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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

jueves, 12 de enero de 2017

DOS NUEVAS CRÍTICAS DE CINE DEL ESCRITOR CHILENO ANÍBAL RICCI



CUENTOS DE TOKIO (1953)
Dirigida por Yasujirô Ozu

La estética de esta película es exquisita. Planos fijos donde personajes entran y salen de escena, diálogos que los enfrentan, montaje a la usanza del ruso Eisenstein. Una pareja de ancianos (Shukichi y Tomi Hirayama) conversa de espaldas mientras la cámara los filma de perfil. Provienen del puerto de Onomichi, situado a muchos kilómetros, han llegado a Tokio con el objeto de visitar a sus hijos. Ozu sitúa el punto de vista en estos abuelos, los hijos les dan una fría bienvenida, los nietos son unos maleducados. No sólo los separa la distancia, sino también los muertos de la guerra, ellos provienen de la provincia y Tokio es una urbe donde sus habitantes, en busca de progreso, se desloman trabajando. Para el director Tokio es el telón de fondo, sus edificios son mostrados por escasos segundos. La conversación transcurre al interior de las casas, donde una cámara situada a ras de piso es testigo de diálogos intrascendentes, los hijos no tienen tiempo para desperdiciar con los viejos, los envían a un balneario de jóvenes donde apenas podrán dormir. Estos ancianos no quieren molestar, pero deciden volver para huir del ruido. Noriko (esposa de su difunto hijo) les brinda atención y los llevará a recorrer las calles de Tokio. Ozu utiliza el silencio para evidenciar la distancia emocional, los viejos observan el paisaje, descansan sobre el pasto, un breve travelling los filma de espaldas, caminando junto a un muro que los separa de sus hijos, de la ciudad y sus fábricas. Shukichi se emborracha con los amigos, uno ha perdido los hijos en la guerra, mientras Shukichi le confiesa que también está decepcionado porque sus hijos viven en barrios periféricos. Tomi (su esposa) sostiene un diálogo profundo con Noriko. A pesar de no ser hija de ellos, es la única que muestra una preocupación genuina, les tiene cariño, luego de enviudar no ha vuelto a casarse. Su casa es modesta, pero los atiende como reyes. Tomi ha estado sufriendo mareos, no parece nada importante, pero algo en su cuerpo expresa cierto malestar. El retorno a Onomichi empeora su salud y los médicos pronostican una pronta muerte. Los hijos acuden a verla en sus últimos minutos, luego la velan y asisten al funeral. Dejan al padre en compañía de Noriko, la única que lo acompaña en ese doloroso trance. Shukichi le pide que se case y reanude su vida, le agradece su bondad y reprocha a sus hijos, la distancia que los separa es insalvable. A pesar de su belleza, las imágenes ofrecen un tono melancólico, de gestos que desnudan incomprensión, donde los silencios son más significativos que los diálogos. La aparente simplicidad de la historia esconde conflictos de gran espesor narrativo. Existe distancia geográfica y afectiva, los bombardeos de la Segunda Guerra Mundial han minado las costumbres ancestrales, el boom económico de la recuperación no es más que un espejismo.



LA PALABRA (1955)
Dirigida por Carl Theodor Dreyer

Rigurosidad, austeridad, son palabras que definen el cine de este cineasta danés. Nació en Suecia como hijo ilegítimo y fue abandonado por su madre en Dinamarca. Su padre adoptivo era un rígido luterano, lo que podría explicar su férrea disciplina y su personalidad obsesiva a la hora de filmar. Esta película constituye su penúltimo trabajo, basado en una exitosa obra teatral escrita por el dramaturgo y pastor luterano Kaj Munk. Probablemente la cercanía con el mundo religioso, tanto del escritor como del director, hace que esta cinta aborde la religión con gran respeto, pero a su vez con una mirada sincera que interesará al espectador más ateo. Hay influencia de Shakespeare en los diálogos e incluso la temática recuerda al conflicto entre dos familias abordado en «Romeo y Julieta». La diferencia radica en que estas dos familias viven en un pequeño pueblo de Dinamarca y no son precisamente acaudaladas. La razón de su enemistad es de índole religioso: Morten Borgen (granjero) es luterano y Peter Petersen (sastre) predica las antiguas escrituras. Sus hijos están enamorados, pero el sastre rechaza al hijo de Borgen (Anders) debido a que su religión no es merecedora del Paraíso. Se prescindió del montaje para construir las escenas (los personajes ingresan y abandonan el encuadre), pero de todas formas Dreyer se mantuvo fiel a su impronta narrativa. Otro personaje shakesperiano es Johannes (el hijo loco de Borgen), ex estudiante de teología, que en sus delirios representa la reencarnación de Cristo. Emplea un lenguaje más teatral, predicando la palabra de Dios en la tierra, manifestando que ni siquiera los creyentes tienen verdadera fe. Los diálogos manifiestan la intolerancia existente entre las distintas religiones, su relación con la ciencia, pero sobre todo la relación entre la religión con la vida y la muerte. Se puede ser ateo (como Mikkel, el hijo mayor de Borgen), pero la tesis planteada es que el hombre debe perseguir la bondad y el amor. Dreyer también aborda temas como la culpa y el dolor, pero enaltece al amor como vertiente fundamental de la vida. Intuye que para sentir la fe hay que tener la inocencia de los niños. Sólo mediante la fe ocurrirá el milagro de hacer desaparecer las diferencias religiosas. El cine de Dreyer rehúye lo mundano, establece conexión con los conflictos internos del ser humano, siendo la intolerancia un tópico recurrente. La fotografía en blanco y negro sería su sello de fábrica, acorde a la severidad estética y temática de su obra.

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