La poesía de Verónica Zondek no se parece a la de nadie. Libro a libro se ha ido diferenciando incluso de sí misma. Mientras la mayoría de sus contemporáneos ha intentado profundizar los rasgos reconocibles de su producción en búsqueda de la celebrada “voz propia”, Zondek ha hecho de la suya una ajena. Desde un comienzo hablaron en sus poemas la primera, segunda y tercera persona, singulares y plurales, acerca de los peligros en la Tierra y los cuerpos que la habitan. Lo que fija el carácter unitario de cada uno de sus libros no es una voz que los trascienda, sino las preguntas que una diversidad de ellas se plantean sonoramente.
Entrecielo y entrelínea abre con una comparación sin objeto, “Es como marchar cabeza enterrada / pies en el aire”. ¿Qué asunto se asemeja a “marchar / y ver solo final”? Esta primera página recuerda a la de Residencia en la tierra de Neruda, ¿qué cosa sería para él “como cenizas, como mares poblándose”? Ambos inauguran su obra con un enigma o, como resulta preferible, una invitación a sentir de otra manera. Luego Zondek siembra efectivamente las interrogantes –“¿dónde la danza del trecho?”– y el ojo danza en la precisión con que ella distancia las frases a lo ancho y largo de la página, a la espera del oído que lee, pero es la piel la que realmente precede y sucede al sentido del poema. A la imaginación o el recuerdo del tacto están entregadas sus descripciones.
Entre el “nosotros” con que apela al misterio de la existencia y el “yo” con que aborda el del lenguaje, Zondek transita en La sombra tras el muro y en El hueso de la memoria por una sintaxis dislocada, rara también dentro de una generación ocupada en denunciar con claridad la dictadura. La autora no rehúye la acusación a toda clase de poderes, por el contrario, ni los opresores ni los oprimidos de sus poemas se agotan en aquel régimen. Ella se dirige a la víctima cercana “mientras la antena erguida / cerciora una realidad” que por momentos es la del Medio Oriente, donde estudió y crio a los protagonistas de Vagido, un libro que pone en cuestión el rol de madre. Zondek pare una nueva manera de decir, llena de aliteraciones y balbuceos. El asombro de dar vida carga también con los antepasados y el deseo de huir es a la vez el de echar raíces en Peregrina de mí, que se observa a sí misma en tanto naturaleza.
Entre lagartas emprende una etapa fructífera de colaboraciones con grabadoras, pintores, fotógrafos y músicos que amplían la vocación sensorial de sus escritos. Ya no solo piensa escribiendo –como confesó en un perfil publicado en Agitadoras acerca de su amiga Elvira Hernández–, sino que lo hace absorbiendo otras expresiones. En diálogo. El vértigo de sus reflexiones en vivo interactúa además con quien las lee en la página, que se integra como lo haría un jazzista a la improvisación. Los sonidos previos vuelven resignificados y los arquetipos pervertidos. Así sucede en los poemas extensos de Por gracia de hombre.
En El libro de los valles ya había ocurrido un golpe de timón en su poética, desde entonces más narrativa y situada, primero en Santiago y luego en Valdivia, con La ciudad que habito. Ambas capitales modificaron su inclinación hacia la memoria, suerte de reservorio en los primeros libros –no por nada es Membranza el título bajo el cual los reúne– y materia de investigación en los más recientes Instalaciones de la memoria, que desde el desierto arranca una tetralogía en curso, y Nomeolvides: flores para nombrar la ignominia, cuyo testimonio fue presentado también como radioteatro.
De sur a norte del territorio, de los monólogos filosóficos a los coloquiales, nada escapa a la voracidad de Zondek que en Fuego frío y Una pequeña historia quizás haya decantado varias de sus estéticas, agrupables bajo un ecofeminismo avant la lettre. Algo similar podría decirse de cualquier otro de sus títulos que hubiera sido la desembocadura de esta muestra, un arroyo que arrastra todos sus materiales al seleccionar, cronológicamente y en su versión actualizada, un poema por cada uno de sus libros.
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