por
Andrés Morales
Universidad de Chile
Universidad Finis Terrae
Afortunadamente, la obra poética de Juan Luis Martínez comienza a valorarse como una de las propuestas más interesantes en la poesía hispanoamericana del siglo veinte. Tanto en Chile como en diversos puntos del mapa de la lengua castellana, Martínez es reconocido como el poeta y artista postvanguardista más notable del continente. La justicia, a veces, se hace esperar pero, en algunas ocasiones, aparece como algo inevitable.
En la breve, pero intensa obra publicada del autor (que reúne los volúmenes La nueva novela, 1977 y La poesía chilena, 1978, sin contar su obra inédita que, al parecer, llevaría el título de La tierra[1]), destaca un “artefacto”[2] u objeto poético que aún es materia de múltiples especulaciones por parte de sus lectores y que, a mi entender, no ha sido dimensionado en su grandeza y extraordinaria capacidad de conmoción[3]. Me refiero a La poesía chilena [4], una pequeña caja [5] de colores negro (predominantemente) y blanco que contiene un sobre con “tierra del valle central de Chile”, un conjunto de fichas bibliográficas empastadas[6] (autentificadas con un sello de la Biblioteca Nacional de Chile y que reseñan cuatro grandes poemas en torno al tema de la muerte de los poetas Gabriela Mistral, “Los sonetos de la muerte”, de Desolación de 1922; Pablo Neruda, “Solo la muerte”, de Residencia en la Tierra, Volumen II, 1935; Pablo De Rokha, “Poesía funeraria”, de Gran Temperatura, 1937 y Vicente Huidobro, “Coronación de la muerte”, de Últimos Poemas[7], 1948, póstumo) junto a banderas chilenas y fotocopias de certificados de defunción (de estos cuatro “padres fundadores[8]” de la poesía chilena, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Pablo de Rokha más el del padre biológico de Martínez, Luis Guillermo Martínez Villablanca) y un breve pero emotivo texto poético en latín que abre el conjunto:
“Ab imo pectore” [9]
La reacción más lógica del lector es quedar bastante sorprendido por este compendio de elementos dispares y que, al parecer no poseen una relación o conexión que permitan leerse con fluidez en lo que se intentan develar, transmitir o simple y llanamente, mostrar, pero al realizar una reflexión medianamente profunda y considerando los intertextos[10] que posee el “poema-objeto” (término que lo vincula también con Vicente Huidobro y con la vanguardia histórica) en torno a estos materiales y a lo que van revelando, las incógnitas se despejan y aparece un sentido total que no sólo emociona sino que plantea una lectura tremendamente significativa sobre la tradición literaria chilena[11].
La primera idea que, lógicamente, aparece como clara en esta propuesta poética es la búsqueda por romper los formatos tradicionales del libro y hallar nuevos soportes para la materialización de la poesía, algo muy propio de la postvanguardia y que los antiguos compañeros de tertulia de Martínez –en los años setenta- del ya famoso y mítico “Café Cinema” de Viña del Mar (Raúl Zurita y Juan Cameron, principalmente) tendrán muy presente en sus derroteros personales, fundamentalmente en el caso de Zurita con sus escrituras poéticas en los cielos de la ciudad de Nueva York y en el nortino desierto chileno. Si bien la vanguardia histórica ya lo había intentado en numerosas ocasiones, aquí se trata de una “relectura” que reposiciona uno de los elementos claves del “arte de ruptura”. De esta forma, la poesía no es privativa del libro ni sólo puede escribirse en versos. Por el contrario, debe saltar, debe “salir” desde el libro hacia la gráfica, hacia la plástica (la mayoría de la obra poética de Juan Luis Martínez así lo comprueba) y no debe estar sólo retenida en la “cárcel” de las palabras y del formato impreso[12]. A esto debe sumarse la intención por crear una obra que, en una primera lectura, parece “abierta” al lector, es decir, una obra que puede completarse o quizás, “debe” completarse por su lector (fuera de las fichas y certificados ya señalados y junto a cada una de las pequeñas banderitas chilenas contenidas en el empaste, el trabajo se completa -y complementa- con otras fichas bibliográficas en blanco, como si llamasen al receptor a rellenarlas) proponiendo, quizás, una suerte de “juego cómplice”. Pero el texto guarda algunas “trampas” -si cabe el término- que deben ser examinadas con tranquilidad, (como la aparente vocación de obra abierta), materia que también debe estudiarse a la luz de los demás componentes del texto.
Un asunto que puede llamar a equívocos es la confesada voluntad del autor por tachar su propio nombre y agregar otro (también tachado) que pareciera ser aquel con el cual el poeta desea ser conocido: “Juan De Dios Martínez”[13]. En este gesto, fuera de una suerte de negación de su autoría (un gesto de “apartamiento” -en el sentido de un Fray Luis de León en su “Vida retirada”, o de un anacoreta- y de “ocultamiento” que acompañó a Martínez hasta sus últimos días, alejándolo de los corrillos literarios y de la fama y del reconocimiento tan buscados por otros poetas que hoy parecen más preocupados de su imagen que de la imagen, o de su postura más que de su verso), se vislumbra la tan conocida y mentada “desacralización del yo poético” –en respuesta a los egos casi mesiánicos, autorreferentes y telúricos de Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Nicanor Parra[14] y, agrego, de muchos otros- que ha perseguido a los cultores de una buena parte de la poesía chilena desde la voz de Enrique Lihn (quien es, quizá, el que más transgredió la norma creando un hablante dislocado y paranoico) y que, con dispares resultados, han entregado una posición renovadora dentro del espectro lírico de esta literatura. No se trata, pues, de un capricho autoral ni de una falsa modestia que deba interpretarse como un guiño fácil hacia el lector.
Pero traspasando las fronteras de las formas y del continente, es menester ir despejando aquellos hitos que dan sentido a la totalidad del texto: a su contenido. Para empezar, el título del mismo, La poesía chilena.
Aunque parece un título de un volumen de ensayos o de una recopilación de artículos críticos (asunto que desvía la atención del lector y se enmarca en una buscada posición lúdica del escritor y de toda la obra de Juan Luis Martínez), lo que se postula es una lectura de esa poesía chilena, una lectura que se funda en diversos poemas en torno al tema de la muerte (y que, como se verá después, emparenta a este texto con las extraordinarias y fundamentales Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique), presentando una visión del poeta Martínez sobre la obra de otros poetas chilenos, pero deslizando una mirada particular que está precedida por las líneas del texto, en letras blancas sombreadas en negro, “Ab imo pectore” que abren las fichas bibliográficas y los certificados de defunción (luego de una fotografía, como portada, de un individuo que posee grabada en su cabeza rapada la estrella solitaria: otra alusión a lo chileno y en particular a la bandera nacional[15]) y que entregan una señal clara de las intenciones del autor:
Existe la prohibición de cruzar una línea que sólo
es imaginaria.
(La última posibilidad de franquear ese límite se
concretaría mediante la violencia):
Ya en ese límite, mi padre muerto me entrega estos
papeles:[16]
Universidad de Chile
Universidad Finis Terrae
Afortunadamente, la obra poética de Juan Luis Martínez comienza a valorarse como una de las propuestas más interesantes en la poesía hispanoamericana del siglo veinte. Tanto en Chile como en diversos puntos del mapa de la lengua castellana, Martínez es reconocido como el poeta y artista postvanguardista más notable del continente. La justicia, a veces, se hace esperar pero, en algunas ocasiones, aparece como algo inevitable.
En la breve, pero intensa obra publicada del autor (que reúne los volúmenes La nueva novela, 1977 y La poesía chilena, 1978, sin contar su obra inédita que, al parecer, llevaría el título de La tierra[1]), destaca un “artefacto”[2] u objeto poético que aún es materia de múltiples especulaciones por parte de sus lectores y que, a mi entender, no ha sido dimensionado en su grandeza y extraordinaria capacidad de conmoción[3]. Me refiero a La poesía chilena [4], una pequeña caja [5] de colores negro (predominantemente) y blanco que contiene un sobre con “tierra del valle central de Chile”, un conjunto de fichas bibliográficas empastadas[6] (autentificadas con un sello de la Biblioteca Nacional de Chile y que reseñan cuatro grandes poemas en torno al tema de la muerte de los poetas Gabriela Mistral, “Los sonetos de la muerte”, de Desolación de 1922; Pablo Neruda, “Solo la muerte”, de Residencia en la Tierra, Volumen II, 1935; Pablo De Rokha, “Poesía funeraria”, de Gran Temperatura, 1937 y Vicente Huidobro, “Coronación de la muerte”, de Últimos Poemas[7], 1948, póstumo) junto a banderas chilenas y fotocopias de certificados de defunción (de estos cuatro “padres fundadores[8]” de la poesía chilena, Gabriela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo Neruda y Pablo de Rokha más el del padre biológico de Martínez, Luis Guillermo Martínez Villablanca) y un breve pero emotivo texto poético en latín que abre el conjunto:
“Ab imo pectore” [9]
La reacción más lógica del lector es quedar bastante sorprendido por este compendio de elementos dispares y que, al parecer no poseen una relación o conexión que permitan leerse con fluidez en lo que se intentan develar, transmitir o simple y llanamente, mostrar, pero al realizar una reflexión medianamente profunda y considerando los intertextos[10] que posee el “poema-objeto” (término que lo vincula también con Vicente Huidobro y con la vanguardia histórica) en torno a estos materiales y a lo que van revelando, las incógnitas se despejan y aparece un sentido total que no sólo emociona sino que plantea una lectura tremendamente significativa sobre la tradición literaria chilena[11].
La primera idea que, lógicamente, aparece como clara en esta propuesta poética es la búsqueda por romper los formatos tradicionales del libro y hallar nuevos soportes para la materialización de la poesía, algo muy propio de la postvanguardia y que los antiguos compañeros de tertulia de Martínez –en los años setenta- del ya famoso y mítico “Café Cinema” de Viña del Mar (Raúl Zurita y Juan Cameron, principalmente) tendrán muy presente en sus derroteros personales, fundamentalmente en el caso de Zurita con sus escrituras poéticas en los cielos de la ciudad de Nueva York y en el nortino desierto chileno. Si bien la vanguardia histórica ya lo había intentado en numerosas ocasiones, aquí se trata de una “relectura” que reposiciona uno de los elementos claves del “arte de ruptura”. De esta forma, la poesía no es privativa del libro ni sólo puede escribirse en versos. Por el contrario, debe saltar, debe “salir” desde el libro hacia la gráfica, hacia la plástica (la mayoría de la obra poética de Juan Luis Martínez así lo comprueba) y no debe estar sólo retenida en la “cárcel” de las palabras y del formato impreso[12]. A esto debe sumarse la intención por crear una obra que, en una primera lectura, parece “abierta” al lector, es decir, una obra que puede completarse o quizás, “debe” completarse por su lector (fuera de las fichas y certificados ya señalados y junto a cada una de las pequeñas banderitas chilenas contenidas en el empaste, el trabajo se completa -y complementa- con otras fichas bibliográficas en blanco, como si llamasen al receptor a rellenarlas) proponiendo, quizás, una suerte de “juego cómplice”. Pero el texto guarda algunas “trampas” -si cabe el término- que deben ser examinadas con tranquilidad, (como la aparente vocación de obra abierta), materia que también debe estudiarse a la luz de los demás componentes del texto.
Un asunto que puede llamar a equívocos es la confesada voluntad del autor por tachar su propio nombre y agregar otro (también tachado) que pareciera ser aquel con el cual el poeta desea ser conocido: “Juan De Dios Martínez”[13]. En este gesto, fuera de una suerte de negación de su autoría (un gesto de “apartamiento” -en el sentido de un Fray Luis de León en su “Vida retirada”, o de un anacoreta- y de “ocultamiento” que acompañó a Martínez hasta sus últimos días, alejándolo de los corrillos literarios y de la fama y del reconocimiento tan buscados por otros poetas que hoy parecen más preocupados de su imagen que de la imagen, o de su postura más que de su verso), se vislumbra la tan conocida y mentada “desacralización del yo poético” –en respuesta a los egos casi mesiánicos, autorreferentes y telúricos de Vicente Huidobro, Pablo Neruda, Nicanor Parra[14] y, agrego, de muchos otros- que ha perseguido a los cultores de una buena parte de la poesía chilena desde la voz de Enrique Lihn (quien es, quizá, el que más transgredió la norma creando un hablante dislocado y paranoico) y que, con dispares resultados, han entregado una posición renovadora dentro del espectro lírico de esta literatura. No se trata, pues, de un capricho autoral ni de una falsa modestia que deba interpretarse como un guiño fácil hacia el lector.
Pero traspasando las fronteras de las formas y del continente, es menester ir despejando aquellos hitos que dan sentido a la totalidad del texto: a su contenido. Para empezar, el título del mismo, La poesía chilena.
Aunque parece un título de un volumen de ensayos o de una recopilación de artículos críticos (asunto que desvía la atención del lector y se enmarca en una buscada posición lúdica del escritor y de toda la obra de Juan Luis Martínez), lo que se postula es una lectura de esa poesía chilena, una lectura que se funda en diversos poemas en torno al tema de la muerte (y que, como se verá después, emparenta a este texto con las extraordinarias y fundamentales Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique), presentando una visión del poeta Martínez sobre la obra de otros poetas chilenos, pero deslizando una mirada particular que está precedida por las líneas del texto, en letras blancas sombreadas en negro, “Ab imo pectore” que abren las fichas bibliográficas y los certificados de defunción (luego de una fotografía, como portada, de un individuo que posee grabada en su cabeza rapada la estrella solitaria: otra alusión a lo chileno y en particular a la bandera nacional[15]) y que entregan una señal clara de las intenciones del autor:
Existe la prohibición de cruzar una línea que sólo
es imaginaria.
(La última posibilidad de franquear ese límite se
concretaría mediante la violencia):
Ya en ese límite, mi padre muerto me entrega estos
papeles:[16]
Este breve poema entrega las claves fundamentales para adentrarse en el “objeto-texto”. La única manera de “franquear ese límite” es mediante la muerte, y ya puestos en esa circunstancia (aquella línea imaginaria que trazamos los hombres) y que sólo se puede cruzar mediante la violencia (perdiendo la vida en esa violencia ejercida contra la existencia) para así posibilitar la lectura de los papeles (las fichas y certificados) que el padre del autor le entrega a éste a través del texto. ¿Pero qué papeles son estos?, ¿qué sentido tienen?, ¿son “papeles” en el sentido estricto de la palabra? Como se ha dicho, éstos son los certificados de defunción de los “cuatro grandes de las letras chilenas”[17] acompañados de sus cuatro grandes poemas[18] sobre la muerte. Es como si el autor delimitara al tema de la muerte a la gran creación poética chilena, pudiendo leerse que esta literatura no sólo se encuentra franqueada e inaugurada por estos grandes nombres de las letras, sino también cerrada por los mismos (en una caja, metáfora de un ataúd[19]). Son aquellas grandes preguntas por el sentido, por la trascendencia y por el más allá que la poesía –con mayor o menor fortuna- ha intentado responder desde su nacimiento. Por otra parte, y en la idea de una obra “por completar”, también puede interpretarse que éstos son sólo los cuatro nombres iniciales[20] y que el lector puede o podrá ir configurando su propia antología (de poetas y de poemas sobre el tema de la muerte), arrancando una banderita chilena, si así lo desea, y rellenando la ficha correspondiente (amén de adjuntar el debido certificado de defunción… lo que señala que sólo pueden ser incluidos poetas ya fallecidos). Pero a mi entender, este no es el significado final del libro, si es que puedo aventurar un juicio tan tajante. Todo pareciera que se cierra y se dota definitivamente de sentido cuando se avanza hacia la última ficha (y certificado de defunción) donde aparece el nombre del padre de Juan Luis Martínez y en el lugar del casillero del título de la obra aparece escrito “Tierra del valle central de Chile” (tierra negra contenida en una bolsita plástica transparente, ribeteada de negra, con letras negras, adjunta a la caja). Este homenaje al padre (en este caso no el progenitor poético, sino el biológico) recuerda el homenaje de Jorge Manrique a su padre[21] y esboza al menos dos ideas para su correcta interpretación. Se trata de la tierra que cubre el cuerpo del padre, la tierra de Chile, aquella que ha dado también esos frutos poéticos, pero, también puede entenderse como el espacio de la creación de ese hombre sencillo en su geografía: cada uno habita la tierra, escribe su poema en la tierra, en este mundo, aquí deja “su huella, su cicatriz”, en el sentido de Albert Camus, y por lo tanto su gran obra es la misma tierra, ese polvo desde donde se ha erguido como ser humano y ese “polvo enamorado” y de desengaño –en el sentido del gran Francisco de Quevedo- hacia donde irá en su última morada. Por otra parte, el color de la tierra, negra (no cualquier color), el color de la caja y la tipografía, remiten, una vez más a lo fúnebre. Es la tierra que cubre al padre (y a los poetas), pero es también la tierra que está de luto (y no sólo por la muerte del progenitor: recuérdese la fecha de publicación del texto, 1978, uno entre tantos de lo años de la dictadura militar y, desde luego, de los más difíciles en la historia de Chile y que, por cierto, en su sentido funerario y proyectando su imagen final y este contexto coyuntural, quizá de manera límite, puede habilitar una lectura política del texto).
De esta manera, Martínez consigue crear un poema sin palabras (sólo están presentes aquellas del poema inicial, las de los nombres de los autores, de los títulos de los poemas, de los certificados de defunción y de la bolsa con tierra) que devela y confirma los versos de “Ab imo pectore”: el padre entrega a su hijo, desde la otra orilla (figura clásica en la tradición y, por cierto, en el gran filón elegíaco) la obra de los grandes poetas y su propia obra, la tierra. Tanto los poemas como las partículas de polvo son el testimonio de unas vidas entregadas a la devoción, a la pasión y al trabajo (pero un trabajo de amor, de renuncia y de trascendencia). No importa si el poema esté escrito en un papel o en la superficie de la tierra (otra vez la idea de la vanguardia y, luego de la postvanguardia); no importa si se halle contenido en una caja, un libro, o lleve una etiqueta o título (“La poesía chilena”): lo que va mucho más allá, y en eso es pionera en Chile, es la idea de la sobrevivencia a la muerte como una “botella arrojada al mar” que, tarde o temprano, alguien recogerá y abrirá para desentrañar su misterio y su mensaje (¿Obra abierta, obra cerrada?).
Independientemente del hermetismo aparente con que pareciera dificultarse la interpretación de esta propuesta, La poesía chilena es uno de los libros que debe ser entendido como una de las elegías más extraordinarias y únicas donde la tradición (chilena, española y universal) reafirma la inquietud perturbadora e inquisidora del hombre por la muerte, la trascendencia o el “más allá” y la sobrevivencia e infatigable búsqueda de la poesía contemporánea.
Santiago de Chile, agosto de 2005-agosto de 2006
[1] En el año 2004, en Santiago de Chile, Ediciones de la Universidad Diego Portales, publicó material inédito del poeta que corresponde a sus primeros años de escritura bajo el título de Poemas del Otro. Es indispensable iniciar el estudio, a la luz del mencionado libro, de esta obra que puede entregar más de alguna pista para la interpretación de La nueva novela y La poesía chilena.
[2] Y utilizo a propósito este término tan asociado a Nicanor Parra, pero que, desde luego, no puede ser “patentado” como de su autoría ni de ningún otro…
[3] Como queda demostrado en la casi nula recepción crítica en la época de su aparición y en los años posteriores. Asunto que involucra vergonzosamente a la crítica periodística y académica. Tal vez, una de las pocas excepciones es el artículo publicado por Jaime Quezada en la revista “Ercilla” del 28 de febrero de 1979, “El libro de las defunciones”, nota de lectura descriptiva, clarificadora e inteligente.
[4] Martínez, Juan Luis. La poesía chilena. Ediciones Archivo. Santiago de Chile, 1978.
[5] Sus dimensiones son: 20,2 centímetros por 14 centímetros.
[6] Es importante señalar que la edición, limitada (500 ejemplares) y numerada, fue confeccionada por el propio autor. Debido al alto costo que implicaría una reedición (y ante la incomprensible actitud pasiva e indiferente de los editores), no existe, por el momento, una segunda edición de circulación masiva.
[7] Consignándose que se trata del ejemplar numerado con la cifra número 63 (¿sólo testimonio o clave secreta del autor?).
[8] Si es que así se puede interpretar sin caer en excesivos “paternalismos” o “maternalismos” literarios.
[9] Tal como señala Juan Luis Martínez en nota a pie de página: Loc.Lat., “desde el fondo del pecho”.
[10] Asunto que, desde luego debe estudiarse no sólo en esta particular obra de Martínez sino, en general, a lo largo de toda su producción poética.
[11] Es mi intención aclarar que estas páginas sólo intentan una primera aproximación interpretativa al texto. Sin duda alguna, pueden coexistir otras lecturas que ahonden o corrijan lo que aquí se plantea, amén de descubrir otras referencias y proposiciones que esta lectura no alcanza a desentrañar.
[12] Es cierto que por ese entonces aun ni se soñaba con los recursos tecnológicos de la Web o de Internet, por lo que es posible que, de estar vivo Martínez, algo podría haber propuesto en esa dirección.
[13] Asunto que ha trabajado con gran rigor Mateo Goycolea en torno al primer libro de Martínez: La página en blanco y la muerte del autor en La Nueva Novela de Juan Luis Martínez, Tesis para optar al Grado de Licenciado en Lengua y Literatura Hispánica. Departamento de Literatura, Facultad de Filosofía y Humanidades. Universidad de Chile. Santiago, 2001 (254 pp.) y que tuve el privilegio de dirigir.
[14] E incluyo a Nicanor Parra a pesar que, si bien, en “Manifiesto” y en otros poemas este autor decide humanizar al poeta (“Los poetas bajaron del Olimpo”) a través del coloquialismo y de un léxico y una cercanía que busca la comprensión inmediata del lector, me imagino que, sin quererlo, construye también un “yo omnívoro relativizado” donde todo es objeto de poetización y donde el eje central del discurso está, precisamente, en la autorreferencia.
[15] En clara concordancia con las banderitas “de fonda” que se incluyen al interior del cuaderno con fichas. Por otra parte, en la contraportada, aparece un lavatorio, donde podría interpretarse que, a la salida de la lectura del texto, es menester “lavarse las manos”, en un sentido de ablución o, incluso, de aquel que, según la tradición, se desliga de la responsabilidad de sus dichos o hechos.
[16] Martínez, Juan Luis. Op. Cit., p. 3.
[17] Expresión acuñada por el crítico “Alone” en sus memorables e históricos artículos publicados en el periódico “El Mercurio” y donde, también mencionó entre los “grandes” al poeta Pedro Prado.
[18] Estos poemas seleccionados por Martínez ya han sido citados más arriba.
[19] Es muy válida la posibilidad de leer este texto como una obra que delimita muy concretamente la tradición poética chilena y, a la vez, a su tierra, tanto en las voces inaugurales de la lírica del siglo veinte como en el trabajo anónimo de un habitante de la patria, de un prócer común (el padre del autor) como cualquier otro, que escribe su poema en la cotidianidad. Nótese la similitud con algunas declaraciones en entrevistas del poeta Raúl Zurita en torno al tema de la “utopía colectiva” donde ya los autores no debieran escribir poesía sino, al decir de Martin Heidegger, “habitar el mundo poéticamente” viviendo la utopía lírica y enmudeciendo en el sentido de continuar en el oficio de lo propiamente literario. Algo parecido a lo que un día Juan Ramón Jiménez apuntara: “Más que ser poeta, ser poesía…”.
[20] El subrayado es mío.
[21] Y, por supuesto a todo el vastísimo corpus de la elegía como forma y motor central de una buena parte de la poesía occidental.