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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

martes, 22 de julio de 2025

"ESCENAS DEL DERRUMBE DE OCCIDENTE" DE ANDRÉS MORALES POR LA POETA ARGENTINA ÁNGELA GENTILE

 

La línea de una dedicatoria siguió latiendo en mi memoria: “estas escenas terribles que ella entenderá”. Confieso que leí el libro desde la dedicatoria: “A Dunja, en su lejano vuelo” y luego los poemas; para finalmente degustar el prólogo perfecto de Jaime Siles, quien deslumbra con su erudito análisis en cada línea. 

Entonces mi recorrido lector fue pausado y decidí tomar los versos finales con libertad absoluta: No hay amor que se resista continuando el duelo de las noches sin huida. Me pregunté: —¿Por qué los finales? Simplemente porque allí encontré la carga del silencio entre las noches sin escape y la prolongación metafórica del tiempo. Y así fui construyendo mi Occidente, el que el poeta me había legado como lectora. La introspección de Andrés, a menudo, intensificaba las emociones como en el verso citado y “sin huida”, “sin escape” llegué hasta nuestra Ítaca. Por supuesto, en un lamento por la inevitabilidad de que el sufrimiento prolongado pudiera “derrumbar” los vínculos.

 

Así, Andrés asumía las vestes del vate que emprendió el viaje: "La luz no ha existido ni hoy existe: Un hechizo es aquello que miramos”. Este gran recolector de subjetividades y percepciones plantea una realidad que quizá solamente la luz de nuestro cerebro perciba o que se pronuncie como una construcción de nuestro sentir; por ello recurre a palabras como “hechizo” para vincular lo profundo y lo inexplicable y llevarnos a terrenos filosóficos donde juegan la existencia y la percepción, abriendo el sendero hacia quizá una metáfora sobre el arte y la belleza que nos permita la magia del asombro.

En otros versos finales susurra: “Todo lo que fue y que no acaba, / el sueño que no ha de terminar, / el aire de la playa de mi infancia, el aire que regresa, el aire, el aire”. Las imágenes sensoriales y el aire tan intangible como la historia nos envuelven en la circularidad de la repetición, provocando un eterno retorno, todo entrelazado en la memoria.


Ese su cansancio existencial también nos abruma: Queremos morirnos de una vez / y así encontrarnos todos en la fiesta: / porque fiesta habrá de ser seguramente, / fiesta acalorada del demonio. La palabra “fiesta” es un casi oxímoron de la palabra “muerte”, asociada esta última al luto que se desmorona frente a la celebración tribal en el más allá con la “fiesta del demonio”, una transgresión que lleva implícita la aceptación del destino. Sin pausa el poeta declara: El escenario este prodigio repetido, / este lento ser de nuevo para nunca”. Esta transitoriedad, junto a la condena del no existir, conlleva belleza terrible y melancólica. A la que sumaría los siguientes versos: “No puede haber más iras ni condenas: / Regresan poderosos a este barro. La lucha inicial y el agón de su reflexión sobre el perdón dejan caer la cesación de la ira y el “regreso” de entidades que cada lector podrá completar: espíritus o entidades. Su hablante poético lo acerca con el pronombre “este” para que, más preciso, el encuentro sea con el barro concreto o figurado.

 

Andrés Morales no cesa en el lenguaje para asegurarse el ritmo de “Escenas del derrumbe de Occidente”; y nos involucra en un “nosotros” para incorporarnos y asistir a la atmósfera de opresión. “Otros al destierro, al pan, la lluvia, / nosotros al desgarro, / a la tortura / del húmedo en agraz sometimiento. Sabiamente, usa los adjetivos como “húmedo” para demostrar la incomodidad y lo deplorable que se concreta en la palabra “agraz”. Sentimos así lo áspero, lo inacabado, hasta que encontramos con “Todo eso sin descanso, sin dulzor”.

 

El derrumbe encapsula la visión de la muerte sin duda: "Escrito por Andrés y Juan y Pedro: de común acuerdo, todos de una vez: en la muerte, nada más, en el vacío. ¿Por qué tres personas? ¿Quizá por la unicidad que las “Moiras” nos dejaron en la palabra destino? En todo momento la visión es desoladora, pero también demostrando una aceptación estoica ante la Nada que lo guía a cierta gradualidad en sus formas: “pausadamente quietos y pequeños, nosotros los solemnes sin aliento”. Nuevamente la identidad colectiva “nosotros”, ese pronombre donde nos reconocemos en el mismo trance y en una pausa casi mística que prosigue: “El fin, la paz, ese remanso, / aquello que quisimos con fervor/ ha de hacerse realidad como un gran muro/ donde chocan las miradas y el deseo. Es poeta y por eso se permite explorar con una paradoja sobre la paz.

 

¿Qué le resta a este derrumbe? —me lo he preguntado— ¿La falsificación del sentimiento más genuino que está naciendo? “Amor que no es amor entre las yemas/ del odio malparido por la muerte. / Figura fragmentada del delirio,/ caída hoz de pena arrepentida. Impacta la personificación del odio como “malparido” y una figura tan potente como la “hoz” nos enmudece. Los fuertes contrastes sitúan al lector en una observación más detenida y que no da tregua, “Resonando” y asumiendo “o el pánico a seguir en este tedio”.

 

Andrés Morales utiliza una metáfora para los momentos donde la creación se ausenta: “Un papel abierto sin un verso, / la pobreza de las lamas como enfermas, / ese yo terrible

—inmenso— que tenemos / y no cesamos nunca de excusar. Las “lamas” son ambiguas y misteriosas, pero refuerzan la idea de lo que falta, lo insuficiente, en contraste con lo “terrible”, que no implica temor, sino presencia que naufraga en ese “yo” sin límites que lo habita en el espejo de su mente. La expresión concisa del siguiente verso final: “Este cruel dolor henchido en la garganta: / ¿Dónde comenzar y abandonarse? Es sin duda una catarsis en la búsqueda del poemario. La rima asonante de garganta/abandonarse


funciona como un pretendido eco entre lo que se contiene y lo que quiere liberarse; es algo así como en una fotografía instantánea que se reencuentra en el siguiente verso: “Sin hermanos muertos que nos llamen”, augurando la ausencia de los llamados aún en un estado de calma, de independencia y de futuro.

 

En tanto “derrumbe”, las visiones se contradicen entre aquello que genera alejamiento para no ser rozado y la atracción de la seducción: “La pérfida visión del engañado,/sólo nos provoca, nos seduce”. Es una crítica implícita a los momentos por los cuales nos transformamos en cautivos de nosotros mismos en “La cárcel es la única morada”, trascendiendo lo físico; y el poeta lo transforma en la metáfora de nuestras propias limitaciones: dogmas, prejuicios, miedos, finitud y soledad, como escribiera alguna vez fray Luis de León en su poema “Al salir de la cárcel”, donde esa sensación de fatalismo se carga a las espaldas.

 

Y vamos llegando a tierra de Hipnos, donde el sueño o sus dominios se plantean como contrarios a la vigilia: La verdad, cuando soñamos, no nos cae/ ni la baba de los bobos, ni se escapan/ mariposas de las manos en la tarde.” Al leer todo el poema, se advierte que hay un control sobre lo efímero, sobre lo bello; pero el poeta continúa: “Todo se nos queda congelado/en una llamarada de rencor”; en ese “todo” está lo permanente del fuego inicial que, a pesar de lo estático, arderá luchando con el “rencor” que genera la destrucción.

 

Lentamente llegamos al derrumbe entre la distancia y el tiempo: “Así la dulce espera que descubre/ el don de la distancia en este tiempo;/ así el respirar de la esperanza/ alguna vez hallada, sin dolor”. Entre tanto, existe un espacio para celebrar: la esperanza, que es una experiencia vivida y confirmada, catalizadora de provenir. Esa fuerza está dada en: “Amor es la palabra que nos cruza, / que nos moja, nos deshace y enfurece; amor de la promesa que ya rota/ anuncia su verdor y transparencia. Andrés Morales lo presenta con la fuerza transformadora y muchas veces contradictoria; pero persistente como es todo en la experiencia humana: “Algo que nos saque de esta vida/poblada por fantasmas que no chillan, /desnuda de emociones. Sin sabor.” En este último verso, el hablante lírico clama por un cambio y entre metáforas de entidades que proclaman la denuncia sobre la alienación moderna, evoca la memoria y la eternidad: “Nada ha de morir en este canto: La música del mar descubre el tiempo”. Así nos traslada al mar como metáfora natural para permanecer entre lo que cambia, al misterio y lo eterno. El canto es inmortal, los poetas lo saben, tan eterno como el ritmo de las aguas; y, por ello, escribirá: “el río trae muertos hasta el mar”. El dador de vida, el símbolo del tiempo, el flujo constante como el destino; se encuentra con las grandes aguas representantes del fin y lo desconocido. Finalmente, encontramos la reflexión sobre la fragilidad de la vida; finalmente, Andrés nos ha hablado sobre el derrumbe.

 

MÚSICA DEL COMPOSITOR CHILENO JUAN CARLOS PALAZUELOS PARA EL "INTROITUS" DEL LIBRO "RÉQUIEM" DEL POETA ANDRÉS MORALES









I. INTROITUS - KIRIE

 

 

El descanso sea nuestra alguna vez:

 

Que sea el mar o el cielo la mortaja

y cubran los dolores, las miserias

los pasos del arcángel que destruye

la sombra del rencor, la mala suerte,

la angustia del no saber por qué

(y estar seguro)

de todas las desgracias reunidas

en esta travesía del desierto,

en estas piedras romas por el llanto.

 

Sea para todos la justicia,

la sabia luz del sol a mediodía,

la paz que nos promete la conciencia

aún después del odio desatado.

 

Las voces de los muertos lo reclaman,

las voces del corrupto,

del caído,

las voces del demente,

del hereje.

 

Sea para ellos y nosotros

alguna vez, un día, la esperanza.

 

Kyrie, eleison. Kyrie, eleison. Kyrie, eleison.

 


domingo, 6 de julio de 2025

FEDERICO GARCÍA LORCA Y LA POESÍA CHILENA CONTEMPORÁNEA POR ANDRÉS MORALES (DISCURSO DE INCORPORACIÓN COMO MIEMBRO A LA ACADEMIA DE BUENAS LETRAS DE GRANADA)

 


Federico García Lorca y la poesía chilena contemporánea

 

Andrés Morales

 

 

Excelentísimo señor Presidente, ilustrísimos señores académicos, colegas escritores y poetas, señoras y señores:

 

Así es la vida, Federico, aquí tienes
las cosas que te puede ofrecer mi amistad
de melancólico varón varonil.
Ya sabes por ti mismo muchas cosas.
Y otras irás sabiendo lentamente.

PABLO NERUDA. “Oda a Federico García Lorca”

 

 

                                      Como pocos países en el mundo, Chile puede ser considerado entre aquellos escasos territorios privilegiados que fueron descubiertos y poblados por andaluces, extremeños y vascos y que, además, caso único en América, fue fundado o refundado a través de la palabra poética con la escritura incomparable y magnífica de La Araucana de Alonso de Ercilla y Zúñiga que -es de conocimiento general- es la muestra más alta de la épica española, como muy bien subrayara Cervantes en aquel famoso escrutinio de El Quijote.      

                                      Pareciera que en las páginas de este gran poema se esbozara el destino de ese lejano reino (el llamado “Flandes indiano”) que luego alumbraría con el nombre de República de Chile. Ya es un tópico empalagoso decir que mi país es un “país de poetas”, sobre todo con los dos grandes premios nobeles de literatura Pablo Neruda y Gabriela Mistral, pero el asunto se proyecta mucho más allá, pues, a partir, fundamentalmente, del siglo diecinueve (y gracias a la influencia rectora de otro genio, el venezolano Andrés Bello) la poesía florece de forma casi abrumadora como el nortino y hermoso “desierto florido”. Eusebio Lillo, Guillermo Matta, Francisco Contreras, Carlos Pezoa Véliz, Manuel Magallanes Moure, Pedro Prado y un larguísimo etcétera configuran (bajo el influjo de otra figura universal residente en Valparaíso y Santiago, el nicaragüense Rubén Darío) las primeras voces de la gran poesía chilena de finales del siglo XIX y de todo el siglo XX.

                                      Pero es, precisamente, en el siglo veinte donde aparecerán figuras que tiendan puentes permanentes entre España y Chile, entre Andalucía y Chile, entre Granada y Chile. Figuras de las dos orillas del mar: Vicente Huidobro, Federico García Lorca, Pablo Neruda, Vicente Aleixandre, Nicanor Parra, Rafael Alberti, Gonzalo Rojas, Miguel Hernández, Enrique Lihn, Pedro Salinas, Miguel Arteche, Luis Cernuda... Otra larga lista donde los influjos van y vienen: el creacionismo de Huidobro y el surrealismo de García Lorca y del primer Neruda, por ejemplo, donde, como nunca, a través de las tertulias de Cansinos Assens y Gómez de la Serna y de las revistas ultraístas y de vanguardia los poetas españoles y chilenos se unieron en la búsqueda de nuevos rumbos para la poesía en castellano. Desde luego, y desde hacía ya mucho tiempo, los clásicos peninsulares eran una fuente permanente en la lírica de Chile: Garcilaso de la Vega, San Juan de la Cruz, Luis de Góngora, Lope de Vega y Francisco de Quevedo… Pero, insisto, es a partir de los encuentros “en primera persona” donde los influjos se consolidan mucho más allá de las lecturas, para así construir realidades literarias concretas como revistas de poesía (“Ultra” o “Caballo verde para la poesía”, entre muchas otras), congresos literarios (el famosísimo “II Congreso de intelectuales antifascistas” de 1937) o iniciativas personales que perdurarán en el tiempo y en la amistad profesada por muchos de los citados más arriba.

                                      Desde estos mencionados “encuentros” (al decir de Vicente Aleixandre) se puede vincular con absoluta propiedad la relación de Federico García Lorca con dos autores centrales de la poesía chilena. El primero, Pablo Neruda, con quien entablaría una fructífera amistad desde que se conocieran en Buenos Aires el 13 de octubre de 1933 (existe un bellísimo retrato de García Lorca en el libro de memorias nerudiano Confieso que he vivido) y con el cual escribiría un texto extraordinario “Al alimón sobre Rubén Darío”. De allí, en un tono común (propio del vanguardismo y, en especial, del surrealismo de Residencia en la Tierra y Poeta en Nueva York) cito algunos fragmentos:

N.:

Federico y yo, amarrados por un alambre eléctrico, vamos a parear y a responder esta recepción muy decisiva.

N.

 

L:

¿Dónde está, en Buenos Aires, la plaza de Rubén Darío?

 

Dónde está la estatua de Rubén Darío?

N.:

Él amaba los parques. Dónde está el parque Rubén Darío?

L.:

Dónde está la tienda de rosas de Rubén Darío?

N.:

Dónde está el manzano y las manzanas de Rubén Darío?

L.:

Dónde está la mano cortada de Rubén Darío?

N.:

Dónde está el acento la resina, el cisne de Rubén Darío?

L.:

Rubén Darío duerme en su "Nicaragua natal" bajo su espantoso león de marmolina,  como esos leones que los ricos ponen en los portales de sus casas (…)”

N.:

Federico García Lorca, español, y yo, chileno, declinamos la responsabilidad de esta noche de camaradas, hacia esa gran sombra que cantó más altamente que nosotros, y saludó con voz inusitada a la tierra argentina que pisamos.

L.:

Pablo Neruda, chileno, y yo, español, coincidimos en el idioma y en el gran poeta, nicaragüense, argentino, chileno y español, Rubén Darío.

 

Por cuyo homenaje y gloria levantamos nuestros vasos.”

 

                                             Federico, deslumbrado por la poesía del chileno, será quien lo reciba en la Universidad de Madrid en 1934 y lo presente como un “poeta más cerca de la sangre que de la tinta”, es él quien le abrirá todas las puertas para que Neruda pueda iniciar su andadura literaria en España.

                                                Pero he aquí un hecho que, al parecer, muchos críticos han pasado por alto. Y no me refiero a la amistad entre estos dos poetas, sino al influjo que ambos se ejercieron mutuamente. La famosa “Oda a García Lorca” de Neruda, una elegía presentida, en clave poietomántica sobre una misteriosa y extraña muerte presunta del granadino (escrita en 1935 en su Segunda Residencia) parece totalmente imbuida en el espíritu del Nueva York lorquiano de la “Niña ahogada en el pozo” y del seductor Divan del Tamarit. Igualmente, muchos de los escritos en prosa y algunos de los últimos poemas amorosos de García Lorca parecen también influenciados por los poemas del mismo registro de ese tormentoso ciclo del sudeste asiático reflejado en la Primera Residencia.

                                                Y este no es un asunto que se limite sólo a la relación Neruda-Lorca, sino que abarca, evidentemente, a buena parte de la poesía escrita en lengua castellana en ambas orillas del Atlántico. Es el llamado “espíritu de la época” en donde se ha avanzado del “protovanguardismo” del Góngora de las Soledades a la pureza juanramoniana y de allí a la cuerda floja de un nuevo decir poético acuñado en todos los istmos al uso en esos años. Y la segunda figura chilena que aparece en forma señera, vinculado a Lorca, es el del padre del creacionismo, Vicente Huidobro. Poco se sabe de la relación entre ambos, pero hay constancia de lecturas cruzadas y de una admiración mutua. Poemas Árticos, Ecuatorial, Tour Eiffel y el extraordinario poema Altazor de Huidobro se publican en el Madrid de los años veinte y treinta. Es bien sabido que la llamada “generación” o “grupo poético” del 27 ya está en total plenitud creativa y muchos de los poetas pertenecientes a esta denominación literaria publican sus poemas en revistas frecuentadas por los creacionistas españoles (Gerardo Diego y Juan Larrea) y por los jovencísimos e inexpertos poetas ultraístas. Como se ha dicho, hay un “tono común” una búsqueda y un estilo muy similares. También habría que estudiar en profundidad la configuración de la imagen poética lorquiana en sus poemas neoyorkinos y la posible influencia de la vanguardia creacionista en la factura de la metáfora urbana. Como ha predicho e insinuado el gran Borges, escribimos en un tejido vivo y en un palimpsesto donde los límites y las fronteras no pueden definirse con ligereza. Todos somos “los otros” y ellos, qué duda cabe, “nosotros”. En esa tesitura García Lorca (firmando como “Federico Conpreamor” [sic]) le dedica a Vicente Huidobro un poema “de circunstancia”, sin duda con mucho humor, pero también reconociendo la importancia del poeta chileno:

 

Una abeja me ha contado

desleída en dulce miel

que te vas de nuestro lado

hacia la torre de Eiffel

Y yo que siempre te admiro

Vicente Balart poeta

recibí en mi pecho un tiro

de saeta

Porque la poesía española

ya no te puede olvidar

Pues sin ti se queda sola

Abeja en seca amapola

sin néctar en que libar”

(…)

“Por eso guarda Vicente

la fresca rosa mejor

que te ofrece humildemente

Federico Conpreamor (sic).”

 

 

                             Este poema, que alguna vez fue custodiado en los archivos del poeta chileno (y que tuve el honor de clasificar en 1998 junto a otros destacados especialistas), hoy se encuentra desaparecido, pero existen fotografías del mismo que dan fe de su autenticidad.

                             Quiero insistir en la necesidad de confrontar, estudiar y profundizar los lazos que existen entre Federico García Lorca, Pablo Neruda y Vicente Huidobro. No basta con evocar, una vez más, la amistad que los unía. Es hora de penetrar en el estilo; en la forma y en el resultado de la conjunción metafórica; en las relaciones intertextuales y en las temáticas y recursos similares que construyen estos tres autores, cada uno en sus búsquedas y hallazgos personales.

                            

                                      *********************

 

                             En otro ámbito generacional, García Lorca se vincula, no presencialmente, sino a través de lecturas y homenajes, con poetas chilenos de otra promoción: aquella de 1938. Se trata de un grupo de jóvenes, de ese entonces, que configurarán un “segundo momento áureo” –o, si se quiere, “de plata”- de la poesía chilena contemporánea. Los surrealistas del grupo “La Mandrágora” (Teófilo Cid, Braulio Arenas, Enrique Gómez Correa, Omar Cáceres) y otros no afiliados como Gonzalo Rojas, Eduardo Anguita, Jorge Cáceres, Óscar Castro o Nicanor Parra. Todos estos autores –unos más, otros menos- alternan la vanguardia con el compromiso político. Algunos, muy a su pesar, otros muy comprometidos, se desligan o se acercan a las cuatro o cinco figuras de las generaciones anteriores: Mistral, Huidobro, Prado, De Rokha y Neruda, pero todos buscan referentes distintos (como ocurrirá más tarde con la promoción de 1950) y serán los poetas españoles del 27, con García Lorca, Aleixandre, Alberti y Cernuda a la cabeza quienes despierten su admiración y con quienes establezcan un diálogo que enriquecerá sus poéticas y, fundamentalmente, sus primeras obras.

                                      El caso de Óscar Castro (1910-1947) es, quizás, el más evidente de todos los autores que escriben influenciados (y más que eso, yo diría, en absoluta consonancia de estilo) por el gran autor granadino. Su obra poética –de una extensión moderada- acusa una voluntad por construir, a través del campesino chileno (símil del gitano andaluz), un universo rural, donde existen injusticias y dolores y donde el decir sencillo será el vehículo para cantar las virtudes del pueblo, su entrañable belleza y las características de un folklore lleno de creencias, costumbres, tradiciones y características que, por un lado, lo hermanan con el espíritu andaluz y, por otro, lo distinguen al tener particularidades exclusivamente propias.

                                      Y es que Chile y Andalucía se parecen mucho en muchas cosas: desde el traje típico del “huaso” o campesino chileno (una vestimenta casi idéntica a la de un andaluz en la Feria de Sevilla) hasta el modo de hablar, las expresiones populares, los proverbios, los refranes, los dichos y, quizás -pensando en la Andalucía de los años veinte y treinta y del Chile de los treinta y cuarenta- en una región, en un país, donde la pobreza, el analfabetismo y el aislamiento hacían de la existencia algo difícil, muy dura y muy injusta.

                                      Oscar Castro, también un gran lector de Góngora, encuentra en el neopopularismo de Lorca (y también en su gongorismo) un ejemplo a seguir. Cultor de la “novela criollista”, pero esencialmente poeta (y así mayoritariamente reconocido en Chile), sus escritos sencillos cultivarán la décima, el romance y el soneto. Perteneciente a un singular grupo de autores autodenominados “Los inútiles” de la ciudad de Rancagua (ciudad y zona campesina por excelencia) sus textos, como en buena parte de Romancero Gitano, evocarán seguidamente el universo celeste, la materialidad de lo telúrico, la muerte y el paso del tiempo. Así es posible leer en el fragmento segundo de su “Poema de la tierra”:

                                                                                   

                                 

Tierra humilde y reseca del patio de la casa
Pintada por la sombra de movedizas parras
Tierra sin horizontes, heredad que termina
Junto a la vertical tierra de las murallas.

El sol se acuesta en ella, como un perro, a la siesta
La luna le derrama sus linos y sus platas
Grises guijarros duermen junto a sus partiduras
Sobre su rostro caen hojas y sombras de alas.

Dura como las manos del destino y la angustia
Y en la actitud divina del que sufre y se calla,
Debe sentirse, cuando maduran los luceros
Fondo del pozo de la noche milenaria.”

 

                                       García Lorca no es sólo el poeta a seguir e imitar en su obra, sino también una figura mítica que se debe cantar en su fulgurante actitud de vida y en su trágica muerte. El poema de Óscar Castro “Responso a García Lorca” convierten al chileno en un autor muy popular (es menester recordar que eran los años del exilio republicano español hacia Chile que inicia su llegada con el arribo a Valparaíso del famoso vapor “Winnipeg” fletado por nuestro Pablo Neruda, donde llegarían al país más de dos mil españoles, entre ellos mis abuelos, Dolores y José, mi tío, el dramaturgo José Ricardo Morales, Premio García Lorca de Teatro 1990 y mi padre, el bioquímico y decano de la Facultad de Ciencias de la Universidad de Chile, Juan Alberto Morales Malva). Este poema elegíaco sitúa definitivamente a Castro en el escenario literario de la época. El texto se imprime en revistas y periódicos, se musicaliza y se graban discos con un éxito recordado hasta el día de hoy. Valgan algunos versos para rememorar su trayectoria:

 

(…)

“Romances de luces nuevas
se abrían en su garganta.
los ayes del canto jondo
lo lamían como llamas.”

(…)

Muerto se quedó en la tierra,
tronchado por cinco balas.
Este año no darán frutos
los naranjos de Granada.
Este año no habrá claveles
en las rejas sevillanas.”

 

******************************

 

                                      El poeta Nicanor Parra (1914-2018), hermano de Violeta Parra, Premio Reina Sofía y Premio Cervantes de Literatura, es, fuera de Mistral, Neruda, Huidobro y Rojas el poeta chileno más conocido y reconocido. Eterno candidato el Premio Nobel, su autodenominada “antipoesía” (escrita a partir del año 1954 con la aparición del volumen Poemas y Antipoemas) tiene su origen en una línea de escritura que ha sido llamada la “poesía de la claridad” (donde comparte estilo junto al ya mencionado Óscar Castro y a los filósofos y ensayistas Jorge Millas o Luis Oyarzún y al poeta Alberto Baeza Flores, todos de la generación de 1938). Poco o nada tiene que ver este Parra con el de 1954 y con el posterior de la poesía ecologista y de sus chistes o de los discursos. Hasta la aparición de sus casi últimas Obras Completas (2006), el autor no mencionaba casi nunca ni a nadie un primer volumen de poemas publicado en Santiago de Chile en 1937 y titulado Cancionero sin nombre. Bajo el influjo del oscuro y olvidado poeta chileno Carlos Pezoa Véliz (quien se caracterizó por una sencillez absoluta en la composición en una evidente y opuesta dirección al modernismo de Rubén Darío) Nicanor Parra comparte con Óscar Castro al menos dos características esenciales en esta etapa de su proceso creativo: la transparencia del lenguaje poético y la marcada deuda estilística y temática con Federico García Lorca.

                                      La escritura de poemas dialógicos, la constante alusión a temas y leyendas telúricos, la aparición de personajes tradicionales, el uso de expresiones populares y hasta la imaginería religiosa no pueden sino situarlo como un continuador de gran parte de la estética lorquiana. Esta obra es tan marcadamente andaluza (y, por lo mismo, tan chilena) que se entiende –en parte- la aparente vergüenza del autor al tener que reconocer el influjo del poeta granadino. No es que esto fuese una desgracia innombrable, al contrario, como he señalado, la España republicana, la guerra civil y el propio García Lorca eran un tema ineludible entre los poetas, los escritores, los artistas y los intelectuales chilenos de esos años. En la Biblioteca Neruda de la Universidad de Chile se conserva un ejemplar dedicado a Pablo, amigo público de Federico, por lo que, al menos, al final de la década de los treinta, Parra reconocía ante el “jefe” (como llama a Neruda en su escrito) la presencia tutelar de Federico García Lorca. Años después, en una permanente e incomprensible necesidad de originalidad, Parra persiguió su Cancionero para, incluso, eliminarlo de librerías de viejo y de las colecciones particulares de sus amigos.  Aquí no se pretende minimizar la figura del poeta chileno, todo lo contrario, precisamente, filiando su procedencia, es posible constatar la “aristocracia poética” a la cual pertenece y con la que enriqueció su escritura. Textos como “Asesinato en el Alba” recuerdan los poemas sobre Antoñito el Camborio y lo proyectan a una atmósfera chilena en donde el misterio del poema atrapa a su lector:

 

                             “Con una lanza de plata

                             yo puedo matar al viento

                             con herramienta de lilas

                             puedo castigar al cielo.

 

                             Con mis espuelas de nieve

                             matar a la luna puedo.”

                          

                            (…)

 

                           “Con una huasca de helechos

                           a la paloma y al fuego,

                             con mi escopeta de guindo

                             yo mato a los cuatro vientos”

 

 

                                      La presencia de diversos elementos de la naturaleza e, incluso, con la antropomorfización de los mismos, Parra recurre a recursos utilizados en el Romancero Gitano y en poemas como “Preciosa y el aire”. Otros textos como “Lance” evocan el famosísimo “Romance Sonámbulo”:

 

                           “Mi corazón va subiendo

                             por una escalera larga

                             por verlo subir te cobro

                             la cinta de tus enaguas.

 

                             Cuando la luna despierta

                             me atraviesa la garganta,

                             mi corazón va escribiendo

                             cuadernos de felpa amarga.”

 

                             (…)

 

                             “Acaso lo alcanzas, niña,

                             yo te regalo mi manta.”

 

 

                                     

                                  La distancia estilística que Parra manifestará a partir de sus Poemas y Antipoemas será amplia. Aun así, el poeta conservará algunos elementos que ha desarrollado en Cancionero y que provienen de esa incomparable frescura lorquiana. En primer lugar, una mirada sobre la naturaleza que conmueve al hablante en su sencillez maravillosa. En segundo lugar, el neopopularismo y la raigambre folklórica que se ligará a los hallazgos de las composiciones de Violeta, su hermana, presencia viva a lo largo de toda su obra. En tercer lugar, la defensa a ultranza de esa belleza implícita en los personajes populares que atrae a sus poemas. Aquello que vemos en libros tan –aparentemente- lejanos de García Lorca como Romancero Gitano y Poeta en Nueva York: las oposiciones entre el mundo de los negros y blancos, de los gitanos y payos, de los opresores y oprimidos.

 

 

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                                  Para concluir estas páginas sobre la evidente cercanía entre andaluces y chilenos, entre sus poetas y su pueblo, me parece fundamental hacer un llamado a los autores y lectores de ambas orillas para incrementar y profundizar en nuestras raíces comunes y en las proyecciones que, sólo juntos, podemos alcanzar. De nada sirven las diferencias que algunos quieren profundizar en aras de un discurso donde conquistadores y conquistados, colonizadores y colonizados, europeos y pueblos originarios se desencuentran siempre en oposiciones irreconciliables y estériles. Andaluces y chilenos, hispanoamericanos y españoles poseemos un océano común e inconmensurable: el de la lengua. Ese bien extraordinario y milagroso ha logrado unir al pastor de la Patagonia con el gitano del Albaicín. Nada puede borrar ese bien común que poseemos. En mis más de treinta años de docencia universitaria enseñando la gran poesía española, siempre insistí en que Quevedo o Cervantes eran tan chilenos como Neruda o Huidobro españoles. Lo que parecía, aparentemente, una locura, mis estudiantes lo iban entendiendo poco a poco. Así el Viaje al corazón de Quevedo de Neruda o la ya citada Araucana de Ercilla podían verse en un mismo universo donde la lengua los articulaba juntos en un espacio donde también las costumbres, las tradiciones y hasta las cosas más cotidianas podían verse juntas y complementarias. Hago votos para que esta modernidad postmoderna que vivimos hoy no destruya el entendimiento que puede profundizarse, insisto, más y mucho más. Como ejemplo y recordando mi infancia, quiero dejarlos con un recuerdo que me une en lo personal a Federico García Lorca y a Granada y España. No olvidaré que las primeras canciones que aprendí fueron aquellas que me cantó mi madre desde pequeño. No eran otras sino las extraordinarias “Trece canciones populares” recopiladas y armonizadas por Lorca. El universo de Paquiro, de la Tarara, de Aixa Fátima y Marien poblaron mis primeros años con melodías que me han hecho encarnar tanto la poesía como la música española. Agradezco que la vida pueda ir completando ese círculo y ese ciclo que, en el día de hoy, con estas palabras quieren manifestar mi agradecimiento a la Academia de Buenas Letras de Granada, a sus Ilustrísimos Académicos tan generosos conmigo, a la ciudad y a Andalucía por la inmensa gracia al incorporarme como correspondiente por Santiago de Chile a su Honorable Institución. De esta forma, quiero manifestar mi amor incondicional por la obra de tantos andaluces y granadinos que han hecho de sus emociones y de su pensamiento una parte sustancial de la existencia y los valores de este mestizo europeo y americano que hoy vibra de alegría y cariño.


Muchas gracias.