Poderosas
ráfagas de un viento proveniente del norte se vuelcan sobre las calles de la
ciudad a la hora incierta del crepúsculo. Es un viento que nace más allá del
desierto y las más altas cumbres montañosas, viene de regiones fantasmales,
imaginarias, acaso inexistentes. Un viento que se origina al otro lado de la
mar océano que cierta vez temblando de espanto cruzaron los descubridores en
sus diminutas carabelas. Un viento astral que nace más allá de continentes y
planetas, un viento ajeno a la historia humana, un viento cósmico que arrastra
polvo de estrellas, soplado quizá por la boca de algún Dios. Un viento de
locos, que lame porfiado los muros del Malecón, apura el vuelo de las aves
marinas, deja vibrando los campanarios, hace polvo las hojas secas de los
arboles, alza levemente la frazada que cubre el cuerpo del mendigo en el atrio
de la Catedral, pone a danzar bailarines de polvo en el desierto, acompaña a
los peregrinos, entibia a los prisioneros, se infiltra por los caños, las
hendijas de las ventanas y las techumbres de las casas, recorre los desiertos
pasadizos, los alfombrados salones donde solo yace el silencio, pasa bajo los
marcos de las puertas e ingresa a los dormitorios, recorre las mantas y las
sábanas, y se introduce por la respiración a las regiones del sueño. Un viento
demencial que sopla a su antojo en las regiones de la memoria, en los abismos
de los recuerdos, en el proceloso mar de los deseos. Un viento tenaz que atiza
el fuego de la imaginación y en estaciones olvidadas bajo una lluvia de hojas
marchitas pone en marcha lentos trenes donde viajan los pasajeros de los
sueños. La ciudad duerme y los habitantes descansan en los lechos de sus casas,
algunos se demoran haciendo el amor en el Jardín de la Princesa, en brazos de
dulces doncellas, descalzas y suaves, como piel de conejo, expertas en el
precario erotismo de la pregunta filosóficamente correcta y capaces de sacudir
la esencia de un hombre. En tanto Rosario, que no fue bautizada con ese nombre,
juega con los abalorios y lleva la cuenta de lo que ha perdido, ya que la vida
que tanto la hizo perder también le permitió alcanzar la sabiduría máxima y
esta noche comprende que por mucho dinero que obtenga jamás recuperara lo único
valioso en su vida, un marinero llamado Nicanor y dos hijas que se fueron con
el viento. Un viento que hace cantar a los escarabajos y recorre los caseríos
de la Saramaya, sellando los párpados dormidos de Javier junto a su lustrín, y
de un alacrán que con una pata alzada espera dos metros más allá. Un viento que
hace agujeros en las barricas de vino y pone a soñar a las muchachas que no han
de regresar nunca más a la escuela. Un viento de nadie, de nunca, de jamás, que
ingresa al taller de zapatos del Cóndor y
juega a recorrer las cuencas perforadas de los ojos y el orificio de la
boca de la miniaturizada calavera de Bartolomé de Cádiz, muerto cuatro siglos
atrás, en presencia de indios jibaros. Un viento invisible y plagado de polvo
de estrellas, soplando por el Remolón, cauce arriba, a la mansión junto al río,
donde Mora deja caer un chorro de azúcar granulada sobre los vellos
ensortijados de su pubis mientras Mr. Morgan excitado, temiendo un infarto, se
dispone a paladear el dulce sabor acre acuciado por la imperiosa necesidad de
adquirir El Centinela. Un viento tunante que desciende a los sótanos, acaricia
las linotipias y regresa a la superficie
a recorrer los barrios en penumbras, la calle del departamento de Liliana que
duerme saciada y contenta consigo misma. El viento sopla sobre el faro, el
castillo del inglés y las islas desiertas, recordando quizá a las bellas de
otros días, mientras René Álamos, en un sillón del aeropuerto espera el avión
que lo ha de llevar de regreso a la ciudad en las montañas, sin comprender aun
la negativa de Liliana y dichoso ante la perspectiva de encontrarse con Simona,
la bribona. Un poderoso viento de divina locura, jugueteando con los visillos
recién lavados y planchados del departamento de Lucas, el Inspector Lucas,
muerto durante la tarde en un tiroteo con delincuentes, y Frida la engreída,
tendida desnuda en el lecho, con los ojos muy abiertos, buscando en el techo
una respuesta a la pregunta que la asfixia: ¿Por qué la vida le otorga la dicha
y al mismo tiempo se la arrebata? Un viento que se refriega luminoso contra los
cristales de la ventana de una Irma plena, una vez decidida la respuesta que la
libera. El viento loco sopla en la boîte
atestada en donde está noche Amaya no canta ningún bolero. Amaya, que ya viene
de regreso en un bus desde la selva. El viento de estrellas golpeando la cara
de Carlos que vaga solitario por la Avenida Conquistadores, estrujando en el
fondo del bolsillo la nota dejada por Amaya preguntándose si existirá un edén,
una suma ultima, un caldero con riquezas al final del laberinto de la existencia,
o todo no es más que una trampa de Dios, carente de sentido, como el viento
soplando en el desierto o el mismo lenguaje que utiliza en sus reportajes para
nombrar una realidad mentirosa, que en verdad no existe, como él mismo, o como
la ciudad siempre asediada por un viento sin nombre.
Jorge
Calvo
Nace en Santiago de Chile en 1952, cuentista y novelista. Ha publicado los libros de cuentos No queda tiempo (1985), El emisario secreto, (2004), Fin de la inocencia (2003) y las novelas La partida, (1991) Ciudad de fin de los tiempos (2010) y El viejo que subió un peldaño (2015). Dos de sus libros han sido traducidos al idioma sueco. Desde muy joven destaca como cuentista. En 1967, mientras cursa humanidades en el Liceo de Aplicación, obtiene el primer premio en el concurso de cuentos convocado para estudiantes de la provincia de Santiago por el Colegio La Maisonette, con el auspicio del Ministerio de Educación. Luego recibiría diversos galardones literarios tanto en Chile como en Suecia, país en el que residió quince años. A inicios de los ochenta se desempeña como editor de narrativa de la revista literaria Huelen y posteriormente colabora con la revista de literatura sueca Res-publica. Cuentos suyos han sido incorporados a diversas antologias y textos de caracter colectivo y también se han publicado en numerosas revistas. Su cuento No queda tiempo forma parte del curso Spanish American Short Story del programa de Literatura de la Universidad estatal de West Georgia en USA.
Durante el año 2016 tuvo el honor de organizar el Homenaje
”80 veces nadie, 100 veces Gonzalo Rojas” para el poeta Gonzalo Rojas, además
colabora en el Programa Literario Barco de Papel que se
transmite por Radioemisora Nuevo Mundo y desde el mes de octubre se desempeña
como editor de Literatura de la Revista Cultural AguaTinta.
Entre sus premios destacan en 1994 la beca Klas
de Vylder al mejor escritor extranjero residente en Suecia. En el 2000 recibe
la Beca del Consejo Nacional del Libro y la Lectura y, el volumen de cuentos
Fin de la inocencia obtiene el Premio Municipal de Santiago de Chile 2004.
Actualmente se desempeña como: Director literario de Cactuscultural.cl; Director de Narrativa y Difusión de Signo Editorial Ltda.; Colaborador del Programa Liteario Barco de Papel de Radio Nuevo Mundo; Editor de Literatura de la Revista Cultural AguaTinta.
Actualmente se desempeña como: Director literario de Cactuscultural.cl; Director de Narrativa y Difusión de Signo Editorial Ltda.; Colaborador del Programa Liteario Barco de Papel de Radio Nuevo Mundo; Editor de Literatura de la Revista Cultural AguaTinta.
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