"Arqueologic" (c) Fotomontaje de Rafael Garay (Valencia, España)
FIN DE SIGLO: NUEVA POESÍA CHILENA DE LOS 80
(Gutiérrez, Julián. Santiago: Editorial Ventana Abierta, 2009)
Julián Gutiérrez es un poeta que como tantos otros ha devenido editor y, en el presente volumen, antólogo. Ha demostrado su oficio en tanto promotor de otros con su editorial Ventana Abierta, además de mantener un blog (hotel-nube.blogspot.com), donde también se da tiempo para reflexionar sobre el quehacer poético en una sociedad como la nuestra en que su lugar es por muchos asumido como subalterno. Nada más ni nada menos que eso.
En esta antología autoproclamadamente de fin de siglo (testimonio que otros también se han conferido a sí mismos), Gutiérrez reúne a veintiocho poetas que, de acuerdo a lo que él mismo señala en el prólogo, pertenecen a la generación del '87, aquella que tendría ciertas coincidencias no sólo etáreas (todos nacieron en la década del sesenta, salvo Isabel Gómez), sino también, tal como lo plantea el propio Gutiérrez, citando a su vez a Jesús Sepúlveda, una “cierta pertenencia a una visión de mundo, una sensibilidad, un lenguaje y una formación relativamente similares” (Sepúlveda, en Gutiérrez, 3). Esta noción de grupo generacional o promoción será lo que intentaremos examinar con mayor detención, en la medida en que pensamos, con Patricia Espinosa (2006), que tanto la llamada generación del '87, como la del noventa e incluso los efímeramente autodenominados novísimos, comparten rasgos que los unifican antes que los separan, a saber:
Los poetas que surgen a fines de la década del '80 se conectan evidentemente
con los autores que surgen a mediados de los 90 y comienzos del 2000 a
partir de la tematización de experiencias de devastación, dictadura,
democracia incapaz, corrupción, cuerpos sometidos y castigados,
mercantilización de cada ámbito de la vida. Lo cual nos lleva finalmente a
identificar un proyecto de continuidad estético-político, tremendamente
saludable para la pequeña república de las letras chilenas.
(Espinosa, 64. El subrayado es mío).
Fin de siglo: nueva poesía chilena de los 80, quiere enfatizar las particularidades de este grupo subrepresentado, según la perspectiva de Julián Gutiérrez. Y en este afán hasta cierto punto reivindicativo, Gutiérrez nos pone frente a autores que podrían estar y algunos de ellos están en ese número reducido de antologías y estudios críticos que paulatinamente van sedimentando un canon. Ahí se encuentran para corroborarlo Malú Urriola, Armando Roa, Sergio Parra, Jaime Huenún, Víctor Hugo Díaz.
Dispareja como toda antología, la de Gutiérrez también incluye nombres que forzosamente nos abren una incógnita por su inclusión, pero esto no sólo es parte del folklore de este tipo de publicaciones, sino una muestra de la necesaria y bienvenida diferencia de criterios entre el antologador y quien firma estas líneas. Sin embargo, un punto sobre el cual no quisiera pasar de largo es el referido a la caracterización que el autor de esta antología hace de sus antologados.
Cuando se dice que el “propósito [de la generación del '87] sería borrar las huellas del pensamiento teleológico y erosionar la idea del sujeto tradicional como fuente de significación o paradigma de comprensión de lo real” (Gutiérrez, 10), nuestro antologador sigue lo expuesto por Óscar Galindo, para quien la relación entre estos autores y la realidad deviene problemática. Según este último crítico, la realidad como fenómeno se ha vuelto “difícilmente sistematizable y asimilable” (Galindo, en Gutiérrez, 10), por lo que ellos optarían por hacer una representación fragmentaria de la misma, movidos ante aspectos parciales o específicos de ella.
Aun cuando lo dicho por Galindo nos parece acertado, no podemos sino hacer notar que este crítico y estudioso de la poesía chilena llega a las mismas conclusiones que Patricia Espinosa, aun cuando esta investigadora esté hablando, en su caso, de los autores agrupados en la generación del noventa y del 2000. Ambos críticos coinciden ya en la ausencia de la totalidad (Espinosa), ya en las dificultades de representación de la realidad (Galindo). Ninguno, sin embargo, ahonda en los por qués de la renuencia de los poetas estudiados para abordar ese mar de fondo, ni tampoco cómo esta misma renuencia es representada de manera fragmentaria, a través de retazos y/o síntomas. Nosotros queremos, en cambio, señalar en esa renuencia el denominador común que creemos ver entre estos poetas, la ligazón que nos hace sostener que, más allá de las distintas prácticas y las variaciones escriturales propias de un proceso complejo como el de la producción poética en Chile en las últimas dos décadas, de 1987 al 2005, de acuerdo a la diacronía estipulada por Espinosa, hay una sola generación poética.
La situación histórica en Chile se define a partir del comienzo de los gobiernos de la Concertación de Partidos por la Democracia, como la administración del sistema de mercado y libre comercio en tanto herencia de la dictadura, junto con la re-evaluación del gobierno pinochetista como quiebre institucional y la inédita violación de los derechos humanos sistemáticamente orquestada desde el Estado. Cumplida “la labor de limpieza” de los organismos de seguridad del Estado, vía el terror o el silenciamiento, i.e., sorteados ya todos los escollos que impedían la aplicación desembozada de las recetas neoliberales a las que nadie o casi nadie hoy en día se opone, la participación ciudadana se ve reducida al papel de consumidores, aun cuando, tal como plantea Tomás Moulián (38-9), este cambio de rol no se haya producido por el progresivo aumento del poder de compra de las clases asalariadas, sino por la masificación de los créditos de consumo, a la vez que esos mismos asalariados han sido despojados de los derechos de negociación colectiva y el de sindicalización interempresa.
En este escenario, la poesía que incluye a los autores de estas dos décadas ya indicadas (1987-2005), tiene factores de origen más o menos común, en los que una misma formación social ha provisto las bases culturales y materiales para trazar el perfil, siempre cambiante, siempre problemático pero también problematizable de un grupo de autores (me remito, en términos generales y provisorios, a los listados por la misma Espinosa) que, tal vez como pocos en la literatura chilena, han intentado a través de distintas estrategias, aunar su sentido histórico con su historicidad, de manera en mayor o en menor medida explícita, con distintos focos de la percepción pero por lo común a sabiendas de que estaban inclinando la balanza hacia las distintas formas que asume la relación de poesía y política. Es evidente que el grupo del '87, especialmente aquellos agrupados en torno a la revista Piel de Leopardo, ejemplificó una actitud de desmarque ante las poéticas más militantes y contestatarias ante la dictadura pinochetista, enfatizando un callejeo urbano y juvenil que no abandonó, sin embargo, el foco de lo político, sino que lo modificó de modo tal de abandonar las teleologías partidarias y todo tipo de ortodoxias.
Casi lo mismo se podría decir de los noventa: el énfasis en una discursividad enrevesada, donde se pone bajo la lupa tanto los conceptos de tradición como de lenguaje poético, respondió en última instancia a la necesidad de traducir el desencanto político y la tierra de nadie en que se convirtieron los años de la transición en una interrogación acerca de la(s) forma(s) de representar tal desconcierto. Las poéticas más recientes y de última hora no han hecho sino agudizar hasta límites insospechados una estética renovadamente juvenil y urbana, a la vez local y globalizada y que ha hecho de sus capacidades performativas una línea hasta hoy (casi) inédita de representación literaria.
Pero en unos y otros es sintomático el enfoque fragmentario de una realidad que pareciera desbordarlos. Es recurrente la visión azarosa y a ratos conmocionada de un mundo que parece, tal como lo señalara Galindo, inasible. Esto constituye para nosotros el hecho mismo que aúna, más allá de sus diferencias, a los autores que van del '87 al 2005, a saber: textos fundamentalmente excéntricos o, como también se les suele llamar, heterogéneos, en los que la causalidad estructural, la Historia que funciona por ausencia, por esa inasibilidad de la que hemos hablado, aparece como el horizonte último ante el cual estos autores reaccionan, ya sea que la reconozcan como “dilema, contradicción, o subtexto determinado[s] respecto de los cuales la primera [la obra poética] viene a ser una resolución o solución sombólica” (Jameson, 35).
Cuando Gutiérrez asocia la escritura de los autores antologados con una estética y una sensibilidad posmoderna, lo hace asumiendo que la mezcla de alta y baja cultura, la presencia del pastiche y del collage como metáforas de los procesos de hibridación son la marca registrada de la postmodernidad.
Lo cierto es que, por lo menos desde nuestro punto de vista, ninguno de los elementos formales recién mencionados es de suyo ajeno a las prácticas postmodernas. Decir lo contrario sería intentar tapar el sol con un dedo (meñique). No obstante ello, si su presencia es un hecho dado, no lo es, en cambio, la razón de ella. No son pocos los teóricos que han definido el período posmoderno (la denominación no es gratuita ni azarosa) en tanto salientes características de estilo. La bibliografía es amplia al respecto y sólo citaré aquí, de pasada, un ya lejano artículo de Arturo Fontaine Talavera, titulado precisamente “La sensibilidad posmoderna”, donde la postvanguardia es puesta de relieve, desde un punto de vista que ilustra perfectamente lo que se suponía una tendencia conservadora en la postmodernidad, en tanto la idea de progreso ha caído en desgracia en la misma medida que los paradigmas filosóficos que la sustentaban. Si cae la idea del progreso como corriente necesaria de la Historia, entonces podemos revalorar el pasado y validarlo a éste no como el cementerio de los estilos muertos, sino como el repositorio de las posibilidades combinatorias, un pasado que puede ser modificado y revitalizado desde el presente. De la mano de la cancelación del paradigma de lo moderno, también cae, en consecuencia, la consabida distinción entre alta y baja cultura. Si el futuro no es averiguable y la verdad no está obligatoriamente en el destino cercano de la humanidad, entonces la necesidad de que el arte sea la vanguardia iluminada queda obsoleta. Así se revaloran el kitsch y la cultura popular, la representación en las artes visuales recobra sus fueros ante el arte conceptual, el relato vuelve a ocupar su lugar en vez de la experimentación lingüística.
No es menos cierto, sin embargo, que esta supuesta democratización del gusto es una democratización -llamémosla, por ahora, así- interesada, esto es, que al atacar
al concepto de valor estético y al sistema de clasificación basado en él
comportan una nivelación de la cultura burguesa residual con la cultura
de masas promovida por el capitalismo monopolista. La introyección
del cine comercial, los cómics, los seriales televisivos, la música pop y
en general la llamada cultura popular en las instituciones culturales,
sus publicaciones y sus congresos, nada tiene que ver con la
democratización de la cultura y mucho, en cambio, con la nivelación
del espacio cultural y la generalización de los criterios de producción
y consumo del arte de masas. Hay una relación, hasta ahora
desatendida, entre el triunfo universal del capitalismo monopolista y
la nivelación del espacio cultural, que impone criterios de
rentabilidad y un servicio de “escaparate” (o, en términos políticos,
de “representatividad”) a instituciones culturales antaño
independientes de las fluctuaciones del mercado.
(Resina, 15)
Lo que interesa subrayar aquí desde el punto de vista crítico es la interacción entre el sistema económico y los sistemas culturales, relación que puede ser altamente intrincada y nunca unidireccional pero, igualmente, insoslayable. El carácter posmoderno de los autores reunidos por Gutiérrez es la expresión de una relación con las condiciones que posibilitan tal discurso antes que una simple cuestión de estilos. Es más, la definición de estos poetas como grupo generacional y la serie de rasgos que comparten con otros cercanos a ellos, se basa sobre dicha relación.
Otro punto que uno tendería a notar, más allá de aquellos horizontes escriturales de los que habla Gutiérrez en su prólogo , es la aparición subrepticia de fuerzas geográfica e imaginariamente centrífugas en lo que podrían reputarse como polos si no opuestos, en cualquier caso paralelos, tal vez complementarios, del reordenamiento de nuestros mapas estéticos y cognitivos. Hace un par de semanas atrás, tuve la suerte de asistir a una conferencia de la profesora Diana Sorensen, “Latin America and the Geographic Imaginaries of the Twentieth and Twenty-First Centuries”, quien se refirió a las nuevas configuraciones culturales que enfrentamos hoy en día y cómo estas modifican nuestra comprensión de casi cualquier expresión artística y/o creativa.
Un aspecto que me llamó poderosamente la atención, de entre los varios de esa charla que sería necesario destacar aquí, es que una vez concluidos los estándares de la guerra fría, el mapa ha tendido a disgregarse de una manera tal en que contradicciones como las de centro y periferia ya no operan más o lo hace sólo de manera parcial, específica y/o local. En este contexto, una de las nuevas ramas de estas cartografías es la de los estudios hemisféricos, aquella que busca integrar en un solo campo de estudios los distintos procesos que acaecen a nivel continental, en una América que no por ser del norte o del sur necesariamente tiene que permanecer disociada .
Menciono lo anterior porque me parece que esos polos paralelos y complementarios, en la antología de Gutiérrez, podrían dibujarse a partir de la ubicación en EE.UU. de algunos de los poetas incluidos (Fisher, Correa Díaz, Leiva y Sepúlveda), cuyas poéticas, si bien diversas, están marcadas algunas de ellas por una extrema intertextualidad y una relación al menos ambigua con un lugar de origen -Jesús Sepúlveda dixit- cada vez más difícil de trazar y, poro otro lado, aquellos otros autores del sur de Chile que parecen, subrayo el parecen, más afincados en una “especificidad cultural” (Gutiérrez, 11) que tendría -remarco, otra vez, el condicional- una relación directa con la identidad.
No deja de ser paradójico que al señalar Sepúlveda la calle como su lugar de origen , lo haga indicando esa santiaguina Avenida Matta inmediatamente después de ubicarla entre el Bronx y el sector Franklin , como si en el tono de una involuntaria profecía hubiera conocido de su ulterior derrotero norteamericano, ese lugar de destino que ha terminado por ocupar una parte no despreciable de su escritura: ahí están poemas como “Phoenix” y “Spleen” para confirmarlo . Ya en el poema de mil novecientos ochenta y cinco , no obstante, el punto de partida del que hablara Sepúlveda ofrecía una cartografía incierta, o aun mejor, sin ataduras. El lugar de origen podía ser el barrio Franklin o Centroamérica, el cielo o Bolivia. No, sin embargo, la Bolivia donde muriera el Che Guevara, como se encarga de aclararnos el hablante del poema. No es menor esta observación en la medida en que el alejamiento de las poéticas más militantes fue un punto de partida para la estética de este grupo que comenzó a publicar en 1987 y sobre lo cual volveremos más adelante.
Dicho sea de paso: la descripción que se hace en “Spleen” de la situación del escritor en la vida norteamericana (“Los días pasan como siempre/mientras sigo en este mismo café/esperando que algo o alguien acierte con el poema perfecto”), es simplemente memorable; tal vez más memorable sea aún porque es la descripción que un escritor sureño hace de la vida de los escritores del sur en el universo yanqui .
Otro que cuestiona agudamente el imaginario norte-sur es Andrés Fisher, poeta chileno nacido en Washington D.C. y radicado durante años en España (aun cuando hoy por hoy haya vuelto a vivir a los EE.UU., donde es profesor de la Appalachian State University). Entre los poemas que se incluyen en Fin de siglo, dos son los que más nos atañen en este momento, los que ponen de manifiesto el carácter híbrido y no identitario de su poesía. “Sobre un país tan largo” y “La noche americana” se centran respectivamente, a través de un juego intertextual y de las dedicatorias que guardan una relación (in)directa con los nombres mencionados, en la negación de su referente, en su razonada deconstrucción. Según la poeta española Julieta Valero, es la
tensión dialéctica que se establece entre el sujeto y la realidad objetual la que
acaba posibilitando que la página en blanco sea un espacio infinitamente fértil,
“capaz de admitir cualquier mundo”. Y que sus habitantes tengan existencia propia
(“Una frase, viva, con sus letras como eslabones de una cadena negra”),
(“Una frase, viva, con sus letras como eslabones de una cadena negra”),
de modo que el ingeniero, el creador, sólo sea una especie de asistente de la
máquina poética que se construye a sí misma ya que su labor “Compete al ser
vivo que es cada verso”. (en www.ladamaduende.org)
“Sobre un país tan largo” es especialmente elocuente en la referencia oblicua de ese contradictorio sentido de pertenencia y distanciamiento que permea a todo el texto de Fisher, donde no hay cabida para ningún tipo de nostalgia o intento alguno de recuperar una identidad que nunca estuvo, para el hablante, guardada o resguardada en el pasado o algún lugar remoto. Por el contrario, el texto explicita “la carencia de rasgos comunes” (16) y/o de todo “atributo o pertenencia” (16). “La noche americana” intenta deconstruir los sueños industriales desde la sociedad post-industrial poblada únicamente de vestigios. Sin embargo es “Santiago 73”, a través de una representación que bordea el silencio y cuya referencialidad se niega a sí misma, el ejemplo más claro de la oblicuidad de la palabra de Fisher.
Otro caso que me parece representativo de estos poetas “del norte” es el de Luis Correa Díaz, poeta que calificaremos por principio como descentrado. Con este último adjetivo queremos señalar la convivencia compleja pero fructífera de una larga lista de idiomas, normas y usos de lenguaje distintos entre sí e incluso contradictorios que, de la mano de Correa Díaz, cobran en sus textos una armonía que sólo su poesía se puede permitir.
Me explico: el descentramiento se produce por el carácter multívoco de esta poesía que está siempre en pos de sí misma. La sucesión de lenguajes que en ella encontramos, nunca consiguen encontrar un rostro definitivo para ella. Y por lo menos este lector no se siente molesto ante tamaña tardanza. Es más: nos parece clave para entender el proyecto de Correa Díaz. Tal carencia, tal demora en dar con una versión que sea única fuente no puede ser sino intencional. Como dice Miguel Gomes, una poesía como esta, se haya recorrida por
la experiencia histórica de las vanguardias y las postvanguardias
antipoéticas, conversacionales, urbanas, afiliadas al spanglish,
“informalistas”, meramente “post-post” y hasta “comprometidas”.
De ese cruce sólo podían salir el Apocalipsis o el libro que el lector
tiene en sus manos. (“Preludio a la fiesta de un poeta soltero”, en
Correa Díaz, Mester de soltería)
Podríamos entonces detenernos en un estudio detallado de esa multiplicidad de expresiones ya referida. Revisar, por ejemplo, el tono devocional de “Oh señora mía” (39), semejante a esos actos de habla que pueblan uno o dos libros de Correa Díaz , viéndolo en relación con el discurso erótico que subyace a él. Estaríamos, así, de acuerdo a lo que plantea Marcelo Pellegrini (2006), ante la presencia de un acto que se puede entender tanto como la oración misma, el acto sexual y/o el de escribir: todos actos performativos (en el sentido en que Austin y Searle hablaron de performatividad (Pellegrini, 32)) y polivalentes: esa oración puede ser el ruego, pero también “la mínima porción comunicativa del lenguaje” (Pellegrini, 33). Esta mezcla adúltera abre asimismo la puerta para valerse tanto de lo elegante como de lo demótico, de un registro del habla popular y de otra que, desde el momento que está incluida dentro del formato de un libro, se supone (acertadamente o no, ese es casi otro tema), “culta”. No se trata, sin embargo, de dos hablas que corran paralelas, sino más bien de una fecundación mutua que modifica ambos discursos.
Otra vuelta de tuerca está en “Cassini´s Stowaway” (Gutiérrez, 42), que introduce paralelamente al tono devocional elementos futuristas y fantásticos que expanden aún más el registro de Correa. Estaríamos en apariencia ante un discurso de la flotación ingrávida de los diversos discursos de los que hace mención Miguel Gomes, en un todo vale del habla poética en el que uno u otro “estilo” sería indiferente. Sin embargo, no creemos que sea tan así. Antes bien, nos parece que Correa Díaz responde con esa multiplicidad de estilos aparentemente equivalentes a esa propagación de flujos de capital y signos visuales, logos y publicidades, mercancías reales y simbólicas en las que la reificación total ha devenido en la conquista por la lógica capitalista de cualquier posible otredad, incluso si ésta se afincaba en una improbable naturaleza impoluta. De este modo, al entregarnos el autor el conflicto entre todos estas formas de escritura, estos estilos que no terminan de imponerse como escritura privilegiada, sino que comparten el espacio del poema de Correa Díaz, es
la yuxtaposición y el conflicto entre los múltiples significados lo que produce
esa radical alteridad que le da forma a la obra: este conflicto no se resuelve ni
se absorbe, sino que simplemente se despliega. Así la obra no puede hablar de
una oposición más o menos compleja que la estructura; porque de hecho ella es
su expresión misma, su corporización. En cada una de sus partículas, la obra manifiesta, revela, lo que no puede decir. El silencio le da vida.
(Macherey, en Rivkin and Ryan, 704. La traducción y el subrayado son míos).
Por lo mismo, nos parece que más allá de la anécdota narrada en el primer poema con que se abren las páginas de Correa Díaz en esta antología, “Puentes” (Gutiérrez, 35),donde el hablante nos confiesa su afición por los ídem, a pasear por ellos y observarlos, nos tomamos la libertad de entender esos puentes como el link que falta, como la expresión de un deseo que se hace patente de modo indirecto, de una ligazón entre esos estilos que llegan a ese melting-pot que es la poesía de este autor, ese lugar abierto a la hibridez que requiere de puentes para ir desde una variante del discurso a otra, sin encontrar nunca la definitiva. La gran virtud de Correa Díaz es esa capacidad de hacer convivir al interior de sus textos, esas normas divergentes del habla poética que son síntoma de una ausencia de fondo.
Por el contrario, completando el polo opuesto de la geografía de los que hacíamos mención en un principio, se podría suponer que el discurso de otros autores incluidos por Gutiérrez, como Jaime Huenún y Bernardo Colipán , quienes, según lo que escribe nuestro antologador, “exploran la idea de identidad y diferencia asumiendo la propia especificidad cultural” (11), serían la contraparte de los poetas que hemos estado analizando. Puesto así, sería fácil dar por sentado que tanto Huenún como Colipán y otros como Mario García, cultivan la palabra en tanto refugio, soporte de un ente simbólico (la identidad) que es necesario conservar.
Sin embargo, al interior del discurso poético mapuche, no existe univocidad respecto de la forma de defender tal identidad y ni siquiera se podría tener una imagen monolítica de ella. Según Claudia Rodríguez Monarca, el sistema literario mapuche se define por un repertorio joven, caracterizado fundamentalmente por los elementos que se detallan a continuación:
a) la tensión no resuelta entre dos lenguas: español-mapuche, expresado
en el bilingüísmo y “la doble codificación” (Carrasco) de los textos
poéticos
b) la tensión entre oralidad-escritura, esto es el traspaso a los códigos
textuales de estrategias y procedimientos etnoliterarios orales
c) la tensión entre la tematización de problemáticas identitarias y la
consecuente oposición del hablante entre lo mapuche y lo no mapuche,
respecto de la creciente irrupción de un repertorio temático abierto o
amplio (Rodríguez Monarca, 19).
Lo que vemos en el caso de Huenún es, por llamarlo de alguna manera, una apertura hacia cuestiones de la experiencia poética y la herencia cultural occidental que lo alejan de cualquier esencialismo. Todavía siguiendo a Rodríguez Monarca, vemos que la poesía de Huenún “pretende dialogar directamente con la poesía occidental y sus preocupaciones se alejan de los temas culturalmente esperables o de conflictos interculturales exclusivamente mapuche-chilenos”. (25)
Así leeremos textos como los aparecidos en esta antología, donde el hablante se retrotrae a una experiencia de corte individual marcada por un profundo escepticismo. No hay, de partida, presencia de esa “oralitura” de la que habla Elicura Chihuailaf, sino antes bien una clara conciencia del artefacto literario y su papel en el poema. Cuando Huenún nos dice que los poetas mapuches de hoy
comienzan a situar su poesía en temáticas y ambientes urbanos -en la
Mapurbe, según neologismo acuñado por Añiñir- a través de textos
plenamente instalados en la poesía contemporánea. Se trata de poetas
que se apropian de los recursos y técnicas de la poesía universal
moderna (epígrafes, intertextualidad, hablantes múltiples y uso
de diversos formatos métricos, por ejemplo) para fusionarlos con
testimonios biográficos, letras de canciones rock y de rancheras
mexicanas, géneros de la literatura oral mapuche (ül, epew,
llamekan) y textos en mapuzungun.
(Huenún, en Rodríguez Monarca, 24).
pareciera que el autor de Ceremonias estuviera hasta cierto punto hablando de sí mismo. Esto porque al confrontar estas palabras con los poemas que aparecen en Fin de siglo, podemos notar esa especie de desencanto y distanciamiento en torno a los temas del arraigo (“Nadie aquí tiene patria ahora”, Gutiérrez 273) que no hacen sino confirmar esa búsqueda de un lugar o de un rostro definitivo que el mismo Huenún esbozara en un poema como “Libro”, que aun cuando no se encuentra en la antología de Julián Gutiérrez, lo citamos aquí por su relevancia para entender la poética de su autor. Allí, en una especie de autorretrato inconcluso, Huenún hace un interesante contrapunto entre aquello que puede ser leído/entendido en el hablante y aquella otra parte, ese otro yo del hablante mismo que es incomprensible y/o inalcanzable para él:
Sólo puedo leerte al lado de Otro,
sólo junto a los conjuntos rotos de tu madre,
sólo solitario pero nunca solo,
mal ladrón de la blancura de las Páginas.
(en Colipán y Velásquez, 37)
El atildado uso de la paronomasia y la poderosa redundancia de los sentidos gracias a la anáfora, más allá de evidenciar las destrezas técnicas del poeta, lo que hace es enfatizar esa aproximación escritural al referente, ese carácter opaco de la escritura que se sabe a sí misma un placebo de la experiencia, es cierto: pero sin el cual es imposible acceder a esta última.
Algo semejante es a lo que apunta Bernardo Colipán cuando afirma, en “El áspero sueño del cronista” (Gutiérrez 285), que pese al carácter intransitivo de la palabra, i.e., para nosotros, de la poesía, sin ella(s) la experiencia vital no sería viable ni llevadera y que, en esa medida, justifica(n) plena, aunque tal vez dolorosamente, la actividad del cronista del título o del poeta en nuestra lectura. Pero este poema consta de dos partes. Si la primera, como hemos dicho, justifica al poema por sí mismo, la segunda se encuentra más en la línea de los cuestionamientos culturales, de una relación tal vez más evidente o explícita con los hechos históricos. Esta segunda parte nos cuenta de la conquista de la corona española de los territorios indígenas, o al menos así lo suponemos cuando se nos dice que “Exhortaban a los soldados los Padres a pelear por la Fe” (Colipán, en Gutiérrez 286); lo mismo dedujimos al leer “Entonces/entablaron los Padres la devoción por la Santísima Virgen. Así/los soldados antes de maloquear a los infieles/con todo/lo que cabe dentro y sin lenguaje también, cantaban/a dos coros el Dulcísimo” (Colipán, en Gutiérrez 286). Inevitablemente, al leer esta segunda parte de “El áspero sueño del cronista”, lo hacemos con todo nuestro conocimiento previo tanto de la historia latinoamericana, como de la poesía escrita en torno a ella, el ejemplo de Ernesto Cardenal tal vez el más difundido en esta área, aun cuando evidentemente no sea el único . De este modo, incluso cuando más contingente y/o inmediato quiera ser el poeta -suponiendo que lo quiera ser-, aún así su propuesta de lectura se ve mediada por el mecanismo a través del cual pretende darla a conocer. El mecanismo mismo es toda (¿y la única?) posible propuesta de lectura. No pretendemos decir que no haya lectura más allá de él mismo; sí, en cambio, que esas lecturas allende del mecanismo, comienzan y pasan necesariamente por él. Tal vez Mario García nos reafirma en este aspecto cuando escribe
Siempre habrá una balsa en la memoria
(...) aunque no quede ni la sombra de un árbol
habrá un poema que hable de un árbol:
por sus hojas muertas
seguirán creciendo las palabras
(García, en Gutiérrez, 254)
El trabajo llevado a cabo por Julián Gutiérrez está, en síntesis, llamado a formar parte necesaria de nuestra historia literaria. Incluso si no coincidimos con todos sus puntos de vista, su énfasis en la necesidad de observar con atención la así llamada generación del '87, nos ponen frente a frente con un grupo de poetas que tuvieron un rol importantísimo en un cambio de dirección en la poesía chilena, aquel que dejá atrás el testimonio como única arma de representación política. Una empresa que nadie puede obviar.
OBRAS CITADAS
Anónimo. Rosario de actos de habla. Santiago: Luis Correa Díaz editor, 1993.
Correa Díaz, Luis. Diario de un poeta recién divorciado. Santiago: RIL, 2005.
-- Divina Pastora. Santiago: Biblioteca del Niño Expósito, 1998.
Colipán, Bernardo y Velásquez, Jorge. Zonas de emergencia. Valdivia: Paginadura ediciones, 1994.
Fontaine Talavera, Arturo. “La sensibilidad posmoderna”. Estudios Públicos. 27 (1987): 296-305.
Gutiérrez, Julián. Fin de siglo. Nueva poesía chilena de los 80. Santiago: Ventana Abierta Editorial, 2009.
Huenún, Jaime. Ceremonias. Santiago: Editorial Universidad de Santiago, 1999.
Jameson, Fredric. Documentos de cultura, documentos de barbarie. Barcelona: Visor, 1989.
Jocelyn-Holt, Alfredo. El Chile perplejo. Del avanzar sin transar al transar sin parar. Santiago: Ariel/Planeta, 1999.
Macherey, Pierre. “For a Theory of Literary Production”, en Literary Theory: An Anthology. Rivkin, Julie and Ryan, Michael (eds.). Oxford, Malden and Victoria: Blackwell Publishing, 2004.
Moulián, Tomás. El consumo me consume. Santiago: Lom, 1998.
Pellegrini, Marcelo. Confróntese con la sospecha. Santiago: Editorial Universitaria, 2006.
Resina, Joan Ramón. El cadáver en la cocina. La novela criminal en la cultura del desencanto. Barcelona: Anthropos, 1997.
Riveros, Juan Pablo. De la tierra sin fuegos. Concepción: Libros del Maitén, 1986.
Rodríguez Monarca, Claudia. “Poesía mapuche actual: repertorios en coexistencia e interferencia”, en Después del centenario: asedios a Pablo Neruda y la poesía chilena contemporánea. ( Travis, Christopher y Gómez O., Cristián, editores). Crítica Hispánica. N ° 1(2006): 15-29.
Sepúlveda, Jesús. Lugar de origen. Santiago: Ediciones de la Hecatombe, 1987.
Sorensen, Diana. “Latin America and the Geographic Imaginaries of the Twentieth and Twenty-First Centuries”. Latin American Modernities: a Collaborative Workshop On Research, Service, and Teaching. April 23, 2010. Viterbo University. La Crosse, Wisconsin. Keynote speech.
Valero, Julieta. “Hielo, de Andrés Fisher. La poesía se recupera”. www.ladamaduende.org
Véjar, Francisco. Antología de la poesía joven chilena. Santiago: Editorial Universitaria, 2003.
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