Publicado en “Contrafuerte”
Nada bueno puede salir de las cloacas santiaguinas
Germán Carrasco
Se leen los unos a los otros, en interminables sesiones sólo a veces amistosas
Alejandro Zambra
Durante este viaje a Chile me ha ocurrido una cosa curiosa; he sido tratada como una leyenda, una especie de reliquia que se levanta desde los muertos. Puede que efectivamente me haya levantado desde ese concurrido lugar, pero jamás pensé que el hábito de Lázaro trajera tanto compromiso. Yo esperaba encontrarme con el silencio de siempre y no con revaloración. De pronto la vilipendiada y desabrida – ¡profética! – generación de los 90 merece nostalgia. Parece que los argumentos en su contra se desinflaron o hay que darle azúcar a otro mono. La estrategia no asumida de dejar que los perros ladren surtió su efecto. ¿Para qué defenderse? Lo que tiene la letra impresa es que se queda ahí para el que quiera pueda leerla aún en eternidades postreras.
Me ha emocionado que me cuenten que sacan mis libros de las bibliotecas para fotocopiarlos porque son “inencontrables”. Toparme con personas a las que les regalé El Yo Cactus autografiado pero que ya no lo tienen porque se los robaron.
En esa época regalábamos los libros, recuerdo que el máximo provecho que le sacábamos era cambiarlos por una ronda de cerveza. Cada quién vive la vida pública a su modo, yo pensaba que mi libro seguiría el impulso que yo misma le diera por eso cada vez que conocía a alguien le regalaba el libro. Mi estrategia no era tan astuta, me daba igual si le regalaba el libro a un crítico o a mi verdulero. No veía al crítico ni al verdulero, sino a personas con las que buscaba una comunicación o que me vieran. Sí, que me vieran.
Milan Kundera acuñó el término “Grafomanía” para la necesidad que tienen algunos escritores de ser publicados. El dice “nos volcamos hacia el mundo anónimo del lector porque nuestras mujeres se tapan los oídos cuando les hablamos”. Me hace sentido cuando pienso en la proliferación de publicaciones de poesía en un mercado que al decir de muchos “no se vende” (¿quién podría pagar el verdadero valor de la poesía?). Publicamos para que nos escuchen y regalamos el libro en un intento de ponerle un nombre al anonimato, un rostro al lector. A mí me llegó la publicación del Yo Cactus de manera fortuita, no planificada, no estaba en absoluto preparada para publicarlo. Los concursos literarios eran una lotería mitológica que remitían a unos igualmente míticos juegos florales, no a algo que me podría pasar a mí. No había la costumbre del concurso, de la beca, del financiamiento, eso era tierra incógnita que había que descubrir sin brújula.
De cierta forma fue el libro el que me buscó y después de soltarlo tomó su propio camino ¿quién iba a pensar que después de tantísimos años alguien se acordaría?
Pero así es y ahora que estamos más viejos y mañosos, alguien propone juntarnos a conversar. Reunirnos luego de años, cual legendario grupo de rock (de más fama que gloria) que después de tomarse hasta el agua de los floreros, en un arrebato de furia, se separó debido a un lío de faldas. Qué susto ¿sacaríamos los trapitos al sol o barreríamos la basura bajo la alfombra? Probablemente comenzaríamos quejándonos de lo fuerte que está el plagio, del amargo pago de Chile y de que nadie es profeta en su propia tierra para, tras la segunda piscola, pasar al casting por el título de “mejor poeta de Chile”. En algún momento tendríamos que separarnos para continuar con nuestras vidas anónimas, no sin antes asegurarnos que todo tiempo pasado fue mejor y que, por cierto, somos hermanos.
Cada generación “nueva” tiene que instalarse a contrapelo de la anterior, esto parece ser saludable para el inconsciente colectivo y también es normal que la generación “vieja” patalee al verse superada. Hubo querellas con antecesores y sucesores. La generación del 90 fue algo así como la mortadela pasada que nadie quiere tener en el sándwich pero que todos necesitan para poder comer.
Sin embargo, a mi juicio, fue el enemigo interno el que dio la estocada decisiva. En algún momento la fecunda tierra de nadie de finales de la dictadura y comienzos de la democracia exigió definición; o te quedabas en el limbo o te adaptabas a las nuevas reglas del juego neoliberal. Ante la imposibilidad de decidirme me escapé olímpicamente… pero en general se retomó la tradición carroñera (la tradición del cóndor, pues) de instalarse sobre el cadáver de los demás. Pánico frente a la diversidad, voluntad de encorsetar lo que estaba en desarrollo y lo peor –para mí- utilización de la musa.
La poesía no es ni carrera ni trinchera. Para eso mejor tener un oficio, declamar discursos o poner bombas. No niego que la poesía tenga una utilidad bien anclada en la realidad –incluso sé que sirve de escalera, panfleto o terapeuta- pero ella es útil en la medida de que sea poesía. Liberémosla de expectativas, por favor. Qué es eso de que los poetas son aburridos (¿es que alguna vez fueron divertidos?) o poco comprometidos. Qué es ese mote de “académico” o peor “academicista”. Ser académico no es garantía de ser buen poeta como ser iletrado tampoco lo es y viceversa, son cosas completamente diferentes. Y ese tic de la kermesse chilena de hablar de “los poetas” y no de “los poemas”, digno de una terapia de grupo. Ese establecer interminables listas aleatorias –catastros se llamaban antes- como para hacer el amago de cantar la cólera de Aquiles.
Recuerdo que antes de que se descubriera que éramos una generación nos juntábamos en el taller de Andrés Morales y nadie llegaba dándose ínfulas de poeta (¡nos daba vergüenza llamarnos así!) sino que íbamos directo al trabajo de joyería, nos lanzábamos de cabeza a los poemas. Nos agarrábamos de las mechas por la manera de cortar un verso –que una respiración de elefante, que una caquita de oveja- y después salíamos tan amigos como siempre, a tomar. ¿A qué más? a escuchar música y contrabandear fotocopias con poesía de otras tradiciones.
Mi verdadera generación ya había sido masacrada antes de entrar yo a la Universidad, por lo que me consideraba una sobreviviente. Practicaba la escritura como quien va dejando un rastro de miguitas para volver a sí. Acercarme a los otros náufragos fue un asunto natural, uno se huele de lejos, ese fuerte olor de las primicias. Ahora sé que fue un privilegio compartir tardes de charla, locura y hermandad con ellos, sobre todo con los que nos reunimos en torno del pasquín "Cave Canem".
Mistral dice que cada generación tiene asignada una tarea. ¿Cuál pudo haber sido la nuestra?
Por un lado se había proclamado el fin de la historia -algunos veníamos agotados de ella- por otro la democracia carecía de manual de instrucciones. Aquello que compartíamos era de lo que no se hablaba, esos tiempos del asco que para bien o para mal nos vieron niños y adolescentes. La dictadura fue muchas dictaduras, era difícil ver en las caras de qué lado había estado el otro. Al menos yo me había criado disimulando a la perfección mi posición y por eso la metáfora me quedaba bien. ¿Qué otro lenguaje ofrece mejor posibilidad de expresar sin delatarse?
Al principio de los 90 había una sensación generalizada de borrón y cuenta nueva, cualquier cosa era posible porque nadie te estaba diciendo cómo había que hacerla. “La gente” se estaba acomodando a la idea de que no se abrirían las grandes alamedas. Esa fue la fecunda tierra que me (nos) llevó a volcarme (nos) hacia adentro y buscar allí un camino individual. Adentro – y no en reacción al afuera- se maceraba la palabra que salía a tropezones y por la que teníamos profundo respeto. Cada intento era un ejercicio, no una inscripción en letras de molde. No pensábamos que le debíamos nada a nadie, no nos propusimos cumplir expectativas. No hallábamos la hora de dejar de ser “poetas jóvenes“. Los jóvenes se parecen a otra cosa -¿más divertidos, revolucionarios, iletrados?- y no a una manada de náufragos melancólicos. Los jóvenes son promesas que cada quien reclama para sí pero nosotros buscábamos con fervor el desmarcarnos, no queríamos que le pusieran un apellido a nuestra búsqueda. Queríamos recuperar a un individuo que hacía décadas traían molido.
Lo cierto es que en los 90 el panorama de la poesía distaba mucho del glamour que le pretende revestir el ojo nostálgico. Se escribía por necesidad interna y se reunía uno con los otros poetas para no sentirse tan solo, por lo general en mi cuarto de estudiante o en algún bar de mala muerte. En esa época la poesía tenía pocos espacios y escuálidos ingresos, así que cualquier sitio era bueno para escenario y mesa de disputa.
La noche urbana era un lugar sediento no travestido aún de hartazgo y nosotros éramos casi los únicos que andaban por ella. Antes de que el enemigo interno pusiera veneno y codazo entre nosotros, no teníamos más motivación que encontrar la palabra adecuada y ello con la esperanza de que fuera tan convincente, pero tan convincente, que gracias a ella se dejara caer alguna belleza que salvara. Una belleza de bonitos ojos, costumbres liberales y debilidad por nuestra masculinidad precaria, nuestra molesta femineidad. Una belleza que nos salvara del naufragio.
1 comentario:
que egòlatra y patètica la mina, como siempre no màs
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