La línea de una dedicatoria siguió latiendo en mi memoria: “estas escenas terribles que ella entenderá”. Confieso que leí el libro desde la dedicatoria: “A Dunja, en su lejano vuelo” y luego los poemas; para finalmente degustar el prólogo perfecto de Jaime Siles, quien deslumbra con su erudito análisis en cada línea.
Entonces
mi recorrido lector fue pausado y decidí tomar los versos finales con libertad
absoluta: No hay amor que se resista continuando
el duelo de las noches sin huida. Me pregunté: —¿Por qué los finales?
Simplemente porque allí encontré la carga del silencio
entre las noches sin escape y la prolongación metafórica del tiempo. Y así fui
construyendo mi Occidente, el que el poeta me había legado como lectora. La
introspección de Andrés,
a menudo, intensificaba las emociones como en el verso citado y
“sin huida”, “sin escape” llegué hasta nuestra
Ítaca. Por supuesto, en un lamento
por la inevitabilidad de que
el sufrimiento prolongado pudiera “derrumbar” los vínculos.
Así, Andrés asumía
las vestes del vate que emprendió el viaje: "La luz no ha existido ni hoy existe: Un hechizo es aquello que
miramos”. Este gran recolector de subjetividades y percepciones plantea una realidad que quizá solamente
la luz de nuestro cerebro
perciba o que se pronuncie como una construcción de nuestro sentir; por
ello recurre a palabras como “hechizo” para vincular lo profundo y lo
inexplicable y llevarnos a terrenos filosóficos donde juegan la existencia y la
percepción, abriendo el sendero hacia quizá una metáfora sobre el arte y la
belleza que nos permita la magia del asombro.
En otros versos finales susurra: “Todo lo que fue y que no acaba, / el sueño que no ha de terminar, / el aire de la playa de mi infancia, el aire que regresa, el aire, el aire”. Las imágenes sensoriales y el aire tan intangible como la historia nos envuelven en la circularidad de la repetición, provocando un eterno retorno, todo entrelazado en la memoria.
Ese su cansancio existencial también nos abruma:
“Queremos morirnos de una vez / y así encontrarnos todos en la fiesta: /
porque fiesta habrá de ser seguramente, / fiesta acalorada del demonio. La palabra “fiesta”
es un casi oxímoron de la palabra
“muerte”, asociada esta última
al luto que se
desmorona frente a la
celebración tribal en el más allá
con la “fiesta del demonio”,
una transgresión que lleva implícita
la aceptación del destino.
Sin pausa el poeta declara:
“El escenario este prodigio
repetido, / este lento ser de nuevo para nunca”. Esta
transitoriedad, junto a la condena del no existir, conlleva belleza terrible y
melancólica. A la que sumaría los
siguientes versos: “No puede haber más
iras ni condenas: / Regresan poderosos a este barro. La lucha inicial y el
agón de su reflexión sobre el perdón dejan caer la cesación de la ira y el
“regreso” de entidades que cada lector podrá completar: espíritus o entidades.
Su hablante poético lo acerca con el pronombre “este” para que, más preciso, el encuentro sea con el barro concreto o figurado.
Andrés Morales
no cesa en el lenguaje
para asegurarse el ritmo de “Escenas
del derrumbe de Occidente”;
y nos involucra en un “nosotros” para incorporarnos y asistir a la atmósfera de
opresión. “Otros al destierro, al pan, la
lluvia, / nosotros al desgarro, / a la tortura / del húmedo en agraz
sometimiento. Sabiamente, usa los adjetivos como “húmedo” para demostrar la
incomodidad y lo deplorable que se concreta en la palabra “agraz”. Sentimos así lo áspero, lo inacabado,
hasta que encontramos con “Todo eso sin
descanso, sin dulzor”.
El
derrumbe encapsula la visión de la muerte sin duda: "Escrito por Andrés y Juan y Pedro: de común acuerdo, todos de una
vez: en la muerte, nada más, en el vacío. ¿Por qué tres personas? ¿Quizá
por la unicidad que las “Moiras” nos dejaron en la palabra destino? En todo
momento la visión es desoladora, pero también demostrando una aceptación
estoica ante la Nada que lo guía a cierta gradualidad en sus formas: “pausadamente quietos y pequeños, nosotros
los solemnes sin aliento”. Nuevamente la identidad colectiva “nosotros”,
ese pronombre donde nos reconocemos en el mismo trance y en una pausa casi
mística que prosigue: “El fin, la paz,
ese remanso, / aquello que quisimos con fervor/ ha de hacerse realidad como un
gran muro/ donde chocan las miradas y el deseo. Es
poeta y por eso se permite explorar
con una paradoja
sobre la paz.
¿Qué le resta a este derrumbe?
—me lo he preguntado— ¿La falsificación del sentimiento
más genuino que está naciendo? “Amor que
no es amor entre las yemas/ del odio malparido por la muerte. / Figura
fragmentada del delirio,/ caída hoz de pena arrepentida. Impacta la
personificación del odio como “malparido” y una figura tan potente como la
“hoz” nos enmudece. Los fuertes contrastes sitúan al lector en una observación más detenida y que no da tregua, “Resonando” y asumiendo “o el
pánico a seguir en este tedio”.
Andrés
Morales utiliza una metáfora para los momentos donde la creación se ausenta: “Un papel abierto
sin un verso, / la pobreza de las lamas
como enfermas, / ese yo terrible
—inmenso— que tenemos / y no cesamos nunca de excusar.
Las “lamas” son ambiguas y misteriosas, pero refuerzan la idea de
lo que falta, lo insuficiente, en contraste con lo “terrible”, que no implica
temor, sino presencia
que naufraga en ese “yo” sin límites
que lo habita en el espejo de su mente. La expresión concisa del
siguiente verso final: “Este cruel dolor
henchido en la garganta: / ¿Dónde comenzar y abandonarse? Es sin duda una catarsis
en la búsqueda del poemario. La rima asonante
de garganta/abandonarse
funciona
como un pretendido eco entre lo que se contiene y lo que quiere liberarse; es
algo así como en una fotografía instantánea que se reencuentra en el siguiente
verso: “Sin hermanos muertos que nos llamen”, augurando la ausencia de los
llamados aún en un estado de calma, de independencia y de futuro.
En tanto “derrumbe”, las visiones se contradicen
entre aquello que genera alejamiento para no ser rozado y la atracción de la
seducción: “La pérfida visión del
engañado,/sólo nos provoca, nos seduce”. Es una crítica implícita a los
momentos por los cuales nos transformamos en cautivos de nosotros mismos en “La cárcel es la única morada”,
trascendiendo lo físico; y el poeta lo transforma en la metáfora de nuestras
propias limitaciones: dogmas, prejuicios, miedos, finitud y soledad, como
escribiera alguna vez fray Luis de León en su poema “Al salir de la cárcel”,
donde esa sensación de fatalismo se carga a las espaldas.
Y
vamos llegando a tierra de Hipnos, donde el sueño o sus dominios se plantean
como contrarios a la vigilia: “La verdad, cuando soñamos, no nos cae/ ni la baba de los bobos, ni se escapan/ mariposas de las
manos en la tarde.” Al leer todo el poema, se advierte que hay un control
sobre lo efímero,
sobre lo bello;
pero el poeta
continúa: “Todo se nos queda congelado/en una llamarada de
rencor”; en ese “todo” está lo permanente del fuego inicial que, a pesar de
lo estático, arderá luchando con el “rencor” que genera la destrucción.
Lentamente llegamos al derrumbe entre la distancia y el tiempo: “Así la dulce espera que descubre/ el don de la distancia en este tiempo;/ así el respirar de la esperanza/ alguna vez hallada, sin dolor”. Entre tanto, existe un espacio para celebrar: la esperanza, que es una experiencia vivida y confirmada, catalizadora de provenir. Esa fuerza está dada en: “Amor es la palabra que nos cruza, / que nos moja, nos deshace y enfurece; amor de la promesa que ya rota/ anuncia su verdor y transparencia. Andrés Morales lo presenta con la fuerza transformadora y muchas veces contradictoria; pero persistente como es todo en la experiencia humana: “Algo que nos saque de esta vida/poblada por fantasmas que no chillan, /desnuda de emociones. Sin sabor.” En este último verso, el hablante lírico clama por un cambio y entre metáforas de entidades que proclaman la denuncia sobre la alienación moderna, evoca la memoria y la eternidad: “Nada ha de morir en este canto: La música del mar descubre el tiempo”. Así nos traslada al mar como metáfora natural para permanecer entre lo que cambia, al misterio y lo eterno. El canto es inmortal, los poetas lo saben, tan eterno como el ritmo de las aguas; y, por ello, escribirá: “el río trae muertos hasta el mar”. El dador de vida, el símbolo del tiempo, el flujo constante como el destino; se encuentra con las grandes aguas representantes del fin y lo desconocido. Finalmente, encontramos la reflexión sobre la fragilidad de la vida; finalmente, Andrés nos ha hablado sobre el derrumbe.

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