La ampolleta volcaba su luz sobre un pañuelo rojo. Virginia yacía a mi lado, su cabello rojo vibrante alimentaba la hoguera. Hicimos juntos el test de Elisa, siguiendo los consejos de educación sexual que ella impartía en la universidad. Su piel blanca adquiere tintes rojizos, hubiera sido la musa perfecta de Klimt. Besé su desnudez y me envolvió en sus cabellos. Uno de sus pechos me observaba, el otro parecía indiferente. Mi madre nos había visitado durante la tarde, tomamos once y cuando el sol se ocultó conduje el auto hasta el entronque con la autopista. Virginia nos seguía a prudentes metros en otro automóvil. Mi madre siempre fue una persona distante, por primera vez me hablaba en tono fraterno. Me sorprendió con su aborto un año antes de que yo naciera. La suegra no habría aprobado el embarazo fuera del matrimonio. La voz se oía culpable, un hondo pesar invadía su voz. Tuve el privilegio de ser el espermatozoide elegido. Me sentí como un sacerdote que acepta la confesión, jamás había abrigado idea alguna sobre interrumpir un embarazo. Me tenía sin cuidado, espero haber acogido de buena forma esas palabras. Estacioné en la berma y mi madre se dispuso tras el volante. La despedí con cariño en medio de una noche sin luna. Subí al auto de Virginia y nos preparamos para nuestra primera noche juntos. Dos años más tarde estaba enamorado hasta las patas. El dormitorio de Virginia era sagrado. Nos recostamos sobre su cama y nos amábamos. Mientras ella devoraba libros, yo me sentaba inspirado a escribir en el computador.
Martina me invitó al departamento que antes compartía con su pareja. Habían terminado hace un mes y debía mudarse donde su padre. Me llevó a la cama y se aflojó el sujetador. Sus pechos oscuros destilaban sensualidad, se movía felinamente sobre mí. Las estrías de un embarazo eran sexis marcas que apuntaban al piercing de su ombligo. Se despojó de toda su ropa y su sexo amenazaba con fuerza de gravedad. Su cérvix invitaba a la procreación, el aroma desbocó mis instintos. Tuvimos una verdadera batalla sobre las sábanas. Sus armas eran formidables extensiones de sus labios. La excitación no me hubiera perdonado el sacrilegio de una eyaculación temprana. El tiempo se volvió etéreo y nuestros cuerpos se acoplaron una y otra vez. Amaba a esta mujer, no se me ocurría otra cosa que regalarle vestidos y ropas delicadas. Siempre deseaba desnudar su naturaleza salvaje. Hicimos el amor en los asientos del cine y en los pórticos de las iglesias.
Ángela me desnudó en medio de la habitación del hotel. Una máscara tribal nos observaba desde las paredes. No acarició mi sexo, sus manos se posaron sobre mi rostro. Sus ojos conferían una mirada cálida. De azul celestial, su cuerpo completaba esa armonía. El pubis angelical me pareció tímido, se hizo penetrar y sus senos me abrazaron. Comencé a nadar en su océano, era una tensión que no sentía hace mucho tiempo, desde los días en que Martina me dejó sumido en las drogas. Mi sexo volvía a nacer, pero no era uno urgente. El cariño de sus labios me hizo gozar de estertores dolorosos. Por primera vez ese dolor me cortaba la respiración, la paz rodeaba todo mi cuerpo. Compartimos tantas conversaciones placenteras. Antes del amanecer fue nuestra película favorita y los paseos a la playa recobraron su sentido. Esta mujer irradiaba bondad, el amor se tornó sabio, pero Martina había montado desvíos dentro de mi cabeza. La mala palabra y el rumor contaminaron mi espíritu. Esas voces maledicentes hacían resurgir su fuerza condenatoria. En ese período oscuro extravié la razón y en las noches necesité vocablos proferidos por otros labios, menos agresivos, cargados de mentiras más sensuales. Gastaba dinero a cambio de sexo, pero al menos, no lo despilfarraba oyendo palabras que no merecía.
Virginia me hizo espacio en su vida, pero me sentí atrapado en su telaraña. Martina soltó las amarras y me liberó de las corazas. Aniquiló todo el amor que sentía y lo convirtió en odio. Fue incapaz de mostrar compasión y me apartó de su vida. Me acusó de no haber visto una película de Buñuel y comenzó a escuchar otros discos. La música abruptamente se detuvo. Ángela perdonó mis pecados, pero yo jamás logré perdonarme. Sobrevino la depresión y su amor no fue suficiente.
Demoré años en estar en paz conmigo mismo. Terapias y meditación relegaron los impulsos sexuales. Las drogas trastocaron el amor que sentí alguna vez. El sexo se tornó vicioso y pornográfico. La mente no me dejaba tranquilo. Cada vez era más asfixiante, más urgente, penetraba cuerpos y en mi cabeza flotaban las voces que proferían esos cuerpos. Vocablos hirientes que horadaban mi cerebro. Esas pieles estaban disgustadas pidiendo posiciones cada vez más extrañas. Los recuerdos del amor perdido me rescataron. Escribí sobre ellos y esas palabras me abrazaron, me salvaron, hicieron que ese amor se volcara sobre mí. Las voces sexuales se fueron atenuando y volví a conversar con Ángela, ahora en sueños. La paz regresó y pude surcar los meandros del cerebro femenino. Creo que antes admiraba una sola de sus habitaciones. Ahora observo la casa completa y cuando esté listo entablaré una nueva conversación para enamorarme de las palabras de una buena mujer.
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