Vivir en un pueblo de la antigua Tuscia
Siendo autónomo, a pie, sabático y sin desfallecer en el intento
Estirado en la cama, contemplando el techo. Quisiera ver más allá de las vigas. De la radio llega la voz de una escritora. Resulta extraño: tantas veces había imaginado aquella voz y siempre la imaginé así. Del otro lado de la ventana los pájaros escapan de la lluvia lene que cae sutilmente.
Recuerdo que desde hace unos cuantos días lo que quise en ocasiones decir no ha sido comprendido del todo. Pienso que tal vez no lo haya dicho bien. Me sucede a veces, en alguno de mis tantos paseos (el ser que entre divagar y pendonear, vaga), diciéndome a mí mismo que me gustaría llegar a tus pensamientos y conocer la profundidad de tus ideas, conocer uno de tus deseos, escuchar el relato de un sueño. A veces siento la necesidad de charlar con los pequeños animalitos verdes (¿chinches?), que se colaron clandestinamente en mi casa (aquí no se toca ni se mata nada). Desconozco si me ven y cómo me ven, ni siquiera sé si me perciben de alguna manera.
Leo:
... pero ni siquiera un gueto de amor puede detener el destino. Solamente el hacer arte se sitúa por encima del tiempo extremadamente limitado de la existencia.
El texto de refiere a Caravaggio, lo escribí hace tiempo. El arte es el único instrumento que lo puede redimir, que suplanta el tiempo del hombre, la condición efímera de la vida.
Hoy caminé desde Sipicciano a Pisciarello. En el súper pregunté si, pagando, alguien me podía llevar hasta la estación de Alviano. Una amable señora me dijo: pase por al bar, allí seguro que alguno encuentra. La que atendía el bar, también cortés, piensa un momento y lo encuentra. Et voilà, así llego a la estación. Quince minutos de retraso que luego fueron veinte, pero finalmente lo conseguí: Roma Termini.
Desde allí, en autobús, hasta la Piazza Cavour, donde asisto a un emocionante performance de mujeres, una manifiesto ya internacional contra la violencia de género de Las Tesis, colectivo feminista chileno: Un violador en tu camino.
Acabado todo y cumplido con mi deber, otra vez en autobús hasta el Corso Vittorio Emanuele, a visitar a mi peluquero de confianza, quien me regala diez años menos como poco.
Fin de mi paréntesis romano.
Hora 19:16: el tren me deja en Sipicciano a las 20:19. Afuera oscuridad, soledad y niebla. Será duro, pienso y echo a caminar. Primera referencia: las luces de Cassonetto. Segunda referencia: el bar de Pisciarello. Pañuelo en la cabeza, sigo. Tercera referencia: el cementerio. Me digo: «¡descansad en paz, almas de Dios!» (un rito que cumplo cada vez que paso delante de un cementerio).
El camino se vuelve estrecho y oscuro. Enciendo la linterna del móvil. Afortunadamente no pasa ni un solo coche y llego al último objetivo: las escaleras que conducen al antiguo burgo. Subo los peldaños y los mininos salen a mi encuentro. No me piden nada, vienen a mi encuentro y punto.
Subo, preparo la comida de Luz, el gato de casa, y bebo un vaso de vino para reponerme. Plin-plin y salgo de nuevo a dar de comer a mi amada colonia.
Considerarlos animales de índole asocial no me resulta muy acertado. Son la música del pueblo y ejemplos de vocalizaciones son los ronroneos, los chirridos con la boca cerrada, los maullidos, esos otros sonidos similares al llanto de un niño proferidos durante la época de celo, los lamentos, los aullidos, los gemidos y los bufidos. Son el color, son la ternura peluda sobre cuatro patas que viene a tu encuentro para refregarse, dotando de vida el paisaje de un burgo medieval casi abandonado.
Meses atrás, fuimos adoptados por dos gatas madres y cuatro cachorros. Sin saber cómo ni cuándo llegaron, aparecieron en el centro del estudio, una caja boca abajo y, oh sorpresa, las dos gatas, la Madame y la Tigresa, mirándonos fijamente, en su regazo los cuatro gatitos recién nacidos. Uno de color rojo, otro atigrado negro, el tercero blanco y similar a un siamés, el cuarto, muy colorido.
Los tuvimos dos semanas en el estudio. Después de preparar y acordonar la terraza, les preparé allí un lecho propio, dando de comer a las madres que por turnos dan de mamar a los mininos. Tras el alimento, los gatitos juegan como auténticos bebés.
El cachorro rojo, tan pronto como ve a mi macho Luz, le gruñe y se le erizan los pelos como si fuera un puercoespín. Es todo un mundo de admirar. Son en total 16, más algún invitado clandestino que llega durante la pitanza.
Vivir retirado en un pueblo de la antigua Tuscia, Sipicciano, siendo autónomo, a pie, sabático y sin desfallecer en el intento.
Sipicciano, población perteneciente al municipio de Graffignano, es un pueblecito, antiguo burgo medieval, de la Tuscia Viterbese, colindante ya con la provincia de Umbría.
La presencia de vestigios etrusco-romanos, a lo largo de las zonas bajas en las riberas del Tíber, permite suponer la existencia de un antiguo asentamiento.
Este valle me reconforta. Desde la terraza de la casa se ve el Valle del Calanchi, que se halla sobre un terreno volcánico y golpeado incesantemente por la lluvia y el viento. Erosionadas, las rocas arcillosas adquieren la forma de pequeños cuchillos, separados entre sí por sutiles crestas. Al fondo, Giove y, si hace buen tiempo, el Terminillo. Más cerca, a mi izquierda, Amelia, en Umbría.
Hordas de pájaros se arrollan bajo mi ventana. Delante de mis ojos.
¿Por qué el arte y la contemporaneidad sienten — nunca como en este momento — la necesidad de experimentar, dejar la ciudad y no quedar enclaustrados en la jaula de una normativa cultural y social que propone falsas necesidades, falsos valores dirigidos solo y exclusivamente a garantizar el persistente control del imaginario?
¡Es hermoso, sí! Estar solo. La mente dilata los pensamientos, ellos la hacen volar. Maravillarse todavía con el paisaje. Entremezclarse con estas aves que van y vienen buscando respuestas nunca dadas, nunca solicitadas, en la necesidad inmensa de poder encontrar al otro.
Ese espíritu errante y viajero que hoy, igual que ayer, lleva a grandes artistas de todo el mundo a amar las antiguas tierras de la Tuscia.
Artistas nómadas que abandonaron Roma para desarrollar su actividad creativa por todas partes, pero partiendo siempre de este micromundo mágico, Chiara, Tommaso, Lidia, Marco, Eva, Paolo, Claudio, Jannik, Rosella, James.
Salvador Dalí vino a esta tierra y en Bomarzo descubrió el Bosque Sagrado de los Monstruos (Sacro Bosco dei Mostri), el cual inspiró una de sus obras. Manuel Mujica Lainez, escritor argentino contemporáneo de Jorge Luis Borges, elaboró en Viterbo en 1962 una autobiografía apócrifa del príncipe Vicino, alternando verdad histórica e imaginación narrativa. Tarquinia, ciudad del poeta Cardarelli, fue escogida como morada creativa por el gran artista chileno Sebastian Matta, pintor, escultor, arquitecto y poeta, uno de los artistas más representativos del siglo XX, buen amigo en sus últimos años de vida. Y luego Balthus y los paisajes de la campiña lacial. El artista transformó en estudio el castillo de Montecalvello, tras adquirirlo y restaurarlo en 1970. Pier Paolo Pasolini, escapando de la caótica Roma, se refugiaba en la torre de Chia para escribir y reflexionar. Y Cy Twombly, el gran pintor estadounidense, se estableció en Italia en 1957, realizando en Bassano, en Teverina, la serie de cuadros Untitled inspirados en la pintura veneciana del Setecientos. En el caserío de «Rentica», entonces propiedad de los condes Cozza Caposavi, ubicado en las colinas del lago de Bolsena, Plinio de Martiis, junto con Giorgio Franchetti, creó un lugar de trabajo y encuentro para uno o, mejor, dos generaciones de artistas. Enrico Castellani dio vida a Celleno adquiriendo y restaurando un antiguo castillo, en el centro de aquella que hoy recibe el nombre de Ciudad Fantasma. No lejos de allí, en el jardín La Serpara, en Civitella d’Agliano, Paul Wiedmer acabó hallando en el fuego y en el hierro las claves de su poética. Toda su producción indaga en las fuerzas generadoras de la naturaleza, los mecanismos del cosmos, las energías que brotan de la tierra. Desde 1997 ha encontrado su espacio natural en esas tierras, donde realizó el parque artístico La Serpara.
Saber en este punto de qué estamos hechos, de qué nos gustaría estar hechos, contemplarnos extasiados, como quien durante el alba entrevera su pensamiento delante de un vasto e inmenso paisaje y en medio de las montañas, en medio de un cielo oblicuo que está ahí porque nació antes de que la mirada existiese, antes de que la palabra lo indicase, lo nombrase. Antes, mucho antes de todo, antes incluso de que los ojos se buscasen y se reencontrasen fugaces, ojos que se vuelven a encontrar audaces, que se retiran veloces. Ojos que se reencuentran fugitivos, ojos que se reencuentran y se miran.
El mundo — pienso — no se basta a sí mismo. Los hombres no se bastan a sí mismos. La corteza de los árboles no es tan fuerte como se muestra y los muros no son tan fuertes como parecen.
No podemos, no debemos suprimirnos el uno al otro y quizá deberíamos — cada vez más a menudo — cuidarnos el uno al otro.
Nuestros corazones necesitan un gesto.
Hora 9:30, salgo de casa, rigurosamente a pie. Camino bordeando la calle y me encuentro tres perros, un gato, un cabrito. Paso bajo el cementerio y miro en derredor: el Valle dei Calanchi en todo su esplendor, sobre un terreno volcánico e incesantemente golpeado por lluvia y viento. La rocas arcillosas cobran formas de crestas afiladas. Durante el día se tiñe de sombras y matices diversos, dependiendo de la luz.
Hora 9:50, estación de Sipicciano.
Hora 10.07, tomo el tren para Viterbo que pasa por Grotte Santo Stefano e Montefiascone. Desde mi ventana veo algunos rebaños pastando, colinas verdes y un cielo, digamos azul, donde se dispersan nubes más blancas que la nieve. Llego a Viterbo a las 10.50. Tiempo de tomar un café, comprar el periódico y solicitar información al quiosquero que encuentro delante de la lanzadera que en 15 minutos te deja a las puertas de las Termas, donde, gracias a la tarifa de residente, por un módico precio es posible sumergirse en aguas sulfurosas.
Hora 13:00, cita para un masaje. Hora 13:50, te vistes y llegas, siempre a pie, hasta la trattoria cercana, donde esperas que llegue Paolo, pensando que allí podrás restablecerte de toda esta fatiga.
Luego el tren avanza, hacia su objetivo indecible, indiscreto, intolerante e indolente, como un rayo de luz que penetra en la noche, como una flecha que nos atravesará el corazón.
Sucede asimismo que, al aproximarme a la ventana, la mirada se aleja.
Recuerdo tus historias de viejos paraísos, de lujuriosas pozas.
Los túneles son un gran tramo de oscuridad. Y nosotros permanecemos en suspenso a la espera de salir, de escapar de esta tiniebla, de esta boca sombría en la que entramos para fugarnos.
Los busco con la mirada, quisiera involucrarlos en elucubraciones varias.
El pasaje hace el resto. La gente hace el resto. Los que se levantan y caminan. Los que pasan. Los que hablan bajo para no molestar. Los que duermen y piensan. Los que solo duermen. O los que miran sin ver. Y los otros, los que ven.
Mientras tanto, me observas desde tu asiento, como una estatua emocionada que nunca haya visto un esquizofrénico como yo, que escribe con frenesí, sin atender el pensamiento, sin atender el recuerdo, sin aceptar las cosas que deben suceder, pero que las crea de repente, como un aluvión, una riada, un río que que se sale, que no quisiera detenerse nunca, que desearía llenarse con aquella humanidad que contempla, que nunca dejó de observar, apreciar, odiar, amar, ofender y dejar de escuchar.
El altavoz anuncia. Próxima parada: Sipicciano. Fin del viaje.
Al día siguiente hay que planchar las camisas, los pantalones, preparar la maleta. Meter lentamente los zapatos, el ordenador con los documentos para el hostal, los calcetines junto a los calzoncillos, las medicinas para la ciática, la vitamina B, el cepillo de dientes y todo lo necesario para la supervivencia en una isla húmeda y fría, esperando que no haya inundaciones, encomendarse al Padre eterno.
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