Él,
de pie, a la izquierda, apoyado en una vara
mira
hacia la orilla opuesta.
En
su lugar se hallaba representada, originalmente,
una
mujer, según los irrefutables rayos X.
Desde
la otra orilla, una mujer semidesnuda
nos
mira, amamantando un niño.
Un
pequeño río los separa. Hay abundante vegetación
y
árboles estereotipados; predominan
en
el paisaje con verdes y azules de plata.
Tras
la figura masculina, columnas truncadas.
Ruinas,
un puente y edificios; una ciudad acaso.
Un
rayo en el centro anuncia tormenta,
signo
inequívoco de los dioses
y
el enigma indescifrable que rodea
al
cuadro de medianas dimensiones.
Un
misterio que también envuelve al pintor
y
a sus obras, escasas en la historia
de
un arte que agoniza,
donde
arte y ciencia se disputan nuestro ser
en
un viaje desconocido
que
inexorablemente alcanzará su ocaso.
***
Nada
es claro en la vida de Giorgione
incluso
su muerte, está transida de misterio.
La
leyenda dice que se contagió la peste
luego
de besar los labios de su amante,
para
lo cual existe hasta un nombre: Cecilia,
como
la patrona de la música
a
la que fue tan aficionado,
ésta
se trasunta en la armonía y cadencia
de
sus colores en las escasas pinturas
llegadas
hasta nosotros.
La
peste se dejó caer a mediados de septiembre
de
1510, sobre Venecia.
Los
patricios se refugiaron en sus fincas de campo
aisladas
y solariegas. Tiziano huyó
a
Padua, donde decoró la escuela
de
San Antonio, con modestos aprendices.
Los
condiscípulos del pintor, también alumnos
de
Giovanni Bellini, alcanzaron a huir,
como
Cima de Conegliano, Lorenzo Lotto
y
Palma, entre otros, a los que Giorgione
había
liderado con la brillantez
de
su genio.
Éste
permaneció en Venecia solo y
desesperado,
por la catástrofe de su vida.
Algunos
dicen que permaneció con su ayudante
Lorenzo
Luzzo, conocido con el siniestro nombre
de
Morto da Feltre, quien le había
arrebatado,
al
parecer, a su amante en las postrimerías
de
su vida, lo que lo sumió en un estado
de
profunda melancolía, quizás debido
también,
a la pérdida de un número
importante
de sus obras, principalmente
frescos,
por la acción del siroco,
el
agua y la sal de la laguna Veneta,
refugiándose
y falleciendo en San Silvestre
por
obra de la peste o sin culpa ni infidelidad
la
enigmática Cecilia habría sido
como
Julieta, Píramo y Ero, tan solo
el
amable instrumento de la fatalidad
de
la pasión o por la intrínseca generosidad
del
artista, quien le había ocultado
a
su amante los innombrables horrores
del
lazareto, encerrándose a su lado
en
la casita pintada de San Silvestre,
cuidándola
y hasta besándola, para
disiparle
cualquier inquietud sobre
la
naturaleza del mal que contraerían.
No
lo sabemos.
La
góndola negra con los apestados,
quizás
habría llevado por la noche
los
cuerpos de los amantes envueltos
en
la misma sábana bordada de sus tiernos
momentos
- tiempo ni madera no existía
para
sus ataúdes - hasta la
pequeña
isla de Poveglia,
sobre
las verdes aguas de la laguna.
***
El
paisaje con las dos figuras
nos
habla de ausencia.
El
tiempo oscurece al tiempo, el instante
es
un rayo, aquel rayo que no cesa.
La
epidermis de la pintura habla a través
nuestro,
descubrir es morir un poco;
un
rostro nuevo para un mundo viejo.
Como
niños contemplamos aquello inédito
que
llega hasta nosotros y nos ilumina,
pero
también nos muestra la cara
áspera
de la muerte. Lo que antes
fue
un hallazgo que situaba al hombre
en
el centro, ahora
en
la obra se encarna lírico por
intermedio
del paesaggio, en una trama
envolvente,
en íntimos acordes de color,
un
tejido vivo que no había existido antes,
donde
el hombre ingresa por primera vez
dueño
de sí, pagando un tributo que desconocía
y
que ahora ponderamos con dolor.
Lo
que circula en nuestro interior,
aquello
que somos y desconocemos,
nos
es revelado por el paisaje,
cambio
perpetuo, vida, eco
de
nosotros mismos; hundiéndose o
vaciándose,
en formas que nacen y mueren,
“No
el intenso momento aislado, sin antes
ni
después, sino toda una vida ardiendo
en
cada momento”.
Nuestra
mente intentando fijar
el
instante en imágenes o signos sin aliento,
sin
vida, pero el movimiento no es concebido
sin
forma: anhelo,
pensamiento
cristalizado, eterno en su
desrealización.
Proseguimos
preguntando por el transcurrir,
sustancia
huidiza. Contemplamos su huella
en
la piel, en nuestras uñas, en nuestro cabello;
que
crecen cuando todo ha cesado,
en
la tersura del paisaje.
Las
naves surcan y surcarán el espacio,
como
una hormiga el jardín, el parque,
las
llanuras de carne y azúcar.
Portamos
un desasosiego que mengua
en
los azarosos lindes. El paisaje
sin
nosotros, es vastedad vacía,
soledad
sin reflejo, sin el uomo.
La
muerte no es feraz, los gusanos hacen
con
sigilo su tarea: nosotros elaboramos
escogidas,
punzantes preguntas, sin tiempo.
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