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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

martes, 16 de febrero de 2010

DEMONIO DE LA NADA por Luis Riffo E. ("El Mercurio" de Valparaíso")


Un poeta que vive la literatura en los territorios de la creación, el estudio y la crítica es el autor de este libro de poesía. Andrés Morales (1962) viene publicando sus poemas desde los años ochenta y en los noventa hace lo propio con ensayos y antologías que abarcan a autores hispanoamericanos y croatas. A ello hay que agregar las diversas cátedras de literatura que dicta en diversas universidades de Santiago.
Esos pergaminos no pueden omitirse a la hora de leer estos versos en los que conviven un ritmo pausado y agitadas, a veces violentas, imágenes. En este poemario nos encontramos con la figura multiforme y ubicua del demonio, símbolo universal que Morales despliega en sus más diversos sentidos, ya sea como personificación del mal o metáfora de un atormentado espíritu humano. Pero, además, ese demonio de la nada es una amenaza que palpita en la escritura misma, es el desierto del sin sentido, es el silencio absoluto que parece prevalecer sobre las palabras.
La maldad instala su negocio en el acto de describir el mundo. El poeta se muestra impotente para dar una imagen más luminosa, esperanzadora, porque los signos señalan un destino, el “Fátum”, lo inexorable de nuestra suerte, en cuya trama se encuentra no sólo la muerte, sino también la soledad, el olvido, la crueldad ajena. “Ahora el cuello al hacha, el ojo al vidrio, / la marca de Caín o de ese Abel: / ya da lo mismo”, escribe Morales. Según esas palabras, ya no hay inocencia, víctima y victimario comparten un paisaje contaminado por la violencia: “Recorre la maldad el aire que me cubre / y ciega mis pupilas en la noche”. En “La bestia”, cuyo título alude a la invasión a Irak, da clara cuenta de que el demonio imaginado por Morales es tanto el que cada uno de nosotros alimenta en su propia vida como las fuerzas depredadoras que pretenden ejercer el poder sobre todo el planeta: “El águila es la bestia. La guerra su locura”. Y no hay eufemismos para dibujar la imagen cruel de este particular demonio, cuyas imágenes nos recuerdan al monstruo de Goya, pero disfrazado de niña peligrosamente caprichosa:


Arregla sus pezuñas, trenza sus cabellos,
en el espejo observa su cuerpo amenazante
como una extraña niña que odia a las muñecas
y rompe sus cabezas y come sus entrañas.


Sin embargo, hay otras causas de esta maldición que arrastra el ángel caído, entre ellas el olvido y el hastío. La constatación de que vivimos en “este absurdo de días sin recuerdo” parece una advertencia acerca de esa amnesia voluntaria con la colectivamente hemos ido sepultando nuestra memoria histórica, y la consecuencia es el debilitamiento de la palabra, ese instrumento que nos sirve para construir nuestra realidad. La otra es la condena del hastío, la agitación inútil, el “delirio quieto” a la que nos somete un presente en el que somos “del tiempo amortajados”.
Sin desmedro de esa lectura plural, la poesía de Morales también es la versión personal de su aventura o desventura poética y vital, en la cual resuena la voz cansada, plácidamente furibunda, de un ciudadano del nuevo siglo enfrentado a sus propios demonios y a los demonios del mundo.

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