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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

domingo, 22 de julio de 2012

"POESÍA Y PROSA DE MIGUEL ARTECHE" POR ANDRÉS MORALES





                                  La obra de Miguel Arteche  [1] es, indudablemente, una de las más intensas entre las producidas en Chile por la generación del 50 [2]. Una escritura que agrupa poesía, narrativa y ensayo, pero que quizás es más conocida en su dimensión lírica y, desde luego, por sus extraordinarios textos referidos a la religiosidad. Pero la obra de este autor es muchísimo más rica y muchísimo más profunda que ese par de aspectos mencionados. Su poesía irrumpe como una recuperación de la tradición clásica pero desde la visión y la existencia del hombre contemporáneo, con sus dudas, sus conflictos, sus tragedias y alegrías. Su poesía apunta a Dios, pero sin caer en los cuestionables arrobamientos de muchos escritores contemporáneos; por el contrario, se funda, otra vez, en el presente más desgarrador o indiferente y en esa necesidad inmensa que el hombre actual siente (o cree sentir) por la divinidad. Por otra parte, la poesía artecheana está inserta en las grandes temáticas de la poesía de todos los tiempos y en los símbolos indispensables a los que apela toda lírica que pueda ser considerada entre aquellas que se inscriben en el espacio legítimo que va desde la tradición y hacia la vanguardia. Es una lírica con un pie en el pasado, que duda cabe, pero sabe salir, saltar y hasta volar hacia el hoy palpitante y el mañana inexplorado. Su obra encierra una multitud de secretos que se abren, poco a poco, para el lector fiel, avezado, sensible. Etiquetar su escritura, clasificar su estilo, enmarcar su temática no hace sino acrecentar la inmensa ceguera que gran parte de la academia tuvo, tiene y tendrá sobre la poesía chilena que habrá de leerse siglos más tarde [3].
                                                        La presencia de la ciudad, la lectura de los clásicos y contemporáneos (ingleses, norteamericanos, españoles e hispanoamericanos), los símbolos de detención y movimiento, el peso de lo cotidiano, la fractura del tiempo, el sentimiento de pertenencia y huerfanía, la mirada desde la soledad de un mundo insensible, etc., son sólo algunas de las características que esta poesía puede  manifestar a aquel que traspase el prejuicio inmerecido que muchas veces pudo haber alejado a más de algún lector. Esta poesía vive en la plenitud más grande de la existencia, respira por todos sus poros y, más que eso, inquiere, descubre y hasta hiere en la transparencia del verbo que piensa, siente y dice.
                                               En el caso de la narrativa de este autor, me parece que la deuda es aún mayor.
                                   Nuevamente la idea de que un poeta es sobre todo eso, un poeta, y no le está permitido (o no puede por incapacidad) desarrollar otra escritura que no sea la del verso, ha desplazado la obra en prosa de Arteche. Varios premios a su haber (entre ellos ser novela finalista en el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral), demuestran que se trata de una producción no sólo digna, sino importante entre  las realizadas por su generación. Ironía, lirismo, agudeza y un dominio extraordinario del lenguaje hacen de esta narrativa un ámbito que exige su exploración y valoración inmediatas.
                                               De la obra ensayística se puede comentar una intensa lista de asuntos primordiales.
                                   En primer lugar, Arteche pertenece a ese escaso grupo de poetas chilenos (y pienso en Anguita, Lihn y unos pocos más) que ha reflexionado seriamente sobre el oficio de la escritura y, además, en torno a los misterios de un arte que no se puede delimitar con un par de frases o comentarios al uso o en desuso. En segundo lugar, su búsqueda apunta hacia la constitución de una “ética poética” que también – y por desgracia- ha sido muy pocas veces visitada por los autores nacionales [4]. Por último, este autor posee, como pocos en la tradición chilena, una clara idea de pertenencia y fidelidad a un entramado de voces y de marcas textuales que hacen que su escritura de reflexión esté permanentemente, en un fluido y sólido diálogo con otras tan lúcidas como las de Luis Cernuda, Gabriela Mistral o T. S. Eliot, por sólo nombrar a unos cuantos.



Una poesía entre dos mundos


                                               Como ya se ha dicho, la poesía de Miguel Arteche suele ser catalogada como “trascendental, metafísica, religiosa o existencial”. No se trata de descartar estas afirmaciones, pues, desde luego, ningún lector cuidadoso puede desechar estas “calas de lectura”.
                                   Lo interesante es la existencia de un segundo mundo en la obra de Arteche que lo vincula con todo lo anterior (Dios, el tiempo, la historia) y que puede pasar desapercibido ante los ojos de quien sólo busca semejantes tópicos. Me refiero esencialmente, a un mundo donde el autor se vincula con la cotidianidad, lo mínimo, los objetos  y personajes huérfanos o abandonados; con aquellos detalles, espacios, personas y cosas que suelen ser secundarios o no relevantes. Una bicicleta bajo la lluvia, una pelota de golf, una taza de café, un niño idiota o una pieza de ajedrez pueden ser la clave para ingresar en ese deslumbrante espacio que el hablante nos propone: contemplar al mundo desde la aparente futilidad de estos objetos y observar en ellos al mundo reflejado y desde ellos al mundo al que pertenecen. Ver como el hombre ha realizado esos objetos (poema “Golf”) para “materializarse” y alejarse de lo trascendente y/o divino; evidenciar la ternura, la historia, la anécdota de otro objeto (poema “La bicicleta”) que puede contar una historia y que trae al tiempo atrapado; o desesperar ante la imposibilidad de explicar la injusticia, el dolor, el aislamiento de una persona que no puede entender su propia condición de marginalidad (poema “El niño idiota”).
                                                        La magia de la poesía de Arteche está en conciliar los grandes temas de la poesía, la tradición endecasílaba, la forma acabada y perfecta del oficio, con una mirada desolada, a veces dulce, a veces amarga, sobre todo aquello que podría pensarse como innecesario. El poeta logra transmutar, elevar y hasta desdoblar estos objetos, personajes o situaciones para hallar su belleza intrínseca o para alzar la voz ante la injusticia de un mundo que desprecia todo aquello que no posee el brillante reflejo del protagonismo.
                                               Por otra parte, las situaciones de una vida fútil o vacía también son el escenario perfecto para que el hablante logre situar al lector entre un universo de promesa, de trascendencia, de fe, y otro de espantosa huida, ceguera y hasta desidia. Textos como “Golf” del libro Destierros y tinieblas[5], son la prueba de este contrapunto terrible entre dos mundos opuestos:


                                      El gallo trae la espina.
                                      La espina trae el ladrón.
                                      El ladrón la bofetada.
                                      Hora de sexta en el sol.

                                      Y el caballero hipnotiza
                                      una pelota de golf.
                                     
                                      Tiembla el huerto con la espada.
                                      A sangre tienen sabor
                                      las aguas que da el olivo.
                                      El gallo otra vez cantó.

                                      Y el caballero golpea
                                      una pelota de golf.

                                      ...

                                      Negro volumen de hieles.
                                      La lluvia del estertor.
                                      Ojos vacíos de esponja
                                      negra para su voz.
                                      Relámpago que el costado
                                      penetró.
                                      Cordillera del martillo
                                      que clavó.

                                      Vestiduras divididas

                                      por el puño del temblor.

                                      Se arrodilló el caballero
                                      por su pelota de golf. [6]


                                                        Este agraz poema de decir “mistraliano” (no se debe olvidar este antecedente en la obra de Arteche) puede considerarse como una de las obras maestras del autor. La denuncia frente al mundo de hoy –más preocupado del deporte, de la entretención, de lo fácil- y la espeluznante descripción del martirio de Jesús, crean una contraposición de enunciados que al chocar producen justamente el efecto que busca el poeta: contrastar la luz que vendrá después de la tiniebla de la muerte con la luz del campo de golf que solo deslumbra y nada promete. Ese hombre que se arrodilla frente a la pelota de golf (acto mayúsculo de herejía materialista) y ese otro Hombre que es traspasado por los clavos son, precisamente una de las representaciones que pueden apreciarse en la bipolaridad permanente en la poesía artecheana.
                                               Otro de los textos claves en la producción del autor es el poema “El café”, del ya citado Destierros y tinieblas. La oposición de mundos se da entre la soledad del hombre y la soledad de la taza de café. Es cierto que la atmósfera de tristeza “tiñe” a ambos opuestos, pero lo interesante es que el autor propone una mirada  después que el protagonista del poema ya se ha ido, cuando la muerte ha pasado, el río ya se ha llevado en su corriente al tiempo y el objeto, la taza, permanece con la carga de la melancolía y de lo que ya no está:


                            Sentado en el café cuentas el día,
                            el año, no sé qué, cuentas la taza
                            que bebes yerto; y en tu adiós, la casa
                            del ojo, muerta, sin color, vacía.

                            Sentado en el ayer la taza fría
                            se mueve y mueve, y en la luz escasa
                            la muerte en traje de francesa pasa
                            royendo, a solas, la melancolía.

                            Sentado en el café oyes el río
                            correr, correr, y el aletazo frío
                            de no sé qué: tal vez de ese momento.

                            Y en medio del café queda la taza
                            vacía, sola, y a través del asa
                            temblando el viento, nada más, el viento. [7]


                                                        El fluir del tiempo, (“sentado en el café”[...] “sentado en el ayer”), la imprecisión del mismo, la presencia de la muerte (que pasa “royendo la melancolía”) envuelve al texto de un misterio que lo atraviesa completamente. Ese espacio del misterio es, de alguna manera, el espacio poético exclusivo donde, otra vez, los enunciados entrechocan y consiguen evidenciar la oposición de mundos ya señalados.
                                                        Una de las virtudes insoslayables de esta poesía es la de atrapar al lector (no sólo con el ritmo, la versificación o el lenguaje). La seducción de las atmósferas y el delicado tejido de situaciones consiguen construir, junto a la utilización de tópicos, símbolos e imágenes, un ámbito de intimidad  donde el lector, gracias a un uso equilibrado de la metáfora y a una gran transparencia lingüística, puede detenerse, regresar o avanzar entre la emoción y la reflexión.




La realidad y los símbolos


                                                       
                                                        A la ya mencionada bipolaridad de mundos en la poesía artecheana [8], es necesario agregar otros “aparentes” opuestos que definen y destacan la arquitectura poética del autor: la constatación de la realidad y la fuga desde ésta hacia el espacio simbólico.
                                                        El mecanismo utilizado es similar al descrito en el acápite anterior (la transmigración desde lo concreto hacia lo inconcreto, desde lo real a lo trascendente, desde lo humano hacia lo divino). La diferencia estriba en que aquí el poeta opera desde una situación (una anécdota) aparentemente real para caer (o subir) a un espacio mítico donde los símbolos y lo irreal juegan un papel preponderante, aunque no anulen, sino que complementen, el sentido final del texto.
                                                        El apoyo en tópicos (u obsesiones) o símbolos es determinante. A partir de éstos es que el hablante logra configurar un escenario donde la realidad es rebasada por las connotaciones y significados que ellos atraen. Cosas tan comunes como una casa, la lluvia, un río o la noche, adquieren una dimensión distinta cuando se les asocia a la interpretación tradicional e histórica que todo símbolo posee.
                                                        Tal vez uno de los mejores ejemplos sobre este problema lo constituya el poema “El agua” (otra obra maestra del poeta que ha sido traducida a varios idiomas). En él, tal como señala Hugo Montes [9], es posible vislumbrar un viaje “místico” donde la esperanza vence al tiempo. Por otra parte, es interesante observar la oposición de mundos que se emplaza desde el principio y cómo el agua (un símbolo de cambio, de renovación y también de origen[10]) “limpia” las heridas del pasado para posibilitar la asunción del presente con la purificación del tiempo [11]:
                                      A medianoche desperté.
                                      Toda la casa navegaba.
                                      Era la lluvia con la lluvia
                                      de la postrera madrugada.

                                      Toda la casa era silencio,
                                      y eran silencio las montañas
                                      de aquella noche. No se oía
                                      sino caer el agua.

                                      Me vi despierto a medianoche
                                      buscando a tientas la ventana;
                                      pero en la casa y sobre el mundo
                                      no había hermanos, madre, nada.

                                      ...

                                      Nadie me dijo que saliera.
                                      Nadie me dijo que me entrara,
                                      y adentro, adentro de mí mismo
                                      me retiré: toda la casa

                                      me vio en el tiempo que yo fui,
                                      y en el seré la vi lejana,
                                      y ya no pude reclinar
                                      mi juventud sobre la almohada.

                                      A medianoche me busqué
                                      mientras la casa navegaba.
                                      Y sobre el mundo no se oyó
                                      sino caer el agua. [12]
                                                        Las inquietudes  y temores del desasosegado hablante que despierta a medianoche, desaparecen en este “diluvio” donde el agua hace navegar a las épocas idas (en su fluir, en su caer transcurre el tiempo) y ese mismo símbolo heraclíteo que hizo esfumarse (o ahogar) el pasado, se transforma en el gran símbolo de principio (origen) y fin (muerte) donde el poeta establece un ámbito irreal en el que la esperanza puede asumir la idea total del texto.
                                                        Independientemente de los esfuerzos ya realizados por ahondar en las claves poéticas de Arteche, esta poesía permanece como un territorio aún por descubrir en muchos de sus aspectos. Un estudio cabal de esta parte de la obra artecheana deberá surgir para así develar con entusiasmo otras parcelas de una lírica extremadamente rica y llena de hitos fundamentales para la comprensión de una parte sustancial de la sensibilidad poética chilena del siglo veinte.



Prosa de creación y prosa de reflexión



                                     

                                                        Para acceder mínimamente a la obra de Miguel Arteche es necesario complementar la lectura de su poesía con su prosa de creación (o ficción) y su prosa de reflexión (o ensayística).
                                                        Tal vez se trate de la parte menos conocida de su producción, pero no por eso menos interesante y, tampoco, menos prolífica: cuatro novelas (La otra orilla, de 1964; El Cristo hueco,  1969; La disparatada vida de Félix Palissa, 1975 y El alfil negro, inédito, escrito en 1984), dos volúmenes de cuentos (Mapas del otro mundo, de 1977 y Las naranjas del silencio de 1987) más al menos una treintena de ensayos [13] configuran esta zona casi desconocida de la obra del autor.
                                                        De su prosa de creación pueden señalarse varias características que aparecen ante una lectura atenta.
                                                        En primer lugar, la capacidad del autor para integrar el universo puramente narrativo (la historia, la anécdota, el diálogo) con el universo poético. En Fillo de Rucamanqui  es posible vislumbrar la historia (la fábula) con absoluta transparencia, pero si se estudian las atmósferas, el lenguaje, las descripciones, etc., se apreciará que, en todo momento, existe un atractivo lirismo que complementa ricamente el argumento del relato. En segundo lugar, es imprescindible anotar la fluidez de la narración. Podría pensarse que, al incrementar lo poético, el ritmo del texto decrecería o, peor, se detendría. Por el contrario, el autor sabe imprimirle una tensión narrativa que apunta a la atenta continuidad de la historia. Por último, una característica de casi toda la prosa del poeta es la voluntad de introducir el humor, la ironía y el sarcasmo en algunos pasajes de la narración.
                                                          Esta particularidad, precisamente, será la tónica de los dos fragmentos de La disparatada vida de Félix Palissa que se incluyen en esta selección. El autor ha decidido darles un carácter autónomo (y está claro que pueden leerse como relatos separados) que subraya su aguda ironía sobre la profesión de periodista (El periodista de otros años) o en torno a la vacua erudición de los aprendices de intelectuales (Discurso en un congreso de ornitólogos). La utilización del humor es un aspecto muy interesante (ante tanta solemnidad nacional) que debe ser destacado entre los narradores de su generación. Arteche atrapa al lector entre la carcajada y la aguda observación (y crítica) sobre la sociedad que describe. El humor está siempre al servicio de la inteligente apostilla que pretende despertar al lector y focalizarlo en un asunto, una situación o un personaje que encarna el objeto de la crítica donde el narrador, incansablemente, se concentra para manifestar los males que quiere evidenciar.
                                                        Sobre la prosa de reflexión hay que subrayar lo que anteriormente se afirmaba: Arteche es uno de los pocos poetas chilenos (y escritores chilenos) que avanza desde el terreno de la creación hacia el terreno del pensamiento. Su obra ensayística confirma a un autor que, siempre inquieto, busca reflexionar sobre los problemas que plantea la propia escritura. Tampoco estarán ajenos aquí, en ocasiones, el sarcasmo o la ironía. Su utilización buscará mostrar (en la exageración o en lo ridículo) los vicios de una élite intelectual que abandona temas y problemas que deberían ser materia de su discusión y análisis.
                                                        Pero existe una permanente intención por profundizar en asuntos que atañen al oficio poético y a las particularidades que éste ha revestido en las obras de otros autores. Gabriela Mistral, Dámaso Alonso, Federico García Lorca, Rafael Alberti, Alfonso Calderón o Carlos Droguett, serán algunos de los escritores en los que Miguel Arteche indagará acuciosamente. No se trata de “comentar” las características del estilo de uno u otro, sino de observar, describir, comprobar (en una suerte de espejo cómplice) aquellas búsquedas y encuentros que estos autores han tenido a la hora de componer sus obras. Arteche, más que un erudito que intenta demostrar un aspecto oscuro o desconocido en tal o cual obra de un poeta o narrador, es un artista que reconoce, persigue y explora aquellas claves que transformaron el lenguaje común en lenguaje poético, una anécdota vulgar en un atmósfera lírica, un objeto olvidado en una deslumbrante metáfora.
                                                        Independientemente de este “reconocimiento” o de estos “encuentros”, la obra ensayística artecheana tiene como sello característico establecer su propia poética. Sin constituir manifiestos ni proclamas (de las cuales el autor después podría arrepentirse), hay una voluntad por dejar en claro determinados principios que constituyen parte de las “marcas” que configuran el estilo de su escritura. La mayoría de estos ensayos apuntan justamente al oficio poético y develan aquellos principios irrenunciables que el autor practica constantemente en su poesía. Básicamente, pueden resumirse en la necesidad de un paciente y meticuloso oficio, en la indispensable condición de construir una imagen poética clara y reveladora y en la búsqueda por dotar al texto de contenidos intensos que huyan de lo vulgar y apelen al mundo intrínseco que el poeta debe descubrir.
                                                        La prosa ensayística de este autor debe aquilatarse como un complemento indispensable en la lectura de su obra poética y, también (aunque en menor medida), narrativa. Cualquier lector que pretenda penetrar en el mundo artecheano sin conocerla, olvidará que una condición fundamental para comprender el pensamiento y las orientaciones de su obra, es recorrer atentamente los tópicos y preocupaciones que confluyen tautológicamente con su escritura creativa.




[1] Prólogo a Poesía y Prosa de Miguel Arteche. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 2000.
[2] Conocida también como generación de 1957.
[3] El caso de Arteche no es el único que puede considerarse como mal estudiado o mal abordado por la crítica académica. Sólo por citar, menciono la obra de Enrique Lihn, Humberto Díaz Casanueva, Rosamel Del Valle, Eduardo Anguita, Braulio Arenas, Jorge Cáceres y del mismo Pablo de Rokha que, salvo notabilísimas excepciones, han merecido el desprecio, el silencio o la indiferencia de la mayoría de los estudiosos de la poesía chilena.
[4] Una vez más pienso en Eduardo Anguita como otro de los ejemplos a citar. Vid. Morales, Andrés. Prólogo a Anguitología de Eduardo Anguita. Editorial Universitaria. Santiago de Chile, 1999. En las generaciones posteriores sólo Juan Luis Martínez puede ser señalado como uno de los extraños casos de poetas chilenos que reflexionan en torno a este tema
[5] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Editorial Rumbos. Santiago de Chile, 1995 (Tercera Edición).
[6] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblasOp. Cit., pp. 48-49.
[7] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Op. Cit. p. 50.
[8] En Arteche. Fuga a dos voces (Ediciones de la Universidad Católica de Chile, Santiago de Chile, 1987), su autor, Jaime Blume Sánchez señala muy acertadamente esta “polaridad y tensiones” en la obra del poeta.
[9] Montes, Hugo. Miguel Arteche. En Ensayos Estilísticos. Editorial Gredos. Madrid, 1975, pp. 154-167.
[10] Sobre los alcances del agua como símbolo en la obra de este autor, véase el excelente estudio de la poeta y académica Alejandra Basualto, Simbología del agua en la poesía de Miguel Arteche. Tesis para optar al grado de Licenciado en Literatura. Departamento de Literatura, Facultad de Filosofía y Humanidades. Universidad de Chile. Santiago de Chile, 1984.
[11] En este punto es interesante mencionar la aguda observación de Mircea Eliade quien señala: “El templo griego se llama naosnéôs –como la barca-. Meditar sobre esta imagen: El Templo, es decir, la sacralidad expresada en volúmenes, está concebido como un navío. Gracias al cual se puede viajar (evidentemente hacia el Cielo, en el Cielo), se pueden atravesar las aguas (=el no-ser, las tinieblas, el caos, etc.). La idea de que la travesía perfecta no puede efectuarse más que en un “navío”, es decir, en una “forma cerrada” que protege de la degradación, de la dispersión, de la disolución (disolución en las Aguas)”. En Eliade, Mircea. Fragmentos de un diario. Editorial Espasa-Calpe. Madrid, 1979, p.142 (“11 de enero de 1955”). Increíblemente, pareciera que Eliade hubiese leído el poema de Arteche: la casa (el navío, la “forma cerrada”), el viaje (la travesía) y las aguas consiguen una interpretación casi detallada del texto.
[12] Arteche, Miguel. Destierros y tinieblas. Op. Cit., p. 89.
[13] Donde no se cuentan los artículos y notas aparecidos en periódicos que, al día de hoy, suman más de trescientos.

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