Del libro
“La estación tardía”
La estación tardía
Espero alegre la salida y espero no volver
jamás. Frida
Estábamos
solos,
las cosas
comunes, la vida y yo.
Nos
envolvía el juvenil desaire de la existencia,
nos
consternaba el día de anegada vergüenza.
Despertaba
el orden cotidiano de las cosas,
nos
devoraba la materia en su dualidad moral y espiritual.
Éramos
jóvenes aún,
experimentábamos
lo brutal
como una
condición inalterable,
la
fatalidad imponente,
el odio,
¡oh Dios!,
eran los
días del plomo y la codicia,
de la
violencia atroz y la cruz insaciable del destino.
Nos
invadía el único motivo,
la
sensación cronológica,
la ceniza
doblegada.
Jamás la
sangre por los ríos de bestial reflejo,
jamás el
cielo púrpura
-ni
volver enfermo cada salvaje verano-.
Jamás esa
venganza
o las
calles que no importan,
ni
alumbran,
ni esa
canción de criminal recuerdo.
Tengo
amor,
tengo
sueños para un país que se acaba,
la
infamia,
tengo la
existencia pulida de muerte,
el odio,
el óxido
radiante de los años,
la
soledad,
el amor
sufrido
y la necrópolis
que no vencimos,
que
inyectó el vacío como un veneno lento e inverso,
como un
indómito relámpago.
Irreversible
Yo siempre fui un adiós... Un brazo en
alto, un yaraví quebrándose en las piedras, cuando quise quedarme vino el
viento, vino la noche, y me llevó con ella.
Atahualpa
Yupanqui
Oscurece,
se
consuma la batalla con el tiempo
y el gran
espejismo que mutila la ciudad.
Se llena
la calle de silencio,
de
reflejos que transitan el olvido.
Carga la
gente su dolor
y sonríe
a pesar de su delirio.
La escasa
luz se va difuminando,
el pecado
y la agonía estrechan las palabras,
desaparece
la multitud poseída de infinitas preguntas.
El hambre
azota a la solemne figura
-el
hambre es un monólogo
que
quebranta la belleza-.
La gran
metáfora de la vida expira con el caserío
en su
inocente fulgor
y la
lluvia ejerce su castigo en la catástrofe del ser,
que,
incuestionable, ajeno y elocuente,
niega su
venganza.
Estamos
de pie ante el equinoccio
en ese
frenético mar de estatuas,
estamos
en el instante que devasta todo
y cegamos
al antiguo cíclope con atisbos de traición
o la
elegancia de los pobres en su trajín cotidiano.
Estamos
en el instante que dejó la carne erguida
y la inútil
luna que esparció sus criaturas
de fatales abrazos.
Viajamos
en el camino de los magos
que no
escapan del diluvio,
de la
mañana,
del
sueño,
de la
cíclica serpiente
y su
fatal movimiento de reloj
o sus minúsculos
incendios.
El amor
irrumpe,
pero la
noche es una inválida memoria
donde
cada situación nos desdibuja.
La noche
es un jardín de infinitas mariposas,
para
morir se necesita una palabra,
una
visión carnal del paraíso
-el
paraíso subterráneo del corazón-
que
acostumbre al transeúnte,
que
domine el poder absoluto y la indiferencia,
la
mentira.
No tengo
el dolor de todos
ni el
miedo del rotundo ser,
la teoría
de la misericordia
o las
falsas aves de ternura.
No tengo
la pasión de quienes
dejaron todo
como un secreto.
La noche
oculta los enigmas cotidianos
y es la
misma desnudez,
el
irreversible laberinto de la vida
que,
sediento y nauseabundo,
arrastra
el asombro del destierro
y la
sustancia que exalta la arena,
el metal,
la
arteria,
la maldad,
la
tormenta,
la
sangre,
la
desdicha
y cada
noción de sentimiento transgredido
o
advertido
o
escupido
en las
vertiginosas islas de la noche
que
derraman su espesor
como una
vieja lámpara que se oculta
con el
efecto definitivo de lo que ya es eterno.
En el valle de las sombras de muerte
“Vas a morir como un ganglio de luz que se
ha vuelto loco…”
Papasquiaro
Se puede
enarbolar el miedo,
disipar
ansias,
soportar
ofensas y otros horóscopos.
Se puede
negar el mal,
el fuego
que dispara gritos en infinidad de sentimientos.
Se puede
una voraz infamia,
un cuerpo
lívido
o una
catástrofe de medidas sentimentales,
los
senderos recorridos para no ceder la oscuridad
u otras
atrocidades inhumanas.
Se
esconde la maldad, se asume,
se incita
a no entender ese marasmo,
ni esos
gigantes necios que arrebatan la sangre,
la médula
del ser
y la
canción de la vida.
Acá el
enemigo contundente,
los
huesos que asoman como flores
geográficamente
antiguas
y se vive
de miedo o de artificios de la fe,
de ese
Cristo terrestre y lacrimógeno
de mirada
incoherente
que no
extrañamos ni exigimos
en el
valle de las sombras de muerte.
Del libro
“El último baktún”
I
El último Baktún
Llegan
las últimas horas de la noche
y el gran
dios sibarita se muere solo
con la
fatal mordida en su costado
donde la
fuerza de lo inexplicable cegará su espíritu rebelde
y
vascular hasta lo más hondo de su anatomía.
Todos los
credos que anteceden a su altar oscuro
fueron
aislando multitudes y sus átomos asolaron la tierra
como un
viento sideral que formó su memoria con la lluvia.
Desde la
época primera,
desde el
inicio de los días,
desde la
fundación del infinito
nos quedó
rondando una terrible soledad.
Hunab-Ku
nos dio la vida
y los
hombres que poblaron la tierra
alguna
vez fueron buenos.
Siglos
después el último baktún había terminado
y para
todos la humanidad soñaba despertar
siendo
otra vez al ave infame.
Los
herederos de la vida también blandieron armas
ante su
destino.
Cuando el
gran dios maíz creció,
llegamos
a poblar la tierra.
Ya el
barro y el viento tenían la sal convocada
para
nutrir nuestros ancestros.
Yum-Kaax
nos dio los elementos necesarios
al
prolongar la estadía.
Zots, el
pájaro ciego y roedor,
había establecido
la piedra al sosegar el tiempo.
La doble
serpiente y el jaguar,
las aves
que anidaron en manadas sobre el bosque
circundante.
Todo,
desde la creación, se había establecido:
la triste
gota diurna que abandona el vaso,
el
eslabón de horror y madrugada,
los
festivos abrazos y el adiós para todos,
la
invasión maligna que nos haría ser.
Desde la
altura de sus templos podíamos ver el mundo,
reinventar
los mitos y adueñarnos de los últimos astros.
Ya estaba
prevista la oscuridad y el mal,
los eclipses
sagrados del espíritu.
Lo había
dicho la serpiente emplumada Quetzalcóatl,
Kukul
Kan, Kinich Yax Kuk Mo, Nenúfar Jaguar,
Luna
Jaguar, Dieciocho Conejo:
en cada
katún, cuando la luna ocultara su membrana,
todos
seríamos borrados para desbaratar la humanidad.
II
Ideario de la creación
El sol
era una luz perversa, amotinada,
una
ciudad ceñida en el horror, anatómica, violenta,
el miedo
esparcido en el entorno, como el sueño.
Una
canción vital o el cielo púrpura impredecible.
Siglos
atrás llegaron los viajantes precedidos de un extraño viento
a invadir
la sangre inofensiva,
la
herencia sagrada de los pueblos,
los
parques, los extensos planteles y galeras,
los
horarios mutilados,
los
autobuses dislocados,
la ciudad
y su expansión desorbitada,
los
buitres que acobardan la inocencia
en
imágenes de excreción y territorio,
las
extintas luces que llevaron la tierra al equinoccio.
El barro
abatido, antes que nosotros llegáramos,
ya intuía
la maldad,
el
alquimista violento transformó el plomo al atenuar la materia.
Nos fue
cegando el espíritu
y el
miedo que heredamos mucho antes
para
olvidar el retorno a la semilla.
Al llegar
encañonaron las montañas,
los
valles y estructuras,
marcaron
a todos los ocultos
y la
tierra nunca más fue nuestra.
En todos
lados su invasión se tornó nefasta,
las
ínsulas sagradas del espacio,
precipicios
y estandartes se negaron,
interiores
indelebles,
monolitos
donde el mal no llegaría.
III
Desde el origen
Eran las
lágrimas, al inicio de la oscuridad,
la
eternidad desdentada,
los
pobres llorando espinas o limosnas.
Era el
mineral infinito, repetido,
la sangre
corrompida y otros mecanismos
de rigor,
el mito
humano predicando otra vez su inconsistencia.
Lo
predijo el último rey maya,
el
presagio del gran adivino decía que debíamos
expulsar
al extraño.
Matarlo
si era posible para no ver crecer su maldad.
Para ello
surgió la obsidiana desde el fondo.
El
pedernal, con toda la fuerza de la tierra,
todo
volvería con nosotros hechos sombras.
Murvin Andino Jiménez, San Pedro Sula, Honduras, 1979. Poeta,
narrador, editor, investigador literario, licenciado en Letras con orientación
en Literatura por la UNAH.
Ha
obtenido los siguientes premios: Primer lugar a nivel nacional Premio Óscar
Acosta año 2001. Mención de honor Instituto Cultural Latinoamericano, Junín,
Argentina, 2001. Ha obtenido premios en los Juegos Florales de Santa Rosa de
Copán, Honduras, en los años 2006, 2008, 2010, 2011, 2012 y 2013.
Premio
nacional de cuento otorgado por el Grupo Ideas y la Sociedad Femenina de Letras
en 2013.
Parte de
su obra poética y narrativa ha sido publicada en revistas literarias de
Honduras, España, México, Nicaragua, Colombia y Brasil. Ha sido antologado en
los libros Muestra poética (2002, San
Pedro Sula), Cuarta dimensión de la tarde
(2011, Holguín, Cuba, y San Pedro Sula, Honduras). Apresurada cicatriz: instantáneas de la poesía centroamericana.
(México, 2013) y Voces de América Latina. (EUA, 2016).
Ha
publicado los libros de poesía Corral de
locos (2009), Extranjero (2011), La isla dividida (2015) y La estación tardía (2014, en versión
electrónica). Fue parte del grupo de selección para la antología El canon abierto, última poesía en español,
(2015) de la editorial Visor. Es miembro del consejo editorial de la
revista Decenio de Nicaragua.
Ha participado en los festivales de poesía de Pereira, Colombia, en
2009, Managua, Nicaragua, 2012 y 2016, Chinandega, Nicaragua en 2013 y Festival
de poesía de Cartagena, Colombia, en 2015. Escribe artículos para Diario El
Heraldo y ha impartido talleres de creación literaria a niños de su ciudad.
Es
catedrático del área Humanidades y Letras de la Universidad Nacional Autónoma
de Honduras.
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