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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

viernes, 24 de febrero de 2017

"MAYOLO" POR HAROLD ALVARADO TENORIO (COLOMBIA)




Escribir memorias debe ser uno de los oficios más ingratos. Nadie quiere recordar los malos momentos vividos, y con ser tan pocos los que dan felicidad, se puede decir que poca cosa queda en el caletre que valga el esfuerzo. Además, si al pretender narrar los sucesos de nuestras vidas, también queremos pasar de veraces, son muy pocos los ingenuos que nos creerán el cuento. Bien sabemos que apenas recordamos lo que nos conviene y que el resto es materia del olvido, como del olvido será todo lo nuestro en esta y la otra vida. Sin descontar que el mero hecho de sentarse a contar a otro nuestras miserias no deja de ser un acto de soberbia y desvergüenza. Las vidas de los millares de seres que pasan por este mundo no tienen interés para los comerciantes de libros. Sólo es comercial aquello que ha sido ungido por la perversidad de los medios masivos de comunicación.
De entrada hay que decir que estas memorias de Carlos Mayolo son bastante conservadoras si pensamos en los libros de Richard Burton, Lawrence Oliver o Klaus Kinsky, donde los protagonistas se exponen ante el respetable sin pudor y describen con detalles sus padecimientos a manos de quienes les explotaron social y sexualmente, mientras los grandes momentos de la historia que vivieron apenas sirven de decorado a sus pequeñas acciones y los recuerdos ruedan desde imborrables odios y fracasos. En el caso de nuestro amigo lo que importa es el ego y sus aventuras vitandas y en un buen número de páginas el recuento de cómo hizo y por qué sus películas, que hacen parte, sin duda, de la leyenda del cine llamado nacional. Quieran o no los jueces de las artes, allí están esos filmes juveniles y las telenovelas de la madurez de Mayolo como evidencias de un país en ruinas. A Mayolo ya nadie puede quitarle lo bailado.
A Carlos Mayolo lo conozco desde los tiempos del Hombre de la Llama, los primeros años sesentas, cuando vinimos a conocernos en uno de los peores colegios de bachillerato de la época, el Simón Bolívar, regentado por un  aristócrata vallecaucano, don Gregorio Rentería Mallarino y controlado con mano férrea por un espantoso francés de media lengua, Mosiú Amelio Trigo Sandomingo, donde se hacinaba parte de la juventud peregrina de entonces. Todos aquellos muchachos habían sido expulsados de sus colegios de pueblo no por malos estudiantes sino por franca rebelión contra las costumbres espartanas de los jefes de patio, pero principalmente contra la mojigatería de los colegios católicos, a quienes el autor del Himno Nacional entregó la educación colombiana a cambio de una licencia matrimonial pecaminosa y espuria. Gregorio Rentería Mallarino, el loco Rentería, enseñó a Mayolo a preparar el gas de los condenados a muerte y Amelio Trigo Sandomingo fue la víctima predilecta del autor de Agarrando Pueblo. Durante varios meses Mayolo vació en su miserable escudilla sopera la dosis de una droga que daba a los caballos una descomunal potencia sexual.
Quizás lo más importante de nuestra relación no fueran las cientos de pilatunas que cometimos sino los vínculos que establecimos con los artistas e ideólogos de la época, cuyo centro de reunión era una pizzería de la carrera séptima con veintiséis, que desapareció cuando construyeron los puentes y el edificio Colpatria. Allí, en El Cisne, conocimos a muchos pintores, poetas, músicos, teatreros y políticos que hoy dan lustre a Colombia.
Pero lo más memorable de esos tiempos fueron las exposiciones de pintura de la Galería Colseguros y las del Callejón y las decenas de libros que nos robamos de la librería Buchholz. Si Mayolo no se leyó un solo libro en esa época, ni sabía entonces nada de cine, si miró mucha pintura y escuchó mucha música y conversaciones políticas. No por haber sucedido en nuestra juventud, pero creo que otro habría sido nuestro futuro como muchachos de provincia si no hubiésemos tenido oportunidad de conocer y estudiar en la Bogotá de esos años, cuando es verdad que ya todo se había derrumbado, pero todavía resplandecía la lumbre de ese proyecto de país al que habían apostado seres tan maravillosos como Jorge Zalamea, León de Greiff, Jorge Gaitán Duran y Marta Traba. Esa triste y lluviosa capital de entonces exhalaba en sus calles y bares de mala muerte los imaginarios de Fernando Botero, Gabriel García Márquez, Gerardo Molina, Bernardo Romero Lozano, Eduardo Ramírez Villamizar, Jorge Child, Francisco Posada Díaz, Santiago García, Gonzalo Arango, Enrique Grau, Rogelio Salmona y Eduardo Mendoza Varela.
No quisiera avanzar sin rendir un homenaje a ese ser original que fue el padre de Carlos Mayolo. Creo que sin su influencia ni él ni yo hubiéramos podido afinar en nuestras conciencias tanta capacidad de resistencia contra las costumbres políticas y la bellaquería moral que quisieron imponernos los inventores del Frente Nacional. Georgy Porgie es uno de los mas grandes desquiciados que haya conocido. Solo hablaba español cuando tenía que pedir cervezas o comida, las conversaciones y discusiones sobre lo divino y lo humano las hacía en inglés, la lengua que había aprendido en Hollywood, donde se había educado como el rico heredero que fue. Cuando le conocí estaba viviendo en la más honorable pobreza y en la sima de las más inacabadas quimeras. Tan delirante fue su padre, que luego de su muerte, sus propias cenizas obligaron a Carlos Mayolo a incorporárselas en un inmenso trago de vodka rociado con el sumo helado de naranjas californianas. Jorge Mayolo debe estar en el cielo o en el mismo infierno vendiendo con su incansable máquina de prodigios las mismas arepas venezolanas que un día ofreció en mi presencia al águila Michelsen Uribe, o bombardeando con metralla barata las chalupas de los pobres ecuatorianos que pescan en las aguas de la empresa Vikingos, dueños todopoderosos de los atunes y sardinas de Guapi.
Los tiempos que vivimos, no son como cree la mayoría de los colombianos, los mismos tiempos malos de todos los hombres. Los nuestros, y hay que decirlo, son los peores, y no habrá ya nada que los supere. Quienes cruzamos el tranco de los cincuenta años no conocimos nada distinto al horror. Y para decir la verdad, aun cuando Carlos Mayolo no se proponga hacer un fresco de época, sus memorias nos dejan un amargo sabor de boca. Allí, entre las evocaciones de sus antepasados, de sus raros viajes a países de celuloide o el canto de sirena a un cine que nunca pudo hacer como quería, está el retrato destrozado de una vida maltratada por la infamia y la maldad de este país de mierda. Un país labrado a imagen y semejanza de su único triunfador: Maqroll el Gaviero.

Gaceta, de El Pais, Cali, 20 noviembre de 2002.
Fragmento de las memorias de HAT

Todo ese mundo de amistades colapsó la mañana que Carlos Mayolo, disfrazado de Ringo Starr, con bléiser turquí, pantalón gris, camisa azulada, mocasines y corte de pelo hongo, sin un peso en el bolsillo, hizo su aparición en compañía del flaco Rodolfo Valdes Calero, un hampón que preguntaba dónde estaba la Ferretería Master porque precisaba un par de inmensos destornilladores, los tontos, con los cuales, luego vine a saberlo, desvalijaba apartamentos los domingos cuando todo el mundo había salido y la muchacha estaba sola. 
Fue a finales del cuarto curso cuando le conocí. Allí en el parquecito donde peroraban los rojistas, y desde entonces hasta que terminamos el bachillerato, nos vimos los fines de semana en esa Bogotá, que a medio camino del gobierno de Guillermo León Valencia, tomaría el camino de la sangre que instauró el castrismo, con la enorme torpeza de liberales como Alberto Mendoza Hoyos, Pedro Gómez Valderrama u Otto Morales Benitez, tutelados por Alberto Lleras Camargo, que no vislumbraron el error de perseguir a un grupo de campesinos pobres e indefensos hasta convertirlos en la guerrilla más duradera del continente.
Según contó esa noche después de algunas fechorías facturadas en la tarde, en un grill [Cra 10 24-76] donde filmaban Semáforo en rojo a Ofelia Montesco cantado La copa rota, acompañada al piano por Alcy Acosta, se había fugado de la Academia Ramirez llevándose un esqueleto de verdad que usaban para clases de anatomía y el flaco Valdes lo había ayudado a vender otro colegio del Santa Fe, cerca de la casa de León de Greiff.
El flaco cargaba un gráfico de los sectores donde sustraía televisores, pero su especialidad eran los juegos de té en plata alemana o inglesa, los cubiertos de comedor que la gente conservaba en sus estuches originales. Para tal fin se hacía amigo de las criadas de cofia y uniforme, les sacaba información y luego con cualquier excusa timbraba en el apartamento, ellas medio le abrían la puerta y él con los destornilladores gigantescos les ponía uno en el cuello y con el otro sostenía la puerta hasta que la abrían y ya dentro examinaba la mercancía y decidía si valía la pena o no afanarla. Hablaba con gran autoridad de las calidades de la cubertería en plata, bronce y oro, pero las que más apetecía eran Elkinton, Alpha o Ercuis, aparte de las porcelanas Rossenthal y la cristalería Van Salanvert, que decía existían en las casonas que rodeaban el Parque Nacional, lugar de sus encuentros con las mucamas. Rodolfo, que era alto y apuesto, vestía muy elegante, al estilo cachaco de entonces, con chaquetas inglesas de esas que tenían un parche de cuero en el codo, los chalecos de colores con botones dorados, los pantalones pastel, zapatos Florsheim, y cuando llevaba corbata, sumamente delgadas cruzaba el cuello de la camisa con una barrita dorada. Nunca faltaba la bufanda de seda ni el olor a lavanda Yardley ni las nutridas chequeras con las que compraba docenas de zapatillas, camisas, interiores, perfumes y pagaba las cenas y tenidas etílicas, y si las putas eran muy ambiciosas también. Porque decía que la ambición rompe el saco.
Era hijo de un boyacense que cruzó sobre una mula el páramo del Cocuy a cuatro mil metros de altura en una cuna para cargar gallinas y terminó en New York haciéndose piloto para luego conducir aviones de varios presidentes de la república, o ir hasta los polos y dar la vuelta al mundo, en un Vultee Executive, 17 veces con su esposa caleña como copiloto, dejando la crianza de los niños en manos de las muchachas de adentro, que los hicieron gandules. Antes de morir escribió una biografía donde confesaba que había visto escribir La vorágine y había sido el primer telegrafista en informar que Gardel había muerto en Medellin en un accidente aéreo. El flaco nunca fue puesto en prisión pero sus hermanos Rafael y Leonor, que cuando hacia el amor repetía “tengo un placer donde no llega la píldora” fueron retenidos un par de semanas acusados de entrar ilícitamente a los Estados Unidos doce anacondas mayores de edad, e intentar vender una Cruz de Boyacá, la orden de Ayacucho del Perú, otra del Libertador de Venezuela, la Legión del Mérito de los Estados Unidos otorgada por Truman y una colección de estampillas de Mongolia, firmada por Jamtsarangiyn Sambuu, que decía en mongol no podía ser vendida.  Según dice Carlos en sus memorias, todo había sucedido a finales del sesenta y cuatro, después del matrimonio de Leonorcita, cuando con el Conejo emprendían una gira por las islas del Pacífico. 
Yo serví de gancho ciego en dos aventuras delincuenciales del Flaco con Mayolo. Un sábado fuimos a varios almacenes de lujo en el centro y Chapinero para comprar zapatos tamaño 44 el número que yo calzaba entonces. Me los media, Mayolo decía que eran horrendos, yo me enojaba, decía que los quería y Valdes dirimía la disputa comprando dos pares con su chequera robada. Alcanzamos a sustraer unos siete pares que de inmediato cedimos a un reducidor del Ricaurte, negro caribe que revendía la mercancía envuelta en cajas de cartón con letreros en inglés. La otra fue hacerme pasar por estudiante de arte de los Andes y solicitar una entrevista con Clemencia Lucena, una pintora maoísta que vivía en el Bosque Izquierdo en un apartamento de cuatrocientos metros y tenía una sala de recibo para obreros y otra para sus amigos. A mí me recibió en la primera. Pero logré, gracias al entusiasmo que demostré por su obra y al deseo de saber cómo vivía una revolucionaria maoísta, ver la segunda, con dos tresillos de cuero de vaca y un par de tapetes persas preciosos. La sala para obreros estaba decorada con pinturas proletarias propias y de Pedro Manrique y una hiperrealistas del maestro Samudio, según me dijo por recomendación de Ricardo Samper, mas retratos de algunos actores que murieron en la guerrilla en posturas agresivas y pancartas que atacaban el Frente Nacional. La señora Lucena se ponía un mono de obrero de la construcción muy deteriorado y sucio para recibir los invitados y ofrecía te chino de Cundinamarca. Mi labor consistía en evaluar si era dogmáticamente rica y así Valdes decidiría si la trabajaba o no. Nunca supe el final. En esos años Carlos sentía una gran fascinación por los delincuentes y hacia una que otra apología soterrada de su grandeza. Con el tiempo encontró en otros delincuentes, los de cuello blanco, a sus admiradores, con quienes compartía ese desprecio que los marginados sienten por el trabajo y la gloria alcanzados con esfuerzo. Actitud que le empujaba a la maldad por la maldad, como robar las billeteras de los internos que tomaban la ducha mañanera, matar siete perros en el colegio donde hizo la primaria o cambiar las notas finales, colocando las peores a los mejores al final del bachillerato. Su “obra” fue levantada dilapidando formidables adiciones de peculio y hubo quienes dijeron que sus mejores y peores años los había ganado con polvos, demencia y drogas que pagaron sus amantes, que a su vez, florecían con dinero del estado y lo extraían o directamente o por manera interpuesta en institutos, museos o fundaciones. Siempre fue astuto y nunca conoció la armonía ni el sosiego. 
Bogotá no tenía ni el millón y medio de habitantes, el café lo pagaban a 45 centavos de dólar al cambio de siete pesos, un sueldo promedio eran ocho mil pesos al mes y la vida cultural giraba en torno a cuatro o cinco lugares de todos conocidos, los periódicos y las revistas, las dos o tres universidades, los grupos de teatro, la televisora nacional, las salas de arte, los cafés y cafeterías, todo en el centro, porque más allá del Parque Nacional estaba Chapinero con sus casas quintas y más allá de la setenta y dos las haciendas ganaderas y el mundo rural.  Y si la miseria era evidente en La Candelaria, Egipto, Las Cruces aún estaban en pie las preciosas casas de los años de la independencia de Santa Bárbara y la séptima ni la décima albergaban esa legión de cantantes de bus, travestis de Santa Fe, loco a granel, gamines durmiendo entre manadas de perros tan pobres como los niños, y los eternos vagos bogotanos cuyo modelo en los ochenta fue un provinciano vestido durante una década con una chaquetica pastusa de cuero de ovejo, que mediante servilismos y múltiples y contradictoras fidelidades llegó a ser doctor en varias disciplinas, experto en las variables de paz de la historia, decano de al menos dos distintas facultades universitarias, y desde la mañana se paseaba entre la dieciocho y la Jimenez haciéndose embolar, o leyendo contra las paredes el periódico de ayer a la espera de una víctima que le pagara el almuerzo, siempre en El Trébol o El Califa, donde se sentía a gusto.
En torno a los periódicos estaban El Pasaje, San Moritz y La Romana. El Pasaje, con su inmensa greca de aluminio, quedaba detrás de El Tiempo y del lado derecho de La Romana. Dicen que antes del nueve de abril había un centenar de ellos en el centro. Los frecuentaban abogados, comisionistas, apostadores de carreras de caballos, mercaderes de joyas y periodistas del montón en torno a los cuales giraban poetas y escritores. Todavía vestían sombrero, traje de corte ingles, sobretodo y preferían el corbatín a la corbata. Las mujeres y los niños no ingresaban y el sobretodo, en los jóvenes, era sustituido por la gabardina a media pierna. La Romana era el paradigma del medio pelo: Pasta sin vino, café, palitroques y señoras esperando a sus caballeros de industria y una que otra señorita que había prometido algo más que sonreír. Y los Monte Blancos, donde podías quedarte media tarde con un café.
Antes de las mejoras de Salmona, que hicieron desaparecer la Jimenez y la Luis Angel, frente a esos cafés donde pasaron media vida periodistas de El Tiempo y El Espectador estuvo El Automático, al lado de El Titanic, un bar de copas que recordaba el trasatlántico hundido en el mar del Norte. Allí caían bien temprano León de Greiff y Juan Lozano y Lozano, pedían la primera media de aguardiente y el maestro comenzaba a responder a rugido limpio las consultas sobre partidas de ajedrez, cosa que era un desfile de locos y beodos cuando cerca, jugaba Cuellar Gacharná o el propio hijo del poeta. Después de mediodía, cuando el maestro descendía al Portal del Marinillo por una sopa de frejoles, iban circulando Omar Rayo, Marco Ospina y Marco Montaña pintores anti-trabistas seguidores de las virulentas crónicas de Gómez Jaramillo contra la divina percanta que entonces decidía quien era pintor en Colombia. Y entrando la noche las nuevas parejitas, como la que habían consolidado la pintora Josefina Torres y Germán Espinosa, que la lengua de Milciades Arévalo señalaba como el único que no se había favorecido con ella antes de casarla.
Juan Lozano y Lozano fue uno de los mejores amigos de León. Hoy no se ignora su obra que no es poca. Hizo muchas buenas entrevistas a políticos y llevada casi a diario un Jardín de Cándido en El Tiempo. Era de Ibagué y parece que fue, como el viejo cascarrabias, radical hasta la hora de morir. Cuando le conocí estaba bien sordo y sin embargo entendía todo sin musitar palabra.  Había estado en Leticia luchando contra Sánchez Cerro y escribía desde niño. Era celebrado por un poema a una catedral alemana, pero yo le oí una mañana, apenas con el segundo aguardiente en la boca, otro soneto donde mejor que celebrar una mole de piedra refiere el dolor de la separación de los amantes en la metáfora de la estela de un buque que parte sin regreso:

¡Oh indecible dolor, cuando el severo
barco se apresta a abandonar la rada,
y un beso damos en la frente amada,
y no sabemos si será el postrero.
Pensar que por el húmedo sendero
que se abre, nos persigue una mirada,
y sin embargo a nuestros ojos nada
se ofrece, sino el mar, cielo, y acero.
Y la amenaza de olvidar, y un loco
temor, y la canción que nos advierte
que partir es morir, morir un poco.
¡Ah! ¡Si fuera morir! En la partida
se agrega al desgarrarse de la muerte
otro dolor, el de quedar con vida.

Otro grupo y no pequeño era la revista La Nueva Prensa, donde sobrevivían intelectuales que habían estado en Mito y luego permanecerían al lado de Alfonso Lopez Michelsen y Alvaro Gómez. Solían reunirse en la Jimenez con Quinta al lado de El Espectador y el Continental o en la sede cultural, que controlaba el gordo Hanssen en la quinta con once, donde los únicos poetas eran el maestro Zalamea y Arbelaez, que departían con Ramiro de la Espriella, Antonio Cruz Cardenas, Mario Latorre Rueda, Ricardo Samper que ya vivía con la hija de Lleras, Marco Tulio Rodriguez, Luis Villar Borda o Jorge Child, quien me presentó a García Marquez y su cuñado Eduardo. De allí salían para el Grill Europa con un francés pianista de jazz, o El Cisne, donde enfundado en sus jersey de cachemir cuello de tortuga, solo o acompañado del Tigre Colombiano, aparecía Fernando Martinez Sanabria, El Chulí, acompañando a Marta Traba y Rogelio Salmona, que los fines de semana invitaba a su inmenso apartamento de La Macarena donde de habitude Hernando Santos Castillo pedía reproducir, a los actores de la noche, escenas de los filmes de moda. La otra estrella era Santiago Garcia, que acababa de regresar de Checoslovaquia y preparaba el montaje de Galileo Galilei, siempre rodeado de una nube de bichos del espectáculo, con la moscona reina en el centro, Patricia Ariza, disfrazando, como Fanny Buitrago, sus fealdades de cara y cuerpo con trajes tubulares y medias negras a lo Juliette Gréco y a quienes enseñaba lo mismo a hacer pasta que a desarmar un fusil, porque todos, o casi, eran fanáticos de la lucha armada y la combinación de todas las formas de lucha. La Buitrago era tan horrenda, como insaciable, y cargaba en su mochila guajira una botella con la que atrapaba jovencitos guapos y dotados en el juego de la prenda perdida. Y a los que se negaban en la noche, la tarde siguiente les gritaba desde el umbral de la puerta de El Cisne: eunuco, hermafrodita, loca impotente. Otros podían ser Mauro Torres, heraldo de los sitios donde habría rumba los viernes, siempre escoltado por un inmenso negro pintor de Riohacha, líder de los Amauta, que destruyeron media docena de cuadros de Botero y Obregón a comienzos de sesenta y cuatro,  o José Pubén, que traficaba con noticias puerta a puerta sobre los avances de la lucha armada, o Miguelito Torres escoltado por Peggy Drumgold la baterista o Luis Caballero convertido en caballero español de capa y espada. Bogotá, decían, era una fiesta. Y lo era.
La historia del abuelo de Carlos Mayolo merece una novela. Según todos los recuentos era hijo de un obrero múltiple de una línea de barcos que viajaban entre Génova y Callao, que igual servía comidas en primera como en tercera, hacía camas en segunda o tocaba el violín después de la cena. En su segundo viaje a América el buque naufragó frente a las costas de Guapi y luego de vivir un tiempo en Popayán como cómico callejero, casó con una criolla y terminó siendo propietario de varias minas de oro cerca de Novita donde, luego de abandonar el apellido [Maggioli] originario, Piringa, su esposa, dio a luz a don José, el abuelo, que a su vez, tras estudiar ingeniería naval en Londres, casó con una chica del pueblo y con sus cinco hijos, unos pardos, otros blancos, se fueron, cargados con toneladas de oro en bruto, a California, al caer la dictadura del general Reyes temiendo represalias de parte de los liberales a quienes había traicionado al final de la guerra de los Mil días. Allí vendió, por diez millones de dólares, a un Rockefeller, The Chocó Pacifico Mining Company y nunca volvió a Colombia. Murió en San Francisco donde lo embalsamaron al estilo faraónico enviando la momia en un cofre de tres cuerpos metálicos. Lo enterraron en Buenaventura y al exhumarle, para darle sepultura en un cementerio nuevo, le encontraron intacto y con los ojos abiertos. Los negros del puerto dijeron que era Drácula y que en las noches, con un teodolito, mide los terrenos del aeropuerto, que fueron suyos.
Jorge Mayolo López, el padre, a quien Carlos vino a tratar en serio solo al final de su vida de él, era un desquiciado que vio hundirse el mundo del capitalismo y como muchos, de haber sido multimillonarios todo lo perdieron en el juego de la bolsa y el despilfarro. El mayor milagro de sus vidas fue ver como el celuloide hacía de la vida una entelequia. Los treinta cambiaron el cine mudo y la vida pareció no tener límites en unas ciudades donde solo el oro tenía derecho a brillar y los mexicanos y los negros solo servían para criados. Como su hijo, fue una máquina de quimeras. Con lo mucho que les dejó el crash del 29, antes del final de la segunda guerra volvieron a Colombia vestidos de exploradores e intentaron recuperar las tierras y las minas de oro que su padre había abandonado casi cuarenta años atrás, en un país a punto de estallar en otra guerra civil.
En Cali se enamoró de una Velasco Belden, de la aristocracia feudal venida a menos, que trabajaba en el consulado norteamericano y era más liberal que Lana Turner. Nidia descendía de Manuel María Alonso de Velasco y Patiño cuyo padre huelga en óleo en el Louvre. Luego de hacerle tres criaturas, Georgie Porgie, como le gustaba llamarse, abandonó el hogar definitivamente tras una mecanógrafa de Chicles Adams y reinició sus delirios de entrepreneur. Son numerosas las anécdotas de sus descomunales ocurrencias, como la vez que un apagón casi arruina una de las fábricas de llantas de Cali y ante el colapso de las calderas trajo hasta las instalaciones dos locomotoras que puso en cadena y así alimentó el fuego durante ocho días a punta de la combustión del carbón de coque.
Georgie sólo hablaba en español para pedir comidas y dar órdenes. En las conversaciones corrientes usaba un inglés californiano, pleno de locuciones que veinte años después nadie usaba y siempre que conversaba con Nidia daba la impresión de que Katharine Hepburn discutía con Spencer Tracy en un filme de George Cukor. Cuando le conocí había adoptado la moda de los ejecutivos sesenteros, con claros ternos ligeros de material sintético, camisas de cuello corto y corbatas delgadísimas, pero no había abandonado el gusto por los zapatos de suela volada y el sombrerito de ala corta que había impuesto Edward G. Robinson en sus películas de mafiosos.
Nadie sabe quién hizo la casa donde estuvo el Colegio Simón Bolívar en la setenta y cinco con trece en El Lago. Unos dicen que fue un argentino paisajista que había hecho algunas parecidas en Buenos Aires, otros que un carpintero con ínfulas de pintor que habría hecho una copia de un palacio de Enrique VIII en Sussex donde tuvo encerrada una de sus amantes. Lo cierto es que la inmensa mansión tiene once habitaciones, cava de vinos, sala de habanos y billar y entre los cielos rasos y el techo bien pueden vivir varias familias. La casa cuenta también con tres patios y una suerte de apartamentico donde vivía la servidumbre, con tres habitaciones y otro patio, que originalmente tenía huertas y jardines. Gregorio Rentería Mallarino, conocido en las facultades de medicina y odontología de la Universidad Nacional como el loco Rentería, la compró durante la dictadura con la ayuda de algunos paisanos que trabajaban en la Caja Agraria y le prestaron dinero, pero cuando murió en mil novecientos sesenta y ocho fue de nuevo pignorada porque no había cancelado las deudas durante varios años. Renteria había nacido en Palmira el año del estallido de la Guerra de los Mil días, hijo de un notario bugueño, municipio donde estudio con los hermanos Maristas, comunidad a la cual ingresó en el seminario de Yanaconas y en compañía de un fanático del nacional socialismo, Narciso Cabal Salcedo, viajaron a San Salvador y luego a Berlín donde militaron en el nazismo. Rentería tenía la obsesión por la sabiduría renacentista y estudio matemáticas, física, química, filosofía y hablaba varios idiomas. Había inventado unos métodos propios para enseñar esas disciplinas. La tabla de los elementos la inculcaba preguntando, por ejemplo, ¿Cuánto calcia usted? a lo que respondía, yo calcio 40, y ¿el botasio?, 39 y así continuaba con el circonio, curio, fermio, lantano, rubidio, talio, etc. Y enseñaba a los muchachos la preparación del pedo químico y el gas de los condenados a muerte, que había aprendido en una visita a la IG Farben alemana, muy famoso entonces porque Caryl Chessman había sido ejecutado en San Quentin. Don Gregorio, antes de enseñar cómo se prepara el gas, narraba la historia del Asesino de la luz roja, que se hacía pasar por policía para confundir a sus víctimas y estuvo doce años esperando su ejecución, durante los cuales estudio derecho y latín y escribió varios libros que fueron traducidos a numerosos idiomas y llevados al cine. Consistía la preparación del gas en una mezcla de ácido prúsico con un estabilizador y un aditivo odorante e irritante que al contacto con el agua o la humedad del aire desprendía cianuro de hidrógeno gaseoso.
Mayolo ha contado como despojaba a los pudientes del internado de sus billeteras mientras se bañaban y de las torturas a que sometía, mediante bombillas ardientes en el rostro a los que le acusaban de hacer fechorías, y también, que arrojaba por el sifón del lavamanos a la habitación de Amelio Trigo Santodomingo, otro franquista que fungía de prefecto de disciplina, altas dosis de ese pesticida y como este salía despavorido al contacto con el olor. También recuerda que sustraía dosis de ácido sulfhídrico y mientras Amelio caminaba quedamente sobre sus viejos botines aherrojados con carramplones contra el desgaste de los tacones, con una gigantesca jeringa de vacunar semovientes le arrojaba el químico sobre los vestidos, que presentaban pequeños agujeros que el pobre viejo achacaba a las cucarachas, o las dosis de atincar que le mezclaba a sus sopas para que tuviese prolongadas erecciones que le impidiera hacerles permanecer en filas de a pie después de los almuerzos.
Trigo tenía una compañera sentimental en Soledad Astorquiza, la secretaria de Rentería, que juntos sumaban dos siglos y medio. Era la típica solterona entrada en años, religiosa a más no poder, estricta en todo lo humano y mantenía en un nicho del segundo patio, una especie de capilla a la virgen de Lourdes, con altar para dar misa y todo inundado de cirios pascuales que ardían todo el año. Había nacido en las estribaciones de los Farallones de Cali, donde sus padres criaban armadillos y guatines y donde instauraron un museo de la cauchera, con cientos de esos útiles que coleccionaban para evitar que apedrearan los pajarillos del bosque y solo los observaran entre los inmensos robles y yarumos. Cada seis meses venían los bomberos a revisar las instalaciones del colegio y siempre aconsejaban encender los cirios solo durante los oficios, cosa que Solita desoía porque era su costumbre cada vez que pasaba frente a la capillita hincarse de rodillas y dándose una bendición alabar al Santísimo.  Un sábado a punto de dar salida a los internos estando yo en los alrededores vino Mayolo a llamarme porque habían llegado los bomberos y estaban haciendo la inspección. Me dijo que era la oportunidad de cobrarle a la vejanca los malos ratos y negaciones de prestada de teléfono para llamar a Nidia a Cali, haciéndole pasar un mal rato, pues cuando se fueran los bomberos el tocaría muy duro y constante la campana mientras yo gritaba a voces incendio, incendio, incendio, cosa que hicimos, con tan mala suerte que Solita no alcanzó a asomarse desde su ventana para ver si era cierto y cayó tan redonda como era, fulminada por un infarto. A la una y media, cuando estábamos comprando ginebra Butic en la tienda de los vecinos, una ambulancia sacó el cuerpo exánime de la anciana y anunciaron su velación en casa del loco Renteria, en el parque donde está la estatua de Benito Juárez. Enterados del crimen, Mayolo propuso apaciguar el duelo tomando ginebra con fenobarbital, un barbitúrico que vendían en las farmacias o que Mayolo compraba con un recetari0 suministrado por el Flaco Valdez. A eso de las cinco de la tarde fuimos cayendo en la sala de la casa del rector donde Solita era exhibida en su grandeza con la tapa de la caja mortuoria abierta. Carlos se agachó para besarla pero pudo más la risa que la gestión del dolor. De inmediato nos sacaron a empellones del recinto y no volvieron a determinarnos al menos en un mes. Pero allí no paró todo. A las dos semanas ya estábamos buscando afiches y comprando a un perista un equipo de sonido, un Garrad portátil con el cual montamos un bar en el entretecho de la casa Tudor. 
En tanto sucedieron otros hechos. Georgie Porgie se apareció una media semana en dos taxis de aquellos Dodge y Ford de cuatro puertas y nos convenció, previo permiso del loco Rentería, de ir a Cali para viajar a Guapi y acompañarle en la apertura de una mutualidad para los trabajadores de una empresa pesquera que tenía su amigo Henry Kestemberg, un judío holandés que pescaba anchoveta mar adentro. Dos días tardamos en llegar a Calipuerto donde nos esperaban dos viejos aviones de la segunda guerra convertidos en frigoríficos para trasportar pescado adecuados para acuatizar. Llegamos como a las cinco de la mañana de aquel día y Georgie ordenó a los músicos, que venían en el segundo taxi entonando boleros y canciones de Frank Sinatra, le ayudaron a bajar cuidadosamente cuatro cofres de violones que, al abrirlos, contenían nada menos que sendas Chicago Typewriters, las subametralladoras Thompson con que Al Capone había limpiado a sus adversarios irlandeses durante aquellos días en que cada trago de alcohol se pagaba a balazos. Llamamos a Georgie y le preguntamos para qué eran esas ametralladoras y resoplando, furioso de la ira comenzó a ofendernos: Bunch of faggots. Sons of a fucking bitch. You think you can live without working, that things grow on trees. Don’t you know that getting things is hard? You’ve got to bust your ass just to get anything. And when you get, you’ve got to defend it. Some motherfucker outi is stealing fish in Guapi. We bust our asses sweating, to get that fish, rain or shine and that fuckhead is stealing it. What we’re gonna do is jump them and scare the living shit out of them. So they learn to respect us. Y nosotros: But that’s some crazy shit. You didn’t tell us there was any killing involved. We are not murderers. We are peace loving folks. Y él: Fuck that shit and fuck you all. Pussies. Bums. Faggots parasites living off other people. You are shit. The worst. Ungrateful bastards and a disgrace. You drink my booze and now you don’t want to do anything in return. You’re not even good enough to kill anyone. Lazy bastards. Pussies. Motherfucking faggots. But it’s OK. Just stay here. 
Georgie murió en los Estados Unidos junto a su hija mayor que era médica. Le cremaron y enviaron a Carlos la mitad de sus cenizas. A finales de los ochenta, durante uno de mis regresos a Colombia paré en su apartamento de la octava con veinte en Bogotá y le encontré, como era ya habitual, borracho, bebiendo vodka. Serían las diez de la mañana. Vivía en un one bedroom flat, prácticamente sin muebles, y sobre el dintel de la chimenea, que nunca usaba, estaba la urna funeraria. Le pregunté por Georgie, y con el dedo hacia arriba como el San Juan Bautista de Leonardo indicó que allí estaba, en la vasija. Entonces se levantó y yendo a la cocina con el highball en la mano, le arrojó más vodka y de regreso abrió el recipiente y puso las cenizas en el vaso y con el dedo procedió a batirlas. Luego y sin medir palabra lo bebió de un solo trago. Muerto de la risa dijo: acabo de ingurgitarme a Georgie Porgieal fin tendrá el descanso eterno.
La última vez que vi al padre de Carlos fue a mi regreso de España a finales de los setentas. Vivía yo en un piso cerca de la Biblioteca Nacional y le habían contado que administraba un expendio de huevos en La Playa, cerca de La Leona, un restaurante de camioneros y mecánicos. Vino una mañana y me dijo que le acompañara al barrio donde tenía la venta de huevos de mi tío porque pensaba proponerme el negocio de mi vida. Se trataba de instalar en Huevos Santa Rita una venta de arepas venezolanas con el artilugio que había inventado. Fuimos al barrio, dio una vuelta y como a las dos de la tarde pidió que le acompañara a las oficinas de Jaime Michelsen Uribe a presentar el proyecto. Pasamos por el apartamento de Carlos, recogimos un inmenso tubo y en otro taxi fuimos al formidable edificio del Banco de Colombia al lado de la Embajada Yanqui donde El Águila nos recibió en su Penthouse. Sobre la inmensa mesa de esa oficina Georgie desplegó los planos dos por dos metros de su invento: la máquina de moler, cocer, cortar, rellenar con siete variedades de carnes y quesos las arepas venezolanas que proponía colocar en cinco mil puntos de venta en Bogotá. Todo expuesto en un inglés relumbrante de maravillas y resultados económicos. Michelsen quedó asombrado con el delirio. Le dijo que dejara los planos y volviera una semana después. Al salir Georgie dijo que si volvíamos a vernos y era millonario, me invitaría al mejor burdel del mundo. Nunca volví a verle.

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