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En forma preliminar cabe mencionar que la irrupción de una poética de rango mayor en la música popular y en especial dentro del rock, no es exclusividad de Jim Morrison y su grupo The Doors. Es posible anotar los nombres de Roger Waters y David Gilmour (Pink Floyd), David Bowie, Paul Simons, Freddy Mercury, Keith Reid (Procol Harum), Sixto Rodríguez, Neil Young (Crazy Horse), por mencionar sólo algunos cuya influencia y estatura lírico-musical está fuera de toda controversia. Con esas menciones admito que hago omisiones deliberadas, puesto que la fortuna mediática ha posicionado con gran imagen literaria a otros como Dylan o los muchachos de Liverpool pero en mi opinión personal sus letras no por cantidad alcanzan la calidad exigida al concepto de poema. Talvez habría que empezar a distinguir técnicamente entre poetas del rock y narradores de este género, con lo cual haríamos claridad más allá de las preferencias. De cualquier modo, sea cual sea el criterio, no cabría duda que el nombre de mayor jerarquía poética de la historia de la música popular contemporánea es el de Jim Morrison.
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James Douglas Morrison, más conocido como Jim, era una inteligencia poética por excelencia, en ebullición. Esto implica decir que toda su cosmovisión y su acción de arte estaban impulsadas por la capacidad de construcción verbal, aunque no se agotaba en esa formalidad que damos a llamar poema. Hay un influjo sanguíneo, rítmico, sexual, psico-social y plástico que conduce su proceso creativo.
Es cosa bien sabida que el denominativo del conjunto -literalmente "Las Puertas"- fue adoptado a instancias de Morrison citando a Blake: "Si las puertas de la percepción se abrieran, la realidad se mostraría al ser humano tal como es: infinita". Esta premisa fue reclamada en la década del '60 por Aldous Huxley y Timoty Leare a partir del uso de sustancias psicoactivas, experiencia que condicionó el curso de los acontecimientos no sólo para algunos escritores y los artistas de rock sino para un fenómeno (contra) cultural y generacional completo.
Se advierte entonces que el germen poético de Morrison afirma un punto de origen en la vanguardia post-romántica y acusa recibo del salto cualitativo de la poesía anglosajona entre Blake y los poetas beatnik. Así aparece que sus referentes anglo-americanos obligados remiten al arco que va de Whitman a Ginsberg, donde el concepto de voz ecuménica reclama para sí una especie de épica y una ética tribal o el misticismo en estado salvaje que Paul Claudel usaba para definir a Rimbaud. De allí a que Morrison instale una arista de su obra a partir del ritual convocante, en particular con "Una Plegaria Americana" (1970). Esto trasluce que en su hablante el concepto de "lo americano" abarca la totalidad del receptor y su enunciación se dirige a un sujeto que tiene en común una identidad, un sentido de pertenencia en lo que históricamente se ha dado en llamar "América" como paradigma de la cultura anglosajona colonial, a partir de la toma de conciencia de esa nación en torno a sí misma y su recurrencia autorreferencial en la literatura contemporánea. Como tal, la identidad de "lo americano" no es peor ni mejor que "lo francés" o "lo español" o "lo latinoamericano", pero es básicamente distinto, en tanto "lo americano" es por excelencia una tensión que se polariza entre el conservadurismo luterano y el liberalismo post-industrial, entre el moralismo protestante y el consumismo hedonista, entre el militarismo imperialista y el pacifismo civilista de alto costo, de estatus progresista, principalmente remitido a la clase media blanca ascendente de EEUU, como lo fue el movimiento cuáquero en época de Whitman y lo volvió a ser el movimiento hippie en tiempos de Ginsberg. En los relevos generacionales siempre se produce el extremo de esa tensión con rasgos de ajuste de cuentas y a la vez de remordimiento colectivo. Es una variante social inevitable de lo que Octavio Paz llama "la tradición de la ruptura" en la poesía moderna.
Así lo admite el propio Morrison en el reportaje para revista Rolling Stone (Jerry Hopkins, 1970), donde no deja dudas de su autopercepción de ser un instrumento de reacciones sociales, en una suerte de aceptación voluntaria de un papel dramático dentro de la dinámica de la cultura:
"Lo que solían llamar rock ha muerto, se convirtió en algo decadente. Y luego surgió un revival del rock desde Inglaterra. Y llegó muy lejos. Estaba bien articulado.Entonces tomó conciencia de sí mismo, algo que para mí es el principio de la muerte. Al tomar conciencia de sí mismo, involucionó y se convirtió en algo incestuoso. La energía se acabó, igual que la fe en él. Creo que para que cualquier generación se afirme como una entidad humana consciente, ha de romper con el pasado, así que obviamente, los chicos que vienen detrás no van a tener mucho en común con nosotros. Van a crear su propio y único sonido."
En el caso de Morrison la acción social de la palabra está hermanada con la dimensión poético-teatral, la música popular y la representación. De esa manera se da cita inevitablemente el procedimiento de la vanguardia, en especial de Artaud, donde la plasmación del texto no supone un proceso enteramente intelectual sino corporal e instintivo. Por esa vía el poeta Morrison deviene en performance, no por casualidad también llamado "chamán" -el médico-brujo de la tribu- o "Rey Lagarto": una suerte de gurú erótico y declamatorio que convoca el éxtasis masivo por contagio, a la manera de una catarsis colectiva. Habida cuenta de este rol, el poeta Morrison se presenta frente a la acción poética como un ser hiperlúcido, omnipotente, que se ficcionaliza o se autoconstruye mitológicamente a partir del poema en paralelo a la presentación pública en el formato del concierto. Es un ejercicio inconsciente, que procede de una pulsión psíquica personal, pero que es capaz de hacer concurrir un auditorio con la mediación del mito emergente. Es decir que el receptor implícito del poema morrisoniano es un sujeto plural y su lectura moviliza arquetipos de arraigo en el inconsciente colectivo, más allá del ejercicio directo o individual de la lectura o la audición. Es la más plena realización del ideal de Blake y la expresión más extrema del hablante-aedo neo-mesiánico de "Hojas de Hierba" (Whitman) que reaparece en Ginsberg con un ímpetu simultáneo de sacralización y profanación. Es en ese código que el hablante chamánico de Morrison dice:
"Necesitamos doradas, inmensas copulaciones"
El procedimiento, como ocurre con frecuencia, confirma la identidad subjetiva en un efecto espejo, en un inverso proporcional, puesto que el repertorio de imágenes del hablante profético o bardo colectivo no codifica un argumento sino un estado mental: el delirio. Morrison alguna vez se definió a sí mismo frente a la prensa como un "político erótico". En cuanto tal, su poética se proyecta en ángulo piramidal hacia la multitud pero su punto de fuga es el sujeto emisor, el vidente, el incitador, con una mirada de prisma que filtra la visión panorámica. Por algo el chamán es un individuo distinguido y validado por el resto de la tribu, investido de liderazgo. Por tanto su rapsodia se propone ser representativa, aunque nada de esto sea otra cosa que un registro de espejismos. El poeta es, en esta dimensión, como el viejo maestro Houdini, un prestidigitador, un ilusionista. Así sobre todo en "Las Nuevas Criaturas" (1968), los enunciados se encabalgan y se engarzan con libertad plástica en la tradición del poema visionario:
"Las autopistas de la vieja ciudad
Fantasmas en coches
Sombras eléctricas
Ensenada
la foca muerta
el crucifijo del perro
espíritus de los muertos coche sol.
Para el coche.
Lluvia. Noche.
Siente.
Ave marina gemido marino
Terremoto murmurante
Incienso de rápido consumo
Clamor indignado
Carretera sinuosa
Hasta las cuevas chinas
El hogar de los vientos
Los dioses del luto
Otro pasaje:
"La chica de la tienda
a medianoche
se deslizó hasta el pozo
y se encontró con su amante
Hablaron un rato
y rieron
después él se fue
Ella puso una almohada naranja
sobre su pecho
Por la mañana
El Jefe retiró sus tropas
y trazó un mapa
Los jinetes se levantaron
Las mujeres tensaron
las cuerdas
Ahora las tiendas están plegadas
Marchamos hacia el mar"
Parece un guión cinematográfico o un libreto teatral. No es extraño si sabemos que Morrison fue estudiante de cine y poco antes de su muerte, con la declinación de la banda The Doors, su mayor aspiración era la producción audiovisual y la actuación:
"Me interesa el cine porque para mí es la aproximación artística que más se acerca al flujo de la conciencia, tanto en el mundo de los sueños como en nuestra percepción diaria del mundo."
"(…) Me encantaría tener una obra de teatro para mí. Eso me interesa mucho ahora."
"(…) El cine lo comprime todo. Empaqueta toda esa energía. Me gusta llegar a los límites de la realidad. Siento curiosidad por ver qué pasa."
Por demás ya había consignado en otro de sus títulos mayores una verdadera teoría perceptiva aplicada a la imagen visual y sensorial: "Los Señores; Notas sobre la Visión" (1969):
"La ciudad forma —a menudo físicamente y siempre psíquicamente— un círculo. Un juego. Un anillo de muerte con el sexo en el centro. Conduce hacia las afueras de los suburbios de la ciudad. En el límite descubre zonas de sofisticado vicio y aburrimiento, prostitución de menores. Pero en el mugriento anillo que rodea inmediatamente a la zona comercial diurna existe la auténtica vida multitudinaria de nuestro mundo, la única vida, la nocturna. Especímenes enfermos en hoteles de dólar, pensiones baratas, bares, casas de empeño, variedades chabacanas y burdeles, en galerías moribundas que nunca mueren, en calles y calles de cines abiertos toda la noche."
Probablemente algunas de estas ideas no hacen más que redimir y replicar en un código más intimista algo de lo que ya aparece de manera vociferante en "Aullido" (Ginsberg, 1956) pero esa posible réplica está absuelta ya que buena parte de "Aullido", a su vez, es un eco en código presumidamente escandaloso (casi histérico) de Whitman (en especial la sacralización ecuménica del mundo y los órganos sexuales, al borde del plagio). Tiendo a pensar que la sensación de ritmo y lenguaje conocido en el relato urbano proviene de un espíritu de época, una influencia transversal y en último término una conformación psíquica que sintetiza un lenguaje disperso a partir de la capacidad metafísica de la visión:
"Baños, bares, la piscina cubierta. Nuestro jefe herido tendido boca abajo sobre la sudorosa baldosa. Cloro en su respiración y en su largo pelo. Ágil, aunque estropeado, cuerpo de un contendiente de peso medio. Junto a él el periodista leal, el confidente. Le gustaba rodearse
de hombres con gran sentido de la vida. Pero la mayor parte de los periodistas eran buitres descendiendo sobre el lugar en busca del curioso aplomo de América. Cámaras dentro del ataúd entrevistando a los gusanos. Supone un gran horror girar piedras a la sombra y descubrir extraños gusanos debajo.
La cámara, como el dios que todo lo ve, satisface nuestro anhelo de omnisciencia. Espiar a otros desde esta altura y ángulo: peatones entran y salen de nuestro objetivo como raros insectos acuáticos."
Los enunciados casi fílmicos de Morrison van parodiando una bitácora de viaje. Hay un itinerario trazado al que se pasa revista. Sin embargo este viaje-aventura de ruptura colectiva con la percepción convencional no está destinado a la felicidad sino que reviste un fatalismo nihilista ("este es el fin, mi único amigo, el fin"), un finalismo que es de raíz litúrgica protestante pero que a la vez la niega, como recurso de apostasía indirecta que no es capaz de tocar el mito cultural de fondo sino que advierte su crisis. Es una apelación al tópico del Apocalipsis con el aliciente de la resignificación de la utopía, puesto que después del juicio final no podría quedar otra cosa que un atisbo de eternidad (idea sumamente borgeana), es decir, la plenitud y a la vez la total desesperanza. Mismo cauce sigue la filosofía de Nietzsche, donde el "asesinato de Dios" subraya el acto de admitirlo vivo y luego subraya su carencia, pero no pone nada de por medio (como lo debaten los personajes de Lezama Lima en Paradiso), salvo la suplantación de la realidad que podemos entender o admitir como "tiempo presente" o destino sucesivo. Así visto, se iluminan los pasajes de Morrison en "Una Plegaria Americana", cuando expresa:
"Las polillas y los ateos son dos veces divinos
y moribundos
Vivimos, morimos
y la muerte a nada pone fin
Seguimos viaje hacia la Pesadilla"
La anunciación del nihil consecuencial a la descomposición de la cultura importa como ironía. Es el momento de la lucidez previa al colapso o anterior a la fiebre, la bancarrota de la moral oficial -y oficiosa- y el fraude de la fe, no reactiva desde su condición de vacío sino desde el reclamo de una anti-fe que la compense. Es así a la manera catártica enunciada por Nietzsche en el "Origen de la Tragedia", donde el ser dionisíaco irrumpe desde el mismo interior de lo apolíneo, como potencia germinativa, mitopoyética, con capacidad de autofecundación y de autodestrucción. Es el origen del dualismo post-clásico que siempre persistió en el mundo medieval feudal-colonial como resabio del viejo mundo greco-latino que el cristianismo ha admirado y ha intentado suplantar, imitándolo por oposición. Esa tensión mitológica se encuentra en la base de la dominación imperial de las culturas, donde el control histórico definitivo no se hace sólo por las armas sino a través del sexo, con el mestizaje, la colonización genética y la posesión de los cuerpos en la orgía, la violación, el placer delirante del juego de sometimiento y entrega, alternancia de servidumbre y castigo dentro del deseo promiscuo.
Así lo entiende y lo expresa el aedo dionisiaco de Morrison (Dionisio fue otro de sus apelativos), desde la sacramentación irónica post-whitmaniana y beat, con una urgencia poética y política que resulta en cuadro plástico:
"Cuélgate de la vida
Flor nuestra de pasión
Cuélgate de los coños y de las vergas
de la desesperanza
Nuestra última visión nos la dio
la gonorrea
La entrepierna de Colón se hinchó
de muerte verde".
Otra arista de la profanación neo-mística y estética de Rimbaud, cuando el poeta Morrison en lugar de "sentar a la belleza en las rodillas" para la injuria procede a la seducción de la burla esencial de la cultura, que es la muerte:
"(Le toqué el muslo
y la muerte sonrió)"
El código es la vacancia del sitio del Dios ajusticiado, donde la promesa se anota sin confianza en ella pero con la inocencia de la (anti)fe que la advierte como premisa no resuelta, puesto que "el vino joven muriendo está en la viña", y el oficiante de la plegaria no trae promesas nuevas sino la enunciación de la ironía de la mortalidad en un sujeto pluralizado. Un nosotros épico pero anti-heroico, peticionario, humillado por la broma cruel de no ser eterno:
"Burla constante
concédenos una hora para la magia
Nosotros los del guante de púrpura
Nosotros los del vuelo de estornino
y hora de terciopelo
Nosotros la raza del placer
Nosotros los de la bóveda del sol y de la noche."
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A partir de estas reflexiones -después de todo no tan novedosas sino apenas sensatas dentro de la línea de interpretación posible de Morrison- cabe observar una paradoja que sí es imprevista: en Morrison se interpela y se contradice el ideal poético de Mallarmé en función del símbolo y la música del lenguaje. No lo hace deliberadamente, pero al formular su proceso creativo, así resulta. Queda declarado en la citada entrevista cuando diferencia drásticamente el formato de la canción respecto del poema, con estas palabras:
"Para mí, la canción viene con la música, sólo un sonido o el ritmo primero, luego hago las letras lo más rápido que puedo para capturar el impulso emotivo, hasta que música y letra se componen casi simultáneamente. Un poema en cambio no necesita ningún tipo de música... "
Esta contra-utopía de la musicalidad endémica del lenguaje es paralela a la idealización del rol órfico del poema. El autor Morrison define a su hablante lírico en función de esa sumisión a una sustancia expresiva inmanente, que está latente en el lenguaje y que, por lo mismo, no se interesa en buscar. Así lo aclara en la misma fuente (entrevista, op. cit):
"En las cinco o seis primeras canciones que escribí, simplemente estaba tomando apuntes de un concierto que sucedía en mi cabeza. Y una vez hube escrito las letras, no tuve más remedio que cantarlas."
Aparece entonces el desmentido flagrante a la ambición eterna de los poetas contemporáneos a partir de Mallarmé, de consignar la música dentro del texto y hacer operativos los contenidos simbólicos del mismo en función del ritmo, la fonética, la métrica, la disfunción sintáctica, etc. En el caso del poeta Morrison, que opera por definición y por oficio a partir de la música, el texto es entendido como hecho autónomo, despojado de esa correlación musical que lo emplaza desde el lenguaje, a la cual, en este caso, el autor desafía y renuncia precisamente con la autoridad de su condición de músico. Para Morrison sólo un poeta muy sordo tendría la ingenuidad de buscar la reafirmación musical del poema. El poema no es un remedo de la canción sino su plasmación espontánea más cruda. En ese sentido la enunciación morrisoniana no es hermética ni simbolista, sino todo lo contrario. Es una correlación armónica de ideas organizadas, no simplemente emitidas. Con esta premisa es inevitable admitir que, frente al rol chamánico del poeta-juglar, el concepto mallarmeano del poeta aspirante a "músico de palabras" expresa su más rotundo fracaso. Sin embargo esta antinomia de Morrison es otro ardid, no mejor sino sólo "otro". El poeta ecuménico, automesiánico, de voz plural, tiene también el desgaste de un nuevo moralismo que, a no mediar el impulso eléctrico del personaje-chamán como reinvención teatral caótica y postmoderna, también sería un sonado fracaso.
Esta premisa de formulación poética cercana al ideal heroico coincide con el momento en que Morrison empieza a verse a sí mismo cada vez más dentro del concepto tradicional de poeta, en un rol que se resistió a tener durante toda su vida de rock-star: el de presentarse como un escritor, un "poeta de escritorio". Los hechos no permitieron confirmar si esto era posible, pero la posteridad ha guardado una dimensión de Morrison que es cada vez más libresca, más antológica, arrebatada a la cultura pop para concentrar mayormente su figura en su condición intelectual o sociológica. Este mismo artículo podría no ser otra cosa que un resultado de esa mezquina tendencia. Sin embargo creemos que su propósito definitivo era desnaturalizar el género convencional de la canción para ampliar las fronteras del texto y en cuanto tal, su apuesta musical se sabía menos trascendental que su inserción literaria. Por lo mismo, habrá que disculpar la desnaturalización del cantante para hacer prevalecer al poeta extremo que fue, cuyo destino manifiesto se desató un día como hoy hace 45 años, con una bajada de telón irónica y trágica de sincronía inmejorable.
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Post Scriptum: Nunca se agradecerá lo suficiente a Pamela Courson, la compañera definitiva de Morrison, el que haya colaborado y alentado la publicación de la obra poética de éste y más aún después del 3 de julio de 1971, en el breve lapso en que lo sobrevivió (hasta 1974), que se haya dedicado al riguroso trabajo de recopilación y organización de sus poemas póstumos. Rastrear la huella de la Courson detrás de la de Morrison es advertir la delicadeza, la paciencia, la inteligencia, la voluntad y el amor en sus más puras manifestaciones. Valga también esta fecha para recordar al ser extraordinario que ella fue.
La Serena, 3 de julio de 2016.
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