Cuando se fundó la generación del ’80, al menos cuando se fundó públicamente (allá en las jornadas de poesía joven organizadas en el Instituto Cultural de Las Condes, a finales de los setenta), era difícil suponer un desarrollo de aquel grupo de autores desligado de la coyuntura que en aquel tiempo nos ocupaba: una salida democrática a la dictadura, las metas y no los plazos que se había autoimpuesto el tiranillo por aquel entonces, el milagro económico que ya no era tan milagroso.
En un artículo titulado precisamente “Poetas jóvenes”, escribía Enrique Lihn, a propósito de aquel Encuentro de Arte Joven al que hiciéramos mención en el párrafo anterior, que los poetas jóvenes de la época eran cualquier cosa menos jóvenes, debido a que los jóvenes son, en la primera fase de su desarrollo, imitadores de los viejos. Situación agravada en el Chile de hoy por el analfabetismo juvenil (incluso universitario), tendencia que revela, en la producción poética, la caduca polaridad de fondo y forma, en beneficio de a) la sencillez y la claridad esteticista y populistas del Neruda tardío, y b) la tendencia –en una relación de implicación con la anterior– de otorgarle la mayor importancia al mensaje explícito del poema, en términos de compromiso social. (El circo en llamas, 156)
Deploraba entonces Lihn aquellas soluciones fáciles ante una coyuntura, la cual otros poetas habían sabido sortear, todavía según el autor de La pieza oscura, de un modo que privilegiaba “nuevas tácticas de literaturidad”, i.e., una insistencia en la tan mentada autonomía del texto literario, que Lihn la entendía en la mejor de sus acepciones, aquella que sin desconocer la proveniencia del texto desde un contexto que lo condiciona y posibilita, ante todo favorece el trabajo escritural sin que éste sea o tenga que ser ni un epifenómeno de la sociedad que lo rodea ni tampoco punta de lanza de causa alguna. Ninguna de estas enfermedades de la época asomaron nunca en el trabajo de Andrés Morales. Aun cuando el mismo autor se ha referido a sí mismo como cercano a una estética clásica: “…mi poesía es hermética, tendiendo a lo que conocemos como poesía clásica. (…) Formalmente me interesa reactualizar a los poetas cimeros españoles, latinos e italianos” (en Goycolea, 109), Morales ha sabido valerse por sí mismo a la hora de emprender un proyecto poético inconfundible en el concierto de la poesía chilena.
El libro que ahora nos ocupa, Los cantos de la Sibila (Editorial Universitaria, Santiago, 2009), no es ajeno a estas consideraciones. Enfocado de lleno en el recurso del vate y su desacralización, valiéndose de símbolos más o menos tradicionales de la cultura greco-romana, este conjunto está dentro de lo que formalmente hemos visto en otros libros del autor, a saber: a ratos predomina el uso del verso blanco, a veces un verso libre, sin que ninguno de ellos dé el patrón de lectura definitivo. El libro, constituido mayoritariamente de poemas breves o relativamente breves, está siempre al borde de esa tentación oracular que es parte inherente de la poética de Morales, un intento de vaticinio que se encuentra privado, no obstante, de sus mismas capacidades adivinatorias en la medida en que el hablante de estos poemas (y de otros libros del autor) parece condenado a esa realidad que lo circunda y deroga sus visiones. De ahí que pese a que el volumen está centrado en torno a la figura de la Sibila, no exista en realidad una vocación adánica de nombrar la realidad ni menos afán colectivo en el que las visiones y profecías del oráculo vayan dirigidas hacia masa alguna. Por el contrario, el hablante de estos cantos (nos preguntamos asimismo, por esta denominación) cumple la función de un demudado testigo ante lo que ve: así, en un poema como “Paz” (p. 25), los verbos conjugados en presente y las imágenes de la caída que rodean a las divinidades degradadas, nos hacen pensar en que tal degradación se extiende a elementos de la vida cotidiana en una urbe como el tránsito y los negocios: en medio de todos ellos y su aparente normalidad, la percepción de la paz como un hecho positivo de la convivencia social pasa aquí a convertirse en “hipócrita, feroz” (p. 27): una paz de los cementerios en que la tranquilidad es impuesta a un alto costo.
Aun cuando el libro lleva en su portada una reproducción de la Sibila délfica de la Capilla Sixtina, aquella que augurara la coronación de Cristo con espinas, en el texto de estos “cantos” hay antes bien una relación de la palabra poética con los afectos, con la necesidad de llenar aquellas carencias sentimentales que son frecuentes en el hablante de Morales. Por eso en este libro que hoy reseñamos, las artes adivinatorias están teñidas por el temor del lenguaje. En “Presagio y miedo” (p. 83), la alondra (¿por qué no citar aquí a Shakespeare: “it was the lark, not the nightingale”, quien anuncia la mañana) con su anuncio anticipa dos cosas: el amanecer y la llegada del amante. Sin embargo, la voz del poema teme que ese mismo canto aleje al anhelado objeto del deseo. La predicción se vuelve inútil, o en su defecto, indeseable y peligrosa.
Un último apunte: parte de una tradición mallorquina y valenciana son los “cantos de la Sibila”, que se llevan a cabo en tiempo de adviento, cerca de Navidad. Una manera de profetizar el fin del mundo y, en términos cristianos, la segunda venida de Cristo. El libro se abre precisamente con el poema titulado “El canto de la sibila”, pero si esas cien gaviotas blancas que se mencionan en el texto pueden predecir estadísticamente la proximidad del mar, el tono del poemario en su conjunto queda establecido cuando se dice: “no adivinarán/ la dicha de estas letras/ que habitan en el aire/ aún quieto o caprichoso/ en el lejano exilio” (p. 11).
Falta hacer una lectura ideológica de estos textos, ya que los mismos distan de carecer de ella. Hasta ahora, cada vez que se habla de (la poesía de) Morales, se visitan ciertos tópicos como el rigor formal de su obra y el uso de cierto enciframiento del discurso con el soporte de determinados símbolos culturales de la tradición occidental. Nadie, sin embargo, se ha valido de estos lugares comunes en torno a esta poesía para bucear en lo que estos textos guardan en relación con las condiciones económicas e ideológicas que los posibilitan. Tiempo atrás Carmen Foxley señalaba que el lenguaje de la generación del 80 se centraba en torno a la figura del sobreviviente. Sin querer negar la existencia de tales características en muchos de los autores de tal generación, creo –con Lihn– que un impacto, si se quiere, más profundo de la represión política y el estado de cosas durante la dictadura, es lo que comentábamos al principio de esta nota, en torno a la necesidad a la que muchos escritores se vieron enfrentados durante el período, esto es, que el gobierno pinochetista no afectó la continuidad de la poesía chilena, sino sus estrategias de representación. Se habló, con razón, de la censura, pero por sobre todo de la autocensura. Ergo, la relación de los textos con los textos y de éstos con la realidad: eso es lo que se vio infinitamente modificado bajo el peso de la bota militar y a posteriori con sus consecuencias neoliberales. En esta disyuntiva es donde se juega buena parte del peso de la poesía de Andrés Morales. Aunque, evidentemente, no sólo la poesía de este autor, sino la poesía chilena en su totalidad.
En un artículo titulado precisamente “Poetas jóvenes”, escribía Enrique Lihn, a propósito de aquel Encuentro de Arte Joven al que hiciéramos mención en el párrafo anterior, que los poetas jóvenes de la época eran cualquier cosa menos jóvenes, debido a que los jóvenes son, en la primera fase de su desarrollo, imitadores de los viejos. Situación agravada en el Chile de hoy por el analfabetismo juvenil (incluso universitario), tendencia que revela, en la producción poética, la caduca polaridad de fondo y forma, en beneficio de a) la sencillez y la claridad esteticista y populistas del Neruda tardío, y b) la tendencia –en una relación de implicación con la anterior– de otorgarle la mayor importancia al mensaje explícito del poema, en términos de compromiso social. (El circo en llamas, 156)
Deploraba entonces Lihn aquellas soluciones fáciles ante una coyuntura, la cual otros poetas habían sabido sortear, todavía según el autor de La pieza oscura, de un modo que privilegiaba “nuevas tácticas de literaturidad”, i.e., una insistencia en la tan mentada autonomía del texto literario, que Lihn la entendía en la mejor de sus acepciones, aquella que sin desconocer la proveniencia del texto desde un contexto que lo condiciona y posibilita, ante todo favorece el trabajo escritural sin que éste sea o tenga que ser ni un epifenómeno de la sociedad que lo rodea ni tampoco punta de lanza de causa alguna. Ninguna de estas enfermedades de la época asomaron nunca en el trabajo de Andrés Morales. Aun cuando el mismo autor se ha referido a sí mismo como cercano a una estética clásica: “…mi poesía es hermética, tendiendo a lo que conocemos como poesía clásica. (…) Formalmente me interesa reactualizar a los poetas cimeros españoles, latinos e italianos” (en Goycolea, 109), Morales ha sabido valerse por sí mismo a la hora de emprender un proyecto poético inconfundible en el concierto de la poesía chilena.
El libro que ahora nos ocupa, Los cantos de la Sibila (Editorial Universitaria, Santiago, 2009), no es ajeno a estas consideraciones. Enfocado de lleno en el recurso del vate y su desacralización, valiéndose de símbolos más o menos tradicionales de la cultura greco-romana, este conjunto está dentro de lo que formalmente hemos visto en otros libros del autor, a saber: a ratos predomina el uso del verso blanco, a veces un verso libre, sin que ninguno de ellos dé el patrón de lectura definitivo. El libro, constituido mayoritariamente de poemas breves o relativamente breves, está siempre al borde de esa tentación oracular que es parte inherente de la poética de Morales, un intento de vaticinio que se encuentra privado, no obstante, de sus mismas capacidades adivinatorias en la medida en que el hablante de estos poemas (y de otros libros del autor) parece condenado a esa realidad que lo circunda y deroga sus visiones. De ahí que pese a que el volumen está centrado en torno a la figura de la Sibila, no exista en realidad una vocación adánica de nombrar la realidad ni menos afán colectivo en el que las visiones y profecías del oráculo vayan dirigidas hacia masa alguna. Por el contrario, el hablante de estos cantos (nos preguntamos asimismo, por esta denominación) cumple la función de un demudado testigo ante lo que ve: así, en un poema como “Paz” (p. 25), los verbos conjugados en presente y las imágenes de la caída que rodean a las divinidades degradadas, nos hacen pensar en que tal degradación se extiende a elementos de la vida cotidiana en una urbe como el tránsito y los negocios: en medio de todos ellos y su aparente normalidad, la percepción de la paz como un hecho positivo de la convivencia social pasa aquí a convertirse en “hipócrita, feroz” (p. 27): una paz de los cementerios en que la tranquilidad es impuesta a un alto costo.
Aun cuando el libro lleva en su portada una reproducción de la Sibila délfica de la Capilla Sixtina, aquella que augurara la coronación de Cristo con espinas, en el texto de estos “cantos” hay antes bien una relación de la palabra poética con los afectos, con la necesidad de llenar aquellas carencias sentimentales que son frecuentes en el hablante de Morales. Por eso en este libro que hoy reseñamos, las artes adivinatorias están teñidas por el temor del lenguaje. En “Presagio y miedo” (p. 83), la alondra (¿por qué no citar aquí a Shakespeare: “it was the lark, not the nightingale”, quien anuncia la mañana) con su anuncio anticipa dos cosas: el amanecer y la llegada del amante. Sin embargo, la voz del poema teme que ese mismo canto aleje al anhelado objeto del deseo. La predicción se vuelve inútil, o en su defecto, indeseable y peligrosa.
Un último apunte: parte de una tradición mallorquina y valenciana son los “cantos de la Sibila”, que se llevan a cabo en tiempo de adviento, cerca de Navidad. Una manera de profetizar el fin del mundo y, en términos cristianos, la segunda venida de Cristo. El libro se abre precisamente con el poema titulado “El canto de la sibila”, pero si esas cien gaviotas blancas que se mencionan en el texto pueden predecir estadísticamente la proximidad del mar, el tono del poemario en su conjunto queda establecido cuando se dice: “no adivinarán/ la dicha de estas letras/ que habitan en el aire/ aún quieto o caprichoso/ en el lejano exilio” (p. 11).
Falta hacer una lectura ideológica de estos textos, ya que los mismos distan de carecer de ella. Hasta ahora, cada vez que se habla de (la poesía de) Morales, se visitan ciertos tópicos como el rigor formal de su obra y el uso de cierto enciframiento del discurso con el soporte de determinados símbolos culturales de la tradición occidental. Nadie, sin embargo, se ha valido de estos lugares comunes en torno a esta poesía para bucear en lo que estos textos guardan en relación con las condiciones económicas e ideológicas que los posibilitan. Tiempo atrás Carmen Foxley señalaba que el lenguaje de la generación del 80 se centraba en torno a la figura del sobreviviente. Sin querer negar la existencia de tales características en muchos de los autores de tal generación, creo –con Lihn– que un impacto, si se quiere, más profundo de la represión política y el estado de cosas durante la dictadura, es lo que comentábamos al principio de esta nota, en torno a la necesidad a la que muchos escritores se vieron enfrentados durante el período, esto es, que el gobierno pinochetista no afectó la continuidad de la poesía chilena, sino sus estrategias de representación. Se habló, con razón, de la censura, pero por sobre todo de la autocensura. Ergo, la relación de los textos con los textos y de éstos con la realidad: eso es lo que se vio infinitamente modificado bajo el peso de la bota militar y a posteriori con sus consecuencias neoliberales. En esta disyuntiva es donde se juega buena parte del peso de la poesía de Andrés Morales. Aunque, evidentemente, no sólo la poesía de este autor, sino la poesía chilena en su totalidad.
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