La única y primera palabra que he pronunciado ha sido no. No puedo escribir sino no, dos mil millones de veces y sin voz. No.
Ha muerto Stella Díaz Varín.
Y ahora vendrán los homenajes…
Estas letras, estas líneas que aquí transcribo, ella pudo escucharlas pero nunca las vio publicadas. Este pequeño texto que leí en la presentación a su hermosa lectura en agosto del año pasado en “La Chascona”, quiere denunciar la injusticia que siempre sufrió (injusticia verdadera, sin que derramase una sola lágrima) cuando tantos se premiaron, se reconocieron y se ufanaron mientras ella, silenciada, no recibió nada.
Sumaremos su nombre a la larga lista de los que esta tierra no ha querido nunca ver en su ceguera imperdonable. Pero sumaremos su nombre, su gran poesía, a esa otra pequeña lista, donde sólo los poetas que de verdad lo son, están inscritos definitivamente.
Vayan estos versos de García Lorca, que leímos en mi casa, en la madrugada, hace unos pocos años, junto a la música de “El Moldava” de Šmetana y “El Emperador” de Beethoven para que recordemos en silencio:
No te conoce nadie. No. Pero yo te canto.
Yo canto para luego tu perfil y tu gracia.
La madurez insigne de tu conocimiento.
Tu apetencia de muerte y el gusto de su boca.
La tristeza que tuvo tu valiente alegría.
A. M.
Santiago de Chile, 14 de junio de 2006
LA ESPERANZA OCULTA EN STELLA DÍAZ VARÍN[1]
En la vastísima categoría de la llamada “poesía metafísica o existencial”, la obra de Stella Díaz Varín ocupa un lugar de privilegio dentro de toda la gran poesía chilena. Y no hablo de la poesía femenina, ni de la poesía escrita por mujeres, ni menos de la poesía feminista[2]. Aquí, no hay un problema de género de géneros o de istmos. Aquí sólo vale la palabra que en realidad es verdaderamente poesía: sola ella, desnuda ella, con todo lo bueno, lo peligroso y lo deslumbrante que puede acarrear para el lector y, qué duda cabe, para la poeta. Si bien la mayoría de los exponentes de la generación del cincuenta o de 1957 –generación en la cual generalmente se inscribe la poesía de Stella- fueron tocados por la tragedia de la Guerra Civil Española y de la Segunda Guerra Mundial (aunque fueran muy jóvenes), por la realidad de los campos de concentración, del genocidio, de la bomba atómica y del cuasi suicidio colectivo de la humanidad, impacta que aún así exista un gran número de autores que insisten en la escritura de una poesía –esperanzada o desesperanzada- que consideran, por sobre todas las cosas, indispensable. Aunque todos estos chilenos inician su oficio poético en un lejano rincón del mundo, el peso de la responsabilidad como miembros de la especie humana se evidencia a todas luces. Contrariamente a lo que podría pensarse, no existe un “escapismo” en estas poéticas: sus voces se hacen eco de las grandes preguntas surgidas después de estos conflictos, de la desesperación, del vacío, de la amargura y hasta del desamparo de la mayoría de los seres sensibles y pensantes. Pero, por otra parte, también formulan distintas salidas a estos momentos terribles de la historia. La religiosidad, la filosofía, las ideologías, son las respuestas que muchos de ellos encuentran para intentar la reconstrucción de la esperanza y de una realidad que, sin lugar a dudas, piensan que debe cambiar urgentemente.
Entre los poetas más importantes de esta promoción se encuentra, como he dicho, la figura de Stella Díaz Varín (1926), poeta que, perteneciendo claramente a una línea de escritura que pretende reformar la poesía de su época integrando a ésta el tema de la ciudad (léase poesía urbana improntada por la voz de Enrique Lihn y de los narradores del ’50 o ‘57), debe considerársele en el grupo de poetas que se orientan hacia una poesía metafísica y existencial. Su obra lírica, reunida en los volúmenes Razón de mi ser (1949), Sinfonía del hombre fósil y otros poemas (1953)), Los dones previsibles (1992), Poesía (1994) y (Con)vivientes en la palabra (1998) debe ser señalada como una de las más notables dentro de la poesía escrita en la segunda mitad del siglo veinte en Chile. Su intensidad y densidad lírica, su penetración en temas que apuntan al origen y al destino del hombre así como su perfección en el oficio, deben constituirse en razones definitivas para que la crítica especializada preste una mayor atención a su escritura[3].
En la temática de Stella Díaz, la presencia de la muerte, del amor y del desamor, del tiempo y de la precariedad de la existencia son fundamentales. El poema "De la prematura muerte" es un ejemplo paradigmático de sus obsesiones y búsquedas:
Ella dice:
¿Cómo es el amor? ¿Quién lo pretende?
El tiempo es tan efímero
y estás llorando por lo imaginario.
Es fácil el dolor, la alegría, la duda,
y el llorar de rodillas;
no es el querer morirse caminando
para no regresar después de nada.
En mis manos abiertas,
ha nacido mi querida amargura,
y tus ojos severos, están muertos
detrás de mis umbrales.
Nada tengo de ti, nada ha quedado.
Las prematuras muertes no nos unen,
no estuvimos jamás en el silencio,
ni con el tiempo, y es que nunca estuvimos. [4]
Dentro de esta corriente es indispensable señalar que su poesía no sólo queda en el devaneo existencial, sino que indaga en la profundidad del ser y en el hálito de la esperanza intentando establecer un horizonte de claridad como vehículo de reconstrucción de un mundo que no le satisface y que pretende reformar a toda costa. Ejemplo de lo dicho son sus intensísimos “Cantos a Anadir”:
“Yo estaba como aquel a quien le han sido
/arrancados
los ojos por una manada de serviles águilas. Y mi
/sangre
entonces, era vertida en el pozo más oscuro de mi
/casa
(…)
Anadir, si te dijera que acabas de nacer junto
/conmigo
me tendrías más confianza, pero ya ves, la fatalidad
ronda mis puertas y no puedo mentirte,
(…)
Entonces tu planta bailará sobre los cristales
/líquidos
de la lluvia y reirás como una niña recién parida”.
(“Cantos a Anadir I”)
Es la poeta quien se enfrenta a su hijo, a su objeto amado, a su objeto poético, Anadir, a quien desea ver reír y bailar bajo la lluvia…La hablante es la inmóvil, la testigo, la petrificada. El mundo sigue su curso, a pesar de ella, a pesar de su canto, a pesar de su dolor. No puede, entonces, tacharse esta escritura como una suerte de lamento interminable donde no existe la luminosidad del mañana ni el deslumbramiento por el futuro. Stella Díaz Varín recorre los laberintos del dolor, sí; se desgarra en el desdoblamiento doloroso, al decir de Rimbaud, sí; se destruye en el tránsito para construir en él la palabra, el universo utópico de un verbo que se agita con la fuerza inusitada de la “razón de su ser”, parafraseando a la misma autora.
La esperanza oculta está en leer más allá del mito; y no sólo en el mito de la propia autora (la combativa, la rebelde, la joven eterna, la bella luchadora que siempre nos encandilará), sino en el mito que ella solamente es capaz de recorrer: el mito de la errante, de la poeta a secas, de esa “goliarda” presa de la palabra inútil. Y en esto soy enfático. Creo, y lo digo sin pudores, que casi nadie conoce la obra de Stella Díaz Varín[5]. Acabados los “coloquialismos baratos” que tanto bien y tanto mal le hicieron a la poesía chilena, española e hispanoamericana, finalizados los trasnochados cantos de sirenas destemplados donde el simplismo tonto reemplazaba la hondura curva de la sólida roca, la obra de Stella Díaz Varín se revitaliza cada día más y adquiere su “peso específico”, su “espesura” frente a tanto vagabundeo estéril que gime novedad anquilosándose en el grito…
Que vengan y que vengan a rendirle pleitesía… Pero que lean su obra de una vez por todas.
Que su mano es ágil, dura, fuerte, potente como el rayo; que su garganta como el grito de mil océanos cantando.
Pero sobre todo que surja ese rugido inmenso, callado, quieto, hermoso; esa, su palabra de ámbar, de cuchillo; esa que destelle y que rompa la mirada del que leyó y leyó; y no olvida, y no podrá olvidar.
me tendrías más confianza, pero ya ves, la fatalidad
ronda mis puertas y no puedo mentirte,
(…)
Entonces tu planta bailará sobre los cristales
/líquidos
de la lluvia y reirás como una niña recién parida”.
(“Cantos a Anadir I”)
Es la poeta quien se enfrenta a su hijo, a su objeto amado, a su objeto poético, Anadir, a quien desea ver reír y bailar bajo la lluvia…La hablante es la inmóvil, la testigo, la petrificada. El mundo sigue su curso, a pesar de ella, a pesar de su canto, a pesar de su dolor. No puede, entonces, tacharse esta escritura como una suerte de lamento interminable donde no existe la luminosidad del mañana ni el deslumbramiento por el futuro. Stella Díaz Varín recorre los laberintos del dolor, sí; se desgarra en el desdoblamiento doloroso, al decir de Rimbaud, sí; se destruye en el tránsito para construir en él la palabra, el universo utópico de un verbo que se agita con la fuerza inusitada de la “razón de su ser”, parafraseando a la misma autora.
La esperanza oculta está en leer más allá del mito; y no sólo en el mito de la propia autora (la combativa, la rebelde, la joven eterna, la bella luchadora que siempre nos encandilará), sino en el mito que ella solamente es capaz de recorrer: el mito de la errante, de la poeta a secas, de esa “goliarda” presa de la palabra inútil. Y en esto soy enfático. Creo, y lo digo sin pudores, que casi nadie conoce la obra de Stella Díaz Varín[5]. Acabados los “coloquialismos baratos” que tanto bien y tanto mal le hicieron a la poesía chilena, española e hispanoamericana, finalizados los trasnochados cantos de sirenas destemplados donde el simplismo tonto reemplazaba la hondura curva de la sólida roca, la obra de Stella Díaz Varín se revitaliza cada día más y adquiere su “peso específico”, su “espesura” frente a tanto vagabundeo estéril que gime novedad anquilosándose en el grito…
Que vengan y que vengan a rendirle pleitesía… Pero que lean su obra de una vez por todas.
Que su mano es ágil, dura, fuerte, potente como el rayo; que su garganta como el grito de mil océanos cantando.
Pero sobre todo que surja ese rugido inmenso, callado, quieto, hermoso; esa, su palabra de ámbar, de cuchillo; esa que destelle y que rompa la mirada del que leyó y leyó; y no olvida, y no podrá olvidar.
Andrés Morales
[1] Texto leído en ocasión del homenaje realizado a Stella Díaz Varín en “La Chascona”, Fundación “Pablo Neruda”. Santiago de Chile, agosto de 2005.
[2] Y destaco también la obra de las poetas Delia Domínguez y Eliana Navarro otras “postergadas” de nuestras letras.
[3] Al respecto es notable el prólogo de Enrique Lihn al libro Los dones previsibles. En él señala: “(...) La voz, que quizá se hace oír en versos largos y acumulativos, es imperiosa, arbitraria y, con la palabra amén, el sujeto de una cierta profanación (...) Algunos de nosotros, estimulados por el ejemplo de Nicanor Parra, nos alejamos rápidamente de ese tipo de poesía –del hipnotismo de las Residencias de Neruda, del gigantismo de De Rokha- Stella, no. Hasta el día de hoy sus mejores versos (Y un horizonte/donde aprendí a reverberar/con el último rayo de sol sobre las aguas”) son autoreferenciales. Adornos de la propia persona retorizada, que es la máscara del poeta (...)”. En Díaz Varín, Stella. Los dones previsibles. Editorial Cuarto propio. Santiago de Chile, 1992, pp.11-12
[4] Díaz Varín, Stella. Razón de mi ser. Morales Ramos Editor. Santiago de Chile, 1949, p.31.
[5] Algo similar ocurre con Gabriela Mistral, tan nombrada y tan poco leída.