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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

domingo, 29 de enero de 2017

FRAGMENTOS DE "LA TEMPESTAD DE GIORGIONE" DEL POETA Y ARTISTA CHILENO VÍCTOR ALEGRÍA





Él, de pie, a la izquierda, apoyado en una vara
mira hacia la orilla opuesta.
En su lugar se hallaba representada, originalmente,
una mujer, según los irrefutables rayos X.
Desde la otra orilla, una mujer semidesnuda
nos mira, amamantando un niño.
Un pequeño río los separa. Hay abundante vegetación
y árboles estereotipados; predominan
en el paisaje con verdes y azules de plata.
Tras la figura masculina, columnas truncadas.
Ruinas, un puente y edificios; una ciudad acaso.
Un rayo en el centro anuncia tormenta,
signo inequívoco de los dioses
y el enigma indescifrable que rodea
al cuadro de medianas dimensiones.
Un misterio que también envuelve al pintor
y a sus obras, escasas en la historia
de un arte que agoniza,
donde arte y ciencia se disputan nuestro ser
en un viaje desconocido
que inexorablemente alcanzará su ocaso.

***

Nada es claro en la vida de Giorgione
incluso su muerte, está transida de misterio.
La leyenda dice que se contagió la peste
luego de besar los labios de su amante,
para lo cual existe hasta un nombre: Cecilia,
como la patrona de la música
a la que fue tan aficionado,
ésta se trasunta en la armonía y cadencia
de sus colores en las escasas pinturas
llegadas hasta nosotros.
La peste se dejó caer a mediados de septiembre
de 1510, sobre Venecia.
Los patricios se refugiaron en sus fincas de campo
aisladas y solariegas. Tiziano huyó
a Padua, donde decoró la escuela
de San Antonio, con modestos aprendices.
Los condiscípulos del pintor, también alumnos
de Giovanni Bellini, alcanzaron a huir,
como Cima de Conegliano, Lorenzo Lotto
y Palma, entre otros, a los que Giorgione
había liderado con la brillantez
de su genio.
Éste permaneció en Venecia solo y
desesperado, por la catástrofe de su vida.
Algunos dicen que permaneció con su ayudante
Lorenzo Luzzo, conocido con el siniestro nombre
de Morto da Feltre, quien le había arrebatado,
al parecer, a su amante en las postrimerías
de su vida, lo que lo sumió en un estado
de profunda melancolía, quizás debido
también, a la pérdida de un número
importante de sus obras, principalmente
frescos, por la acción del siroco,
el agua y la sal de la laguna Veneta,
refugiándose y falleciendo en San Silvestre
por obra de la peste o sin culpa ni infidelidad
la enigmática Cecilia habría sido
como Julieta, Píramo y Ero, tan solo
el amable instrumento de la fatalidad
de la pasión o por la intrínseca generosidad
del artista, quien le había ocultado
a su amante los innombrables horrores
del lazareto, encerrándose a su lado
en la casita pintada de San Silvestre,
cuidándola y hasta besándola, para
disiparle cualquier inquietud sobre
la naturaleza del mal que contraerían.
No lo sabemos.

La góndola negra con los apestados,
quizás habría llevado por la noche
los cuerpos de los amantes envueltos
en la misma sábana bordada de sus tiernos
momentos - tiempo ni madera no existía
para sus ataúdes - hasta la
pequeña isla de Poveglia,
sobre las verdes aguas de la laguna.

***

El paisaje con las dos figuras
nos habla de ausencia.
El tiempo oscurece al tiempo, el instante
es un rayo, aquel rayo que no cesa.
La epidermis de la pintura habla a través
nuestro, descubrir es morir un poco;
un rostro nuevo para un mundo viejo.
Como niños contemplamos aquello inédito
que llega hasta nosotros y nos ilumina,
pero también nos muestra la cara
áspera de la muerte. Lo que antes
fue un hallazgo que situaba al hombre
en el centro, ahora
en la obra se encarna lírico por
intermedio del paesaggio, en una trama
envolvente, en íntimos acordes de color,
un tejido vivo que no había existido antes,
donde el hombre ingresa por primera vez
dueño de sí, pagando un tributo que desconocía
y que ahora ponderamos con dolor.
Lo que circula en nuestro interior,
aquello que somos y desconocemos,
nos es revelado por el paisaje,
cambio perpetuo, vida, eco
de nosotros mismos; hundiéndose o
vaciándose, en formas que nacen y mueren,
“No el intenso momento aislado, sin antes
ni después, sino toda una vida ardiendo
en cada momento”.
Nuestra mente intentando fijar
el instante en imágenes o signos sin aliento,
sin vida, pero el movimiento no es concebido
sin forma: anhelo,
pensamiento cristalizado, eterno en su
desrealización.
Proseguimos preguntando por el transcurrir,
sustancia huidiza. Contemplamos su huella
en la piel, en nuestras uñas, en nuestro cabello;
que crecen cuando todo ha cesado,
en la tersura del paisaje.
Las naves surcan y surcarán el espacio,
como una hormiga el jardín, el parque,
las llanuras de carne y azúcar.
Portamos un desasosiego que mengua
en los azarosos lindes. El paisaje
sin nosotros, es vastedad vacía,
soledad sin reflejo, sin el uomo.
La muerte no es feraz, los gusanos hacen
con sigilo su tarea: nosotros elaboramos

escogidas, punzantes preguntas, sin tiempo.

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