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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

viernes, 27 de noviembre de 2020

PRÓXIMA APARICIÓN EN MAGO EDITORES (SANTIAGO DE CHILE, 2020) DE LA TERCERA EDICIÓN DEL LIBRO "ESCENAS DEL DERRUMBE DE OCCIDENTE" DEL POETA CHILENO ANDRÉS MORALES



 

EL HERMOSO DISCURSO DEL POETA CHILENO RAÚL ZURITA AL RECIBIR EL PREMIO IBEROAMERICANO DE POESÍA REINA SOFÍA 2020



Majestad, Señora Presidenta de Patrimonio Nacional, Señor Rector de la Universidad de Salamanca, Señor Secretario del Jurado, Señor Ministro de Cultura y Deporte, autoridades, señoras y señores:

Eres la noche, esposa: la noche en el instante
mayor de su potencia lunar y femenina.
Eres la medianoche: la sombra culminante
donde culmina el sueño, donde el amor culmina.

He venido repitiendo esas líneas casi como un mantra, como un pulso que me late tras la sien sin dejarme. Es el comienzo de "Hijo de la luz y de la sombra" de Miguel Hernández, uno de los más grandes poemas escritos en castellano, y he querido recordarlo aquí como un testimonio ante ustedes y ante todos los poetas de España y Portugal, de mi admiración, de mi gratitud y de mi reconocimiento. Hoy, en el Día internacional contra la violencia de género, vengo a agradecer profundamente la enorme distinción que me han conferido al otorgarme este Premio que lleva el nombre de su Majestad, y expresarles asimismo mi gratitud a la Universidad de Salamanca y a Patrimonio Nacional Es un alto honor que entiendo como un homenaje al gran río de la poesía del cual todos no somos sino pequeños eslabones. Recibo entonces este premio con alegría, orgullo y, al mismo tiempo, con pudor y vergüenza. Es demasiado todo lo que no hemos hecho, todo lo que no estamos alcanzando a hacer, todo lo que debimos entregar y que tal vez ya no entreguemos.
Vengo de un país de desaparecidos que hoy se ha volcado fervorosamente a las calles en su lucha por recobrar su dignidad y la poesía es parte de esa lucha. No se devolvieron los cuerpos, es decir; no se le devolvió a la esposa el cuerpo de su esposo, no se le devolvió al niño pequeño el cuerpo de su padre, no se le devolvió al anciano el cadáver de su hijo, y fueron los poetas quienes debieron descender a la tibieza de la tierra que acogió esos restos, a las espumas del mar que mecieron esos cuerpos quebrados, a la piel reseca del desierto que preservó esos torsos rotos, y restaurar las palabras que ellos no alcanzaron a decirnos ni a decirse. Le correspondió a la poesía cumplir con las exequias de los ausentes, sancionar sus vidas y enterrar en las tumbas del lenguaje lo que los vivos debían haber enterrado en las tumbas de sus muertos.
No se me escapa el terrible momento que el mundo está atravesando, por lo que les agradezco doblemente el que se haya realizado esta ceremonia de cuerpo presente. Son, lo sabemos, centenares de miles de muertos, más la secuela de miseria, injusticias e inequidades monstruosas que la pandemia ha revelado en toda su pavorosa evidencia. Asomándonos desde los bordes de la vida, desde su tumefacción y heridas, hemos muerto en cada cuerpo que muere, hemos enmudecido en cada una de estos finales silenciosos, sin abrazos, sin ilusiones, y en lo más oscuro del dolor y de la pérdida, con los ojos llorosos, hemos entrevisto también la trama de un amor incancelable instalado en el corazón mismo de la tierra. De esta tierra que a pesar de todo nos ama.
Lloramos, nacemos, caemos en batallas que no eran nuestras, miramos los deslindes cada vez más nítidos de las capitales del dolor, como las llamo Paul Eluard, y entendemos que si el amor culmina es porque nos fue dada esa piedad por cada detalle del mundo, por esa hoja que cae y por esa hoja que brota, por el olor que deja la lluvia en los árboles, por ese ser que nace abrazado a la cruz de su cuerpo que es el mismo cuerpo en el que morirá crucificado.
En un mundo de víctimas y victimarios, la poesía es siempre la primera víctima, pero es también la primera que se levanta desde su propia muerte para decirnos a los sobrevivientes que, no obstante todo, vendrán nuevos días. He intentado describir esos nuevos días y esa es quizás la única razón por la que estoy aquí. He imaginado largas sagas alucinantes, poemas interminables que se me borraban como polvo en los dedos en el momento de escribirlos; he visto el Pacífico suspendido sobre las cumbres de Los Andes y cuadrillas de aviones dibujando con líneas de humo en el cielo el rostro de mi madre Ana Canessa que a los 96 años sigue escuchándome; he recordado la cara de alguien que no puedo recordar: la de mi padre muerto a los 31 sosteniéndome un segundo más entre sus brazos. He entrevisto desiertos enteros escritos y países hechos de amor y de muerte donde me encuentro con quienes amé y que tal vez me amaron, antes de esfumarse en sueños incomprensibles. Me he roto, he intentado cegarme tal vez porque creí que así podría fundirme con mi país desollado y retener por más tiempo las manos del amor desaparecido entre las mías, pero mi amor no ha sido suficiente. Me he entregado, allí están mis libros con mis afectos y desafectos, pero mi entrega no fue bastante y no sé si alcanzaré a soñar las imágenes y las palabra finales que todo poeta le debe al mundo.
Acosados por la deriva de una historia de la que todos somos parte y que no ha cesado de exhibir su violencia, su impiedad, su crueldad, su indiferencia: en este minuto hay una balsa con inmigrantes naufragando, en este minuto hay alguien que muere frente una frontera cerrada, en este minuto, en algún lugar, hay una ciudad que está siendo bombardeada, y entendemos entonces que la tarea no era escribir poemas, ni pintar cuadros, ni componer sinfonías, sino hacer de la vida una obra de arte, el más vasto y hermoso de los cantos, la única gran sinfonía frente a la cual valía la pena luchar y morir. No fue así y ese fracaso lo arrasa todo. No construimos el Paraíso. No hicimos de este mundo un Nuevo Mundo, no fue La Vida Nueva.
Pero es precisamente ese Paraíso, ese Nuevo Mundo, esa Vida Nueva, la razón de ser de todos los poemas, de cada verso, de cada una de sus sílabas y letras. Cada uno es el puerto de llegada de un río inmemorial de difuntos que terminan en nosotros y donde nuestras palabras vivas van recogiendo el coro infinito de las palabras muertas. Puede que no sea más que un desvarío, pero he llegado a creer que la historia de una lengua es la historia de las infinidades de seres que yacen en cada sonido que hablamos, y cuando volvemos a usar esos sonidos, esas pausas, esos acentos, les estamos dando a ese mar antiguo de voces los sonidos de un nuevo día. Hablar es hacer presente a los muertos. Una lengua antes que nada es un acto de amor, ella es el “Amor constante más allá de la muerte” de Francisco de Quevedo, y nos sobrepasa infinitamente porque es la única resurrección que nos muestra el mundo.
Morimos en nuestras lenguas madres y volvemos a nacer en ellas. Esa es la demencial apuesta de la poesía. Ella no puede derribar una dictadura ni curar una pandemia, pero sin la poesía nada es posible porque la esperanza de un nuevo día está inscrita en lo más imperecedero del sueño humano. Vislumbramos entonces los contornos de una solidaridad y justicia también inconmensurables que pronunciando las palabras que solo nuestros poemas conocían, que solo nuestra sed, que solo nuestra hambre de amor conocían, en las que sucesivas muchedumbres mirarán las imágenes de este tiempo y se preguntarán por esta época bárbara y feroz. Nada quedará allí de nosotros y sin embargo algo de nuestros ojos muertos estarán mirando a través de esos ojos vivos. Intuimos así que tal vez la única realidad que existe es aquella que se ve entre las lágrimas: esa iridiscencia del mundo que solo pueden captar los ojos que lloran. Como si nos llamaran desde esa bruma adivinamos los contornos aún borrosos del otro, de su cara cubierta que se acerca como si quisiera besar nuestra cara cubierta solo para confirmarnos que estrechar la vida de otro entre tus brazos y ser estrechado por la vida de otro entre sus brazos, contiene lo crucial; el dolor, el fervor y la maravilla a veces desesperada de la existencia.
Hemos arrastrado así mundos tras mundos, pero nuestro amor no ha sido suficiente. Hemos escrito con mis compañeros parte quizás de los más grandes poemas de nuestra generación, pero los grandes poemas solo cuentan si son un pretexto para la bondad, porque solo desde esa bondad la poesía estará cumpliendo con el único papel que le da sentido: celebrar la vida, llorar la muerte, e imprimir sobre los martillados rostros de lo humano, los rasgos aún inimaginables de una nueva eternidad. Porque un poema solo existe si puede resistir el vendaval de la eternidad y una de sus condiciones más insoslayables, y quizas crueles, es que no puede sino ser extraordinario. No hay poemas pequeños; no existe la poesía intimista, como no existe la poesía social, ni la poesía exteriorista, ni la poesía experimental, ni la antipoesía. La única poesía que existe es aquella que puede ser musitada frente a un ser que muere o leída en voz alta frente al mar.
Hablo entonces del dolor y de un lenguaje de ángeles que estará o no estará esperándonos, que escucharemos o no escucharemos, que es el lenguaje de los que se encuentran, de los que sólo pueden abrazarse, de los que no tienen otra posibilidad en este mundo que la de abrazarse, más allá de las pandemias, más allá de la vida, más allá de la muerte. Una humanidad no es nada sin eso. Incluso sin el sueño de eso. No es más que una simple constatación: No podemos ahora abrazarnos, pero nada persiste ni nada vive fuera del abrazo. Ser un ser humano es tener de tanto en tanto la posibilidad de recordarlo, ser un criminal, un dictador o un genocida es darse de tanto en tanto la posibilidad de olvidarlo.
Termino entonces este agradecimiento con mi abrazo, con la culminación de mi amor, con mi vida, con mi noche, con mi sueño y mi despertar:

Para ti Paulina, este poema de un artista desmembrado
Madrugada, enero, 2020
De ése que te mira mientras duermes, apenas un
gesto y la fiebre. Apenas quizás una mano; esa
que tomó por primera vez la tuya emergiendo por
un instante desde el temblor de sus manos. De
ése estos escombros que se desmoronan siempre,
que caen siempre. De ese tal vez sus pómulos
y la marca de un dios menor que sigue quemando
su mejilla. De ese quizás solo esa ruta llorosa
y perdida que tomó el camino hacia tus brazos.
De ti la gloria del primer día clavado para
siempre y el fulgor de tus ojos mirando afuera
la intemperie nevada de las montañas. De ti la
feroz mañana imprescriptible en que babeantes
ante tu belleza las fieras sanguinarias no
sabían si amarte o morderte. De ti la fidelidad
de un día que cae, de un cielo y de un mar que
caen, de un hombre de espaldas estrechas
que cae y que suelta su mano de la tuya para
que tú no te caigas, para que no se derrumbe
la invalidez de su noche sobre tus estrellas.

Muchas gracias. Eternamente agradecido.

jueves, 26 de noviembre de 2020

CRÍTICA DE CINE DEL ESCRITOR CHILENO ANÍBAL RICCI: "MATAR A PINOCHET" DE JUAN IGNACIO SABATINI

 


MATAR A PINOCHET (2020)

Dirigida por Juan Ignacio Sabatini

 

«Mañana vamos a revivir la resistencia de Salvador Allende en La Moneda», arenga el instructor de la Operación Siglo XX. «Vamos a coger la historia por asalto», agrega y remata con «Mañana, vamos a hacer un acto de amor».

 

Toda historia épica requiere de un coro que inspire a los protagonistas y la crónica de esta operación del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), el brazo armado de Partido Comunista, contiene un discurso no sólo dirigido a los reclutas, sino también puede ser leído como las palabras que escoge el director para convocar a los espectadores.

 

Es muy pertinente que en el Chile de hoy surjan estos testimonios provenientes del bando contrario a los que escribieron la historia oficial tras el Golpe Militar. Es sano porque la Historia, con mayúsculas, también debe dar cuenta de los ideales del grupo paramilitar que intento dar muerte al dictador.

 

Los frentistas recurrieron a fusiles de asalto e incluso un Rocket para romper la comitiva de seguridad y acabar con el sufrimiento de un país entero tras casi 15 años de cruel dictadura. El ataque se produciría camino al Cajón del Maipo, muy cerca de un retén de carabineros, kilómetros antes de la casa del dictador Pinochet.

 

En poco más de una hora, el director nos internaliza de los preparativos de un grupo de jóvenes inexpertos, del asalto a la comitiva en cuesta Las Achupallas y algunas escenas posteriores correspondientes al asalto al retén de Los Queñes en la región del Maule.

 

Divide las escenas en tres estadios narrativos que representan temporalidades diferentes. En todos ellos, se alza la figura de la comandante Tamara, chapa de Cecilia Magni, como una de las reclutadoras del atentado a Pinochet y se utiliza el recurso de su voz en off para darle un hilo conector al relato.

 

Es una voz femenina la que nos guía, cual Ariadne, primero para mostrar el origen de su familia, el entrenamiento de las cuadrillas, sus relaciones personales con los miembros del FPMR y el asalto propiamente tal, este último relatado en breves minutos y durante la huida se escucha la voz victoriosa del comandante Ramiro. En esta capa se sugiere la existencia de diferencias de clase al interior del Frente, de hecho, las cúpulas provenían de ámbitos universitarios y la propia Cecilia Magni pertenecía a una familia burguesa. Todos sospechan de la lealtad del advenedizo Sacha, un miembro de la clase obrera que también estaba dispuesto a dar la vida con tal de matar al tirano.

 

La película denuncia ese clasismo encubierto, tan propio de la sociedad chilena, pero a su vez la agrupación podría tildarse de misógina, debido a que Tamara es la única mujer que llegó a ocupar el cargo de “comandante” dentro de la cerrada cúpula del FPMR.

 

El segundo estadio es un viaje a la playa, en meses posteriores al atentado, donde Ramiro y Tamara se preguntan qué salió mal en la operación. «Lo que nos derrotó no fue la mala suerte… Alguien nos traicionó», le confiesa Tamara. Este escenario escapa del fragor de la Operación Siglo XX, es tranquilo y meditativo, muy diferente a las frases cortas para motivar a los reclutas. Si bien Tamara era la pareja del jefe del FPMR, en esa travesía en auto se palpa el amor (platónico) que sentía Ramiro.

 

A última hora, antes del atentado de Achupallas, las cúpulas del Frente deciden proteger a Tamara y librarla de las cuadrillas de fusileros. Ese trato especial sería motivo de envidia dentro de los guerrilleros y luego de conocer la traición, pareciera que las sospechas del director eran ciertas: no sólo la misoginia la ponía en la mira, sino que su pertenencia a una familia acomodada, reflotaba el resentimiento de clase. Entonces el motivo de la traición sería doble, aventura Juan Ignacio Sabatini, por un lado, el sabotaje al interior de las filas y por otro, la envidia a la figura de la comandante Tamara.

 

En el tercer escenario, Tamara ya ha sido arrojada al río Tinguiririca. En el asalto a Los Queñes, tras dos años de silencio en el accionar del Frente, dan muerte a un carabinero del retén y la policía se enfrasca en una búsqueda implacable. La comandante Tamara y el comandante José Miguel serán brutalmente torturados en la parrilla eléctrica. Su muerte obedece al ensañamiento de las fuerzas de orden con motivo del atentado de Pinochet.

 

Tamara nos habla desde la otra vereda: «1 milímetro y la historia hubiera sido diferente… Si la cúpula hubiera provisto de más armas… Si hubiese pensado que mandaban a los fusileros a la victoria y no al matadero». La voz en off de Tamara ahora tiene más sentido que nunca.

 

El puzle elegido por el director era complejo de armar en tan sólo 80 minutos. Los cambios de énfasis de Tamara, los discursos antes del atentado, la lucha de clases al interior de un grupo de supuesta lucha popular (es bien polémico este punto), las traiciones, todos los elementos van encajando a la perfección.

 

Alguien podría criticar la brevedad del largometraje, pero ese es claramente otro acierto de Juan Ignacio Sabatini, uno de los directores de la excelente «Los archivos del Cardenal». Daniela Ramírez vuelve a estar impecable, esta vez en la interpretación de la comandante Tamara. La cinta deja testimonio de una operación que duró apenas siete minutos y la concisión del relato le aporta al personaje principal esa chispa de vida de Tamara, que sabía que la vida transcurre en un instante.

 

«El mundo dura mientras estamos vivos», son las últimas palabras de Tamara.

 

viernes, 20 de noviembre de 2020

RECITAL DE POESÍA "CHILE Y GUATEMALA" ORGANIZADO POR EL PEN CLUB DE CHILE Y EL PEN CLUB DE GUATEMALA (20 DE NOVIEMBRE DE 2020 VÍA ZOOM)



 

RESEÑA AL LIBRO "CAPILAR" DE LILIAN ELPHICK POR ANÍBAL RICCI




 

CAPILAR (2018)

De Lilian Elphick

 

Juan y Laura, la historia de un Chile fracturado. Esos amantes de amores incompletos que buscaban refugiarse tras la puerta, pero en este país no había puertas. El derecho a la intimidad era custodiado por los agentes, los verdaderos dueños de las llaves. Los amantes eran meras siluetas, una ilusión, la idealización de una pareja. «Escríbeme, dame forma», para que seas testigo de mis sueños, mientras huimos de los gases y los guanacos, escríbeme antes de que me arrojen al mar. El tiempo no era propiedad de los amantes.

 

¿Los enterrarían juntos, después de eludir a la muerte por las calles de la dictadura? «Amé a ese perdido», recuerda Laura, la palabra amar valía sangre. La palabra no dicha recordaba los silencios de las salas de tortura. Esa historia fue olvidada en los salones de los idiotas, los caballos del carrusel no se liberaron de sus rieles, los cuerpos seguían amarrados con alambre y antes de llegar al fondo, un hombre pesca a orillas del lago. Su sueño victimario oculta el olvido y lava la sangre que revive la historia de Juan y Laura.

 

«Yo no esperaba a nadie y te vi», cantaba Fito Páez… apareciste y yo escribí, recordaba Laura sus impresiones sobre servilletas de una fuente de soda. «Basta la palabra amor para llorar a la salida del cine porno», el amor no está en ninguna parte, fue desaparecido mientras las palabras lloraban su ausencia.

 

Lilian Elphick nos regala musicalidad en sus textos, la primera lectura es una delicia, cada frase queda resonando en el dormitorio en que los amantes, la poetisa y el lector, pueden dormir juntos sobre almohadas que aún no han sido robadas (todavía queda tiempo antes de que el ladrón comience a soñar). Estoy leyendo un libro donde los espacios entre palabras son infinitos, donde se recrean las historias de Julio César, uno moderno derribado por una bala loca. El Ulises sindicalista también será arrojado al mar, mientras los torturadores (alemanes) buscan refugio en Colonia Dignidad o en Tierra del Fuego. Las aristas del tiempo serán repetidas hasta el cansancio durante los años de Pinochet.

 

El mundo de «Capilar» está compuesto por palabras que avanzan por el continente de nuestro sistema nervioso. Cada palabra es una gota de sangre, pero los espacios entre los glóbulos rojos están llenos de silencio, de tortura y ausencia de plaquetas que nos protejan de esa violencia desatada. Cada gota de sangre bombeada al corazón, se vuelve sensual a pesar del poco tiempo que les queda a los personajes. Yacen exhaustos, escapando de sus verdugos. «Me gusta» es una opción, pero prefiero «Me seduce», no soy un lector que elija por miedo. Toda la primera parte del libro será abrochada por los últimos tres relatos. El olvido es un acto caníbal. «No es lícito callar», nos refresca Primo Levi en el epígrafe de un superviviente del Holocausto.

 

Lilian Elphick recuerda, cada historia es un acto de memoria construido a través de palabras y silencios. El amante muere bajo el reflejo del espejo de un motel, va a comprar cigarrillos, está cansado de esa mujer, ella quiere darle hijos y él huye durante la noche, para luego girar la llave de la habitación y llorar en silencio. «Obstinado por esa manía de cerrar puertas…», de leer libros que no tienen cerradura.

 

La segunda lectura, más aleatoria, surca por los capilares que enhebró la autora. Descubro la razón de ser de cada pequeño relato y me siento un «pequeño inútil» ante los espacios en blanco de las páginas. Me reconozco como lector y evoco todos los instantes que sobreviví leyendo libros. Estoy orgulloso de entender este libro de pasajes crípticos, pero Lilian me recuerda que soy otro personaje, un simple lector egocéntrico buscando encontrarme entre líneas.

 

«El vecino no regresó nunca más», el amante que la autora recuerda, no pudo quedarse a su lado. A su memoria regresan las protestas, cuando iban disfrazados de enamorados besándose bajo la lluvia de los carros policiales.

 

La tercera lectura es para recordar los personajes, las anécdotas, sobre todo las imágenes. Hay pesadumbre ante los horrores vividos durante la dictadura, pero también subsiste la esperanza de los amantes. No importa si alguno desapareció o si la clandestinidad los separó. Quizás ambos murieron atados a las vías de la muerte, separados al momento de los apremios ilegítimos. Ese amor clandestino los unió en la eternidad, ese amor explica que todo valió la pena.

 

«Nos jugamos la muerte», afuera llovía y el ruido de los extractores los enmudecía de miedo. «Yo escribía», mientras el amante observa expectante por la ventana. Las palabras fueron desapareciendo y esas dos siluetas se transformaron en fantasmas. 

PRESENTACIÓN DEL LIBRO "TRAMA" DE LA POETA Y ENSAYISTA EUGENIA BRITO (VÍA ZOOM, 25 DE NOVIEMBRE DE 2020)


 

"HECHOS Y DESHECHOS", CRÓNICA DEL POETA CHILENO ANTONIO ARÉVALO

 



Incautos poetas, curadores indefensos


14 NOVIEMBRE 2020



5 de enero: almorzamos en Viterbo con amigos, un grupo fogueado en la cena de Nochevieja en casa de Tommaso, en Bomarzo.

5 de febrero, un mes más tarde.

9 de la noche: Estación Tiburtina, Roma. Vengo de un acto en apoyo de una nueva Constitución chilena que rompa definitivamente el vínculo con la dictadura de Pinochet.


Desde que vivo en la Tuscia viterbense me siento un poco como Cenicienta. Llamar un taxi y salir pitando a la estación es ya una costumbre: no puedo perder el último tren. El vagón va medio vacío y siento cansancio. Me quedo dormido y luego despierto con un repentino ataque de tos. Es una tos seca, anómala, con picor de garganta. Ya en casa, otro ataque de tos. Duermo poco y lo poco que duermo es más bien en duermevela.


6 de febrero: al día siguiente me quedo en cama, creo que tengo gripe, alguien me recomienda Tachipirina, que contiene paracetamol e ibuprofeno. Guardo cama durante siete días (que yo recuerde no me había pasado nunca).

En el grupo se comenta que a todos nos pilló esta gripe de febrero. Algunos me dicen que no me preocupe, que solo es una gripe. Otro de nosotros, Stefano, está en cama con fiebre. Me aconsejan reposo, sopita caliente, quizás una Tachipirina. Y hacer solo lo que sea forzosamente necesario.


Cama y tos seca que, de vez en cuando, se convierte en agudos ataques de tos, los cuales casi no me dejan respirar. Mientras tanto, mi gato se calienta al sol.

Ya en la sexta noche, estoy mirando la televisión cuando instintivamente me paso la mano por la frente. ¡Mierda, pero si tengo fiebre! Paolo me lo confirma. Él va a Viterbo cada día a dar clases, una vez a la semana lo hace en la Academia y el resto de los días en un instituto, pero la semana pasada sintió un dolor en el pecho, como si se lo estrujasen, y le costaba respirar. Terminó en urgencias. Tras tenerlo en observación durante horas, lo mandaron a casa.

Octavo día: a través del servicio de la Pro-Loco de Sipicciano consigo el número de teléfono del médico de guardia. Llamo, viene y me toma la temperatura. Me pide que tosa y hace algunas preguntas más. Antes de irse, me prescribe algunos antibióticos.


Sigo en cama. Con la dieta de antibióticos empiezo a sentirme mejor.

Tiempo antes habíamos sido invitados a Viterbo, a la casa de una amiga, que organizaba una especie de vernisagge, a la que acudieron numerosas personas. La atmósfera era agradable, copa de prosecco mediante. Los invitados se entretenían contemplando y charlando acerca de las obras expuestas y fueron muchas las que se vendieron. Al acabar, de vuelta para casa.

Unos días después, nuestra amiga se va recuperando de una fuerte gripe. Por casualidad, tras un chequeo y una radiografía, descubren que tiene una bronquitis a punto de degenerar en neumonía, detectada justo a tiempo. Mientras tanto, Chiara se marcha a Mauricio y Rosella debe viajar a las Maldivas. Por entonces, en Italia se contabilizan 39 infectados y dos fallecidos. Hay gente que anda por la calle con mascarilla y gel para desinfectarse las manos. Se suspende mi viaje a Chile, programado para el 20 de marzo, hasta nuevo aviso.


24 de febrero: Chiara no vuelve de Mauricio. Lo dice el telediario. O hacen cuarentena o regresan. No quieren a los italianos y si proceden de Lombardía, todavía peor. A Gianni, que la espera en el aeropuerto, lo entrevistan en las noticias. Rosella anula su viaje a las Maldivas.

El cuarto reverbera con la luz, y el resplandor que provocan las potentes lámparas se irradia a través de la puerta y las ventanas.

¡El problema existe, pero no se ve! ¿El ofuscamiento de la comunicación nos distrae y nos deja inconscientes? ¿O vemos tan solo lo que nos conviene ver?

El 11 de marzo de 2020 se anuncia la epidemia de coronavirus que, en breve, puede ser declarada pandemia.

Una atmósfera plana impide que la búsqueda expresiva se traslade a esta fuente de materiales de exploración, la cual comprende millones de personas protagonistas.

En conclusión, no es el contagio de la enfermedad lo que nos preocupa, sino la difusión del pensamiento de ese germen que nos corrompe/corroe y de la acción obsesiva, el odio y el amor, en la que seguir el propio talento nos ofrece una señal, expresando ansiedades y ataques.

Algunos amigos tienen dudas sobre el virus, publican entrevistas con presuntos científicos que nadie conoce, hablan de conspiraciones.

De un lado, permanece intacta la confluencia de caminos; por el otro, la conciencia de que no podemos ceder nuestro espacio a la gestión de quien produce barbarie o incluso a quienes la difunden.

Cada momento, no solo cada día, debemos vivirlo como si fuese la última cosa que nos fue concedida. El mañana no existe, así que liberémonos de él, limitándonos a vivir cada segundo. Esto me lo dijo una vez un poeta.


Era enero de 1988. Soledad Bianchi me llevó junto a Juan Luis Martínez, en Viña del Mar, ciudad próxima a Valparaíso.

Era considerado uno de los poetas más lúcidos de su generación, ya fuese por sus creaciones literarias, o bien por su erudición y talento como artista visual. Convaleciente de su enfermedad, padeció durante muchos años los efectos de la diabetes, la cual poco a poco fue socavando su vitalidad hasta causarle necrosis tubular aguda en los riñones.

Vivía con su familia en una casa modesta y, antes de llegar, habíamos tomado pollo asado y alguna bebida local cuyo nombre ya ni recuerdo.

Ese día, Juan Luis me regaló La nueva novela, obra que se encuadra en la poesía metafísica y la metapoesía, articulando uno de los discursos más disruptivos y elaborados de la literatura chilena. Se convirtió, además, en virtud de las múltiples dimensiones, lecturas e interpretaciones que permite, en fuente inagotable de controversia y estudio; ecos de una erudición expresada en un lenguaje difícil y que se inscribe en la tradición poética chilena que interroga los límites entre trabajo visual y escritura.

Me entregó el libro no sin antes componer y escribir a mano algunas páginas allí mismo.

Al abrir la obra, se asiste a un complejo compendio de citas, reales y ficticias, que construyen el juego de espejos en que acaba por convertirse el texto, fundado, asimismo, en una esmerada planificación que integra el elemento gráfico y objetivo como un aspecto más del discurso lingüístico-literario del autor.


Con el cariño por tu poesía y el abrazo fraternal de Juan Luis Martínez, Viña del Mar, enero 88.


Esa fue la primera y última vez que lo vi. Murió en 1993, con apenas 49 años, de un infarto fulminante.


Ese último día, antes que él mismo se extraviara

entre el desayuno y la hora del té,

advirtió para sus adentros:

«Ahora que el tiempo se ha muerto

y el espacio agoniza en la cama de mi mujer,

desearía decir a los próximos que vienen,

que en esta casa miserable

nunca hubo ruta ni señal alguna

y de esta vida al fin, he perdido toda esperanza».

(«La desaparición de una familia», de Juan Luis Martínez)


El hombre puede ser, o al menos intentar ser, aquello que quiere. He ahí por qué el hombre es libre. Es libre porque su ser no es algo fijo y determinado, por tanto, no tiene más remedio que ir a buscarlo y esto (que tendrá lugar en cualquier futuro inmediato o remoto) lo debe elegir y decidir solo.

(José Ortega y Gasset)


Incursión, ataque, sirenas del cielo, pillaje de piratas. Deseando tener en cuenta los tiempos de conflicto, los actuales, que parecen diseñar de forma espectacular y cruel un nuevo escenario para los próximos años, he pensado que el arte, no pudiendo sustraerse a todo esto, amalgama, asalta, hace pillaje de todo, creando así nuevos signos, visiones evocadoras, hallando en el reflejo de unos y otras su propia espectacularidad y, en las mutaciones, visibilidad y provocación imperantes, sus potencialidades.

Recuerdo como si fuese ayer uno de tantos viajes a París. Mi primer viaje fue en autostop, acompañado de dos amigos muy ingenuos, saco de dormir a cuestas, en definitiva, tres personas bastante engorrosas.

El relato muestra el testimonio resultante, yuxtapuesto a un texto articulado (en primera persona) de un narrador que hace preguntas acerca de los peligros de historizar el presente, el significado de un monumento en un lugar de grandes proyecciones económicas, el anacronismo de un turismo de espectáculo y sobre las ideas del nacionalismo respecto de una identidad extranjera, basada en la experiencia personal de inmigrante. En este contexto, eres un inmigrante. ¡Punto!

Finalmente nos subimos a un tren fingiendo que nos habían robado.

La segunda vez llegué en tren y no se trataba de un viaje turístico, sino de conocimiento. Dos veces perdí el tren, teniendo que esperar al día siguiente para recomenzar el viaje. Es ahí donde las intersecciones perdidas de cualquier periferia, con las intervenciones de Ernest Pignon, devienen un rincón de poesía, un rubí, una hermosa gema que nos transporta a otra época, hecha de memoria, de historia. Conocí a Pignon, con José Balmes y Gracia Barrios, el pintor Guillermo Núñez y Soledad Bianchi, en su atelier, donde se percibía el perfume antiguo de la bohemia parisina de finales de los años setenta y del inicio de nuestro exilio.

Después, los viajes se hacen más frecuentes, hasta el punto de adoptar para siempre a mi amado Palatino, el tren que conecta Roma con París y me deja en la Gare de Lyon.

Aquel día que ahora deseo recordar, había llegado muy de mañana y justo después del obligatorio cruasán, oh croissant, auténtico símbolo de la pastelería transalpina. Pues, ¿qué desayuno sería merecedor de tal nombre sin cruasán en forma de media luna?

Ducha rápida en casa de mi amigo Felipe Tupper, zapatillas, jeans, calcetines y suéter, todo escrupulosamente rojo, y enseguida tren a Chantilly, donde me hospedaré en el hermoso castillo.

Ningún castillo que haya pertenecido al rey de Francia puede igualar el encanto, el charme, de Chantilly. La prestigiosa mansión presume de una arquitectura de ensueño y de un jardín proyectado por el mismo arquitecto que concibió Versalles. Sus fastuosas salas albergan un museo y una galería de arte.

Al mismo tiempo que me dan las llaves, me ofrecen la programación de los actos y encuentros que tendrán lugar a lo largo de dos días. La llevo conmigo a la habitación. Abro las ventanas y tras el primer impacto de unas vistas impresionantes, estoy en torno a la chimenea, copas de vino rojo, acompañado por el intelectual francés Régis Debray, quien partió a Bolivia con el Che Guevara y que, al parecer, no encuentra nada mejor que hacer que enseñarnos cómo se lleva a cabo la revolución. Somos cinco o seis personas.

Vuestra revolución no puede ser la realizada en otro lugar, con un partido a la cabeza. La guerrilla de todo el pueblo, ¡esa es la verdadera revolución!

¡Que así sea!


Cada vez que voy a París intento encontrarme con mis amigos poetas Felipe Tupper, Mauricio Electorat y Waldo Rojas, pero, sobre todo, frecuento a Irene Domínguez.

Nacida en Santiago de Chile en 1933, Irene Domínguez, pintora, se traslada a Europa, donde estudia arte en España y Francia.

Establecida en París en 1964, conoce a Wilfredo Lam, quien la introduce en el círculo de artistas de la ciudad. Para mí, Irene es París. Falleció recientemente. Estará siempre en mi corazón.


Entro en contacto con los jóvenes escritores latinoamericanos. Para nosotros, París forma parte del imaginario literario: escribir y no haber vivido en París, aunque no sea más que por un breve período, no es posible. Todavía se respira la presencia de Cortázar, de Alejandra Pizarnik. Sobre todo, no es posible no haber vivido en una chambre de bonne. Esta forma de alojamiento para la mayor parte de los extranjeros que deciden establecerse en París son minúsculas estancias que, originalmente, eran utilizadas como dormitorio por el servicio de las familias ricas que ocupaban las viviendas adyacentes. De confort mínimo, el baño a menudo estaba situado en el rellano exterior y era compartido con el resto de los usuarios de la misma planta.

Participó en los «Talleres Literarios», donde leemos nuestros textos, los confrontamos, los criticamos, muchos de los participantes vienen de México, hay alguno de Chile, huyendo de la dictadura, no hay ni un solo argentino, también algún hijo de un magnate del petróleo de Venezuela.

«Un esquema métrico preciso desarrolla una tendencia circular cuya veta alquímica, unida al carácter científico de la estructura, marca el proceso», me dice este último, despidiéndose porque ya llega su chófer.

«No se omite, por otro lado, el cortocircuito entre realidad y dimensión imaginaria. La ironía, el juego, el exceso de emociones provocadas en el espectador representan los componentes que generan en él tal condición», afirma uno de los mexicanos después de haber leído su texto.

Está el visitante, la proyección de un niño filmado en el momento de esnifar pegamento. Al recuperar esta secuencia de la historia del cine y proyectarla hacia una realidad de fuerte contemporaneidad, se propone la visión participativa de un estrecho contrapunto dialéctico. El señor que acaba de hablar se dedica a la escritura cinematográfica.

Un cuerpo solo que no es un cuerpo cualquiera, sino que, al contemplarlo, se convierte en nuestro propio cuerpo. Aquel que solo es él. La apropiación del propio yo que ya no está contenido en un solo cuerpo, sino que deviene la imagen del espejo que refleja la realidad: nosotros y, reflejándonos, el cuerpo colectivo. Digo. A mi alrededor se hace el silencio.


No hay impresión de una campaña aérea o una visión estratégica. Solo estamos golpeando los objetivos.

(Anónimo)


Al llegar la noche en que el alma

iba a serle reclamada

he aquí que al no aguantarse

la entregó una hora antes.

(Samuel Beckett)


Podría pensarse que contemplar un espectáculo de Beckett en París es lo máximo. Luego, el regreso a la normalidad, estoy en Roma y todavía sigo partiendo, en marcha hacia algún sitio.


Ni un billete ni una reserva pudieron convencer a la caterva humana que nos impidió, a mí y a otros centenares de viajeros, llegar a asumir compromisos contraídos tiempo atrás, como el de este agradable encuentro con Polignano a Mare, Rosalba, Michi, Claudio y el Palazzo Pino Pascali, que todavía no conozco.

Por eso, ahora intento compensarlo con esta presentación escrita, la cual os envío mediante esta santa paloma mensajera que responde al nombre de correo electrónico:


«Coexistencia» es un trabajo en video que se diferencia bastante del resto de la producción de Donna Conlon. Filmada en el bosque que rodea la ciudad de Panamá, es quizás la obra más próxima a una visión global de las conflictivas relaciones entre el género humano y el ambiente que lo rodea, y representa también, de alguna manera, una luz de esperanza, una reacción de la artista en el contexto de la invasión de Irak. Los bosques tropicales están llenos de hormigas «zompopas», hormigas podadoras, las cuales transportan trozos de hojas que emplearán como composta para sus colonias. Observando una de estas «procesiones», en el curso de una visita a Palenque, México, en 2003, la artista se puso a meditar sobre cómo hacerlas portadoras de un mensaje para transmitir en sus marchas diarias. Y así acabó diseñando en papel pequeñas señales de paz y pintó las banderas de los 191 países de las Naciones Unidas. Las hormigas recogieron tanto las hojas que cortaban como los pedacitos de papel dibujados por la artista, y la cámara documentó una hora entera de procesión. Conlon publicó a continuación un video resumen de unos pocos minutos, pero durante su elaboración, intentando seleccionar las banderas de aquellos países que habían sufrido desgarros y conflictos recientemente, se dio cuenta de que esa situación afectaba a casi todas las naciones.

En palabras de la curadora Virginia Perez-Ratton, se presenta como una reflexión seria, desde un punto de vista lúdico, esperanzador, sobre el valor de la conciencia y el poder de la colectividad.  


Muchas gracias por la atención y la próxima vez será, cuando el día de las votaciones y las ganas de cambio no nos fuercen a abalanzarnos sobre los trenes, a ocupar las carreteras, dejando tirados a incautos poetas y curadores indefensos.



Link: https://wsimag.com/es/trama/64052-hechos-y-deshechos