rotas
la poesía entorna sus ojos galopando;
la ceniza quieta rompe los contornos.


Agua que vendrá, ríos que se enturbian.


La poesía grita con ávido rencor.




(A Eduardo Espina)

 

Adiós en el café




Las palabras rompen la calma o esas nubes
que están cruzando ahora ( y no anteayer)
la sala.
Las palabras fracturadas de juramento estéril
y dos serenos huéspedes sin crujir
(al paso)
de húmeros vallejos repiqueteando lluvia.


Paradoja de universo caligráfico de Dios:
dos miradas vanas en un punto del espacio
mudas las vocales, el silabario mudo,
otra vez la rabia o el amor tendido
en las falanges huecas de dolor maduro
que abren su desgracia al germen y a la muerte.


Las palabras hieren la proporción feliz,
el aire desgarrado ya de los adioses
en fin sin transparencia de árboles o espejos
los ojos que refugian su soledad perfecta.






Visión del evangelista




La pluma esclava escribe de la mano sola
que hiere la demencia del albor desnudo
o perdida acaso en la marea espera
el humo acaecido del fuego ceniciento.


La sencillez del trazo rememorando entonces
en mueca del silencio irónico y seguro
de toda acción secreta en la ambición perdida,
voces que no llaman ni luces en la noche.


Barco naufragando con su cruel gemido,
cielo sin estrellas soñado en una cárcel,
pan que no da miga, ni miel, ni credo en celo.


La pluma esclava escribe su ritmo en una nube,
en aguas pasajeras del río que no cesa:


el odio de los cielos por un infierno en paz.




(A Juvenal Acosta)






El fantasma del soldado francés (1917)




Del humo a la ventana las huellas del difunto
que no descansa nunca al mundo encadenado:
agita las cortinas, bate algunas puertas,
despierta en el teclado la música del vals
del cielo parisino al aire de esta cárcel,
quejoso de sus sueños aún y persiguiendo
esa gota espesa sin culpa del asombro,
esa paz de guerra que acaba en armisticio.






La Habana




Un niño se pregunta por las piedras,
los arcos, las fachadas, este musgo
que vibra con un ritmo de nocturno
y crece con el trueno de la risa.


Un niño negro y blanco en el ocaso
juega en las columnas sin palacios,
salta en el jardín del sueño inquieto.


El puerto, la ciudad, el mar, el muro
desnudan la quietud de noche entera,
resbalan el sopor y los sudores.


La Habana cruza el tiempo en un abrazo,
en el beso que quizás nunca nos dimos.


La Habana es una brújula sin norte:


Una voz en cuello que me grita,
feroz guiño de un ángel que ahora baila.




(Sólo a Natalia)








Ciclo




El agua rompe al agua en esa piedra quieta.


El río sigue al río en su secreto paso.


El mar descubre al mar y en ese amanecer


un niño sueña océanos de noches y de lluvias.




(A Eliana Rabié)






Belleza




No la pérdida, jamás, el desamparo,
el quieto y seco aliento de la dicha:
ritmos que resbalan por esta madrugada
y peces que desnudan los mares y los ojos
de piedras (o gusanos) de noches que no acaban
en fiebre, fuego, hogueras,
en un incendio entero
donde poder quemar la música que hiere,
las caras de los muertos,
(aquel espejo roto de alguna pitonisa),
la extraña complacencia de cuerpos que se odian
y cuerpos que se atraen en el desliz y el beso.


No al desierto que regresa con huesos y con mártires,
con el secreto aliento de sedas que se rompen
y números perfectos de dioses consumidos:


La imaginación destruye toda conjunción
de las repeticiones, de sabios y de santos.


El velo de los días, aquel insomne grito,
la antigua empuñadura de pálidos guerreros,
el más perfecto cuerpo desnudo en el metal
de músculos y grietas, de piel y días muertos;
eso que nos llama, aquel que ha abandonado:


Un nudo ciego clama por los desfiladeros,
por valles y planetas de un cielo que no enseña
ni cálculos ni esferas,
ni bestias ni alacranes:


Tal vez la tierra entorna sus ojos destellados.


Tal vez la atroz belleza nos pierde y nos humilla.

 (A Mateo Goycolea)






1999




Metales en los ojos y manos que recorren
la piel de los parásitos anclados en la voz.


Siglo que retumba en el vacío solo.
Puerta que se cierra y nadie nunca abrió.
Sangre acompasada por las heridas secas.
Carne que delata el cruel adiós, adiós.


Ojos que no miran, brazos mutilados;
lengua entumecida, miedo que regresa.


Ciega adivinanza en las mañanas muertas
es todo lo que queda sin saber por qué.




(A Juan Carlos Villavicencio)






El poeta escribe dictado por su mal




Desciende el río turbio de las palabras dichas
al mar que nos confunde en su belleza y ritmo:
trae los secretos de las vocales huecas,
trae despedidas en consonantes yertas,
la voz, el gesto, el grito, la desesperación aullada,
la súplica, el desdén, la orden, el lamento,
trae los versículos de la escritura a ciegas,
trae las montañas de letra muerta y seca.


Rompe sus contornos, desborda por su llanto,
inunda hasta las piedras sabias e inmutables,
el río que no acaba, la sangre ya vacía,
el agua limpia lágrimas de engaños y de tiempo.


Baja el río solo, sin cesar, sin ruido:


Cae lentamente el arco de las voces.


Cae lentamente un silencio muerto.




(A León Guillermo Gutiérrez)








Chile




La envidia se desata en este circo pobre:


El domador aúlla y ruge y estornuda,
la equilibrista sueña con tierra firme siempre
y un payaso ordena el mundo entre sus dedos.


La patria se disfraza, cortés, civilizada
en una bendición de dones ya maduros
que enseñan gravemente la luz opaca y fría
del sol sin su destello, sin su calor sereno.


El circo se disfraza, la patria se desnuda,
la envidia nos despierta, nos mueve, nos consume.


La única verdad es la que nos desmiente:


El circo no termina, la mascarada crece,
el bufo, la corista, el fanfarrón, el santo,


todos en la pista cruel y provinciana.



(A Roberto Díaz Muñoz)




Mares del Sur




I


El agua es un espejo que devuelve
al ojo destemplado, al ojo puro,
un ritmo de tambores y de piedras
que gritan en el medio de la noche.


El sol como un reloj que ya no vibra
en un tic-tac hermosamente quieto
y un calor que azota pero quiere
abrir el cielo entero a la deriva
de quien se maravilla y no da tregua
al rápido galope de algún fuego
que llama para siempre y para nunca
volver a los demonios, a la fuga
de quien nunca partió, del que se queda
completamente yerto en el espejo,
completamente muerto en el terror.
De aquel que no navega ni aventura,
de aquel que no volvió y no ha salido:


El mar es ese cielo que no espera.


El cielo es ese mar que nunca cesa.




II


El ojo de ese buitre por la rama
es casi como un sol que no brillara
o el sórdido lamento de la madre
que grita sin sonido por su suerte.


Un aire de candor, un aire, un aire,
algo que nos cubra entrelazados.


Pero el águila o el cuervo, aquella bestia,
que nunca nos dejó, que vive siempre,
habrá de reunirnos en el fuego,
en ese espacio negro, solos siempre.




III


Amor es la palabra de los necios,
amor es el desfile de la pena,
amor que ya no está,
que se recuerda
y nunca o siempre o nunca nos cobija,
en esta aún brillante nube antigua,
en este corazón que espera paz.




IV


Un volcán de lava entumecida
en esa despedida de los dioses,
en esa quebrazón entre lo verde
y cruel llovizna seca que no espera.


La piedra de los años, la palabra
habrá de redimirnos en la huida
del ávido pesar, del mar que rompe
y nunca nos delata, nos protege
de un ciclón que anuncia su llegada,
de una miel amarga pero hermosa.




V


Pan o bendición o pan desecho,
leche de la piedra encadenada;
agua sin más sol o sal amarga,
roca que da luz en su negrura.


La paz del archipiélago nos dice:
el mar será la cuna y en la tierra
habrá de florecer la hiel o el cardo
y así la mar turquesa de la palma
reunirá los reinos, el perfume
de una flor que crece en la montaña,
de un adiós perfecto sin palabras.




VI


Al monte recortado por la mano
de un dios que no da tregua ni locura.
al monte del adiós, al verde monte
y al mar que envuelve al sol y hasta la luna.


Al agua de la madre y del regazo,
al pan del árbol quieto y destellado,
a todo lo que es y ha sido siempre,
al dios que habita playas y cenizas,
a todo lo que somos, al destino:


Allí se encuentra el ojo de quien vive,
allí el mar recoge el sueño eterno.

 (A Walter Jensen)


 

La carta del suicida




I





El horror del vacío. La nada que sobreviene nada. Oscuridad total de alguien que fue digno y ya no puede serlo. Belleza imposible y falta del amor. Soledad que deviene en un completo yermo. Palabras sin sentido y huellas de palabras que un día fueron buenas. Reflejo opaco de alguien que nunca podrá ser. Atormentado siempre, sí: el confuso, terrible, desgarrado... ese sí, ese siempre, mordiendo la sombra y rompiendo los sueños, destruyendo la arquitectura frágil de una existencia caótica y dispersa. Ese otro que se viste con mi ropa, que responde a mi nombre. Ese constructor de los vacíos, ese seductor que nunca llora. Aquel que dicta el silencio más enfermo, más hondo, terrible, más absurdo.





II





Un fantasma se adueña del pasado. Existe una presencia, un hálito, una muerte acechando en los rincones de los gestos, de cada movimiento. Un fantasma de piedra, barro o mármol. Un fantasma que quiere hacer de mi otro fantasma.





III





Grietas en los ojos y en la piel. En memoria y en la acción, de quietud y movimiento. Grietas que derrumbarán mi templo, mi casa, mi nostalgia, que habrán de destruir mi libertad.





IV





Un cuerpo para de una vez saciarse. Un estallido en un cuerpo, un derrame, una lucha. Todo en una noche y en ninguna: en todas y en ninguna. Un cuerpo, un cuerpo, un cuerpo: un vacío más en la repetición de los espejos.





V





Poesía de la vida y vida en poesía. Otro engaño, otra ficción, desliz del intelecto que todo lo consume.





VI





¿Y dónde la alegría, la esperanza,
el prodigio de los días que sonríen?



¿Dónde está, dónde están, que se hicieron?



La serpiente zigzaguea en la sonrisa.





VII





Y no poder amar. No poder aunque un trueno me fulmine. No poder amar la sombra de tus pasos, la huella de tu cuerpo. Descarriarse en el dolor y en la desgracia; abrirse la cabeza y las entrañas; despoblarse de sí mismo en el intento.



Y no poder amar.





VIII





La triste vara que todo lo transforma. La vara con que mides el prodigio. La vara que se cruza y no es igual.

¿Cómo detener una tormenta?

¿Cómo destruir mi pensamiento?




IX





Un cuento, una fábula, una historia. Un relato de náufragos o muertos. Una larga relación de mil fracasos. Una carta, un mensaje, un par de líneas. Algo que me alivie o me enloquezca.





X





La copa que se llena de agonía. La sangre no coagula y no regresa. El río que se lleva los desiertos. El mar que arrastra soles, días, años. La copa que se rompe sin veneno.





XI





Un círculo, una línea, lo perfecto.

Nada de eso en mis palabras o en mi voz.





XII





El fantasma que regresa y quiere atarme; que me exige la presencia y me conmina. Infierno de amenazas y terrores, de ratas que devoran mi cabeza, de perros que me ladran y destrozan. La tortura de la piedra que se cae, del colgado que no muere ni agoniza, la tortura de mirar y no tocar, de clemencias que no llegan en la celda. Otra vez la pena más solemne. Otra vez la humillación y el abandono.





XIII





El mundo se despeña allá a lo lejos. Lo dicen adivinas y hechiceros. Oigo nuevas que son viejas y las mismas. Oigo el mundo en sus quejidos de columna, en sus máquinas de estiércol y tristeza, en sus muertos manotazos y en sus noches.

El mundo se derrumba a cada instante y se queda, permanece, no se hunde.


XIV

Mi voz está cansada, ya enmudece. Mi voz de insecto ronco en el verano. Mi voz pálida de vivo hacia la muerte.
¿Importan estos ruidos, las palabras? ¿Importa un cuerpo más en esta fosa?



XV



La desgracia de nacer es la más negra. La desgracia de vivir la más cruel.




XVI

La carta del difunto. La carta del suicida. Esas líneas que estremecen por sus letras, por el ritmo de una voz que no respira. Ese último poema del guerrero, esa extraña explicación que nada aclara.




XVII


La seca lengua que no besa ni es besada. Los labios que se cierran y los dientes. El ojo que no mira y no desea. Un espejo roto colgando de las manos, una copa muerta sin vino ni veneno.

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