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"Soy un bicho de la tierra como cualquier ser humano, con cualidades y defectos, con errores y aciertos, -déjenme quedarme así- con mi memoria, ahora que yo soy. No quiero olvidar nada."



José Saramago

martes, 17 de marzo de 2015

“BOTICELLI Y EL CENTAURO” POR ANTONIO COSTA




Tiene mirada lánguida y desarmada. Palas lo ha cogido por el pelo y lo ha domesticado. Se ha vuelto un cortesano e inclina la cabeza como las Gracias. Supongo que ha leído a Castiglione y sabe recitar a Petrarca. Coge su arco con delicadeza y ha perdido todo su empuje.
Y sin embargo no deja de ser un centauro. Su torso tiene la piel muy fina pero debajo sigue siendo un caballo con la piel oscura y las patas dinámicas. Y las patas no pueden quedarse quietas. Y le salen pelos en la juntura entre la parte humano y la parte equina. Y tal vez ya le está fastidiando un poco que Palas le toque la cabeza.
Porque Palas representa la parte razonable y esquemática del ser humano. Esa parte con que según Nietzsche Sócrates negaba la vida y pretendía sustituirla por conceptos. En lugar de la vida contradictoria ponemos esquemas mentales. En lugar de las selvas de columnas de los palacios persas ponemos los cuadrados perfectos de los templos dóricos.
Las metopas del lado sur del Partenón representaban la lucha de los Lapitas contra los Centauros y naturalmente ganaban los primeros que representaban la austeridad y la rigidez contra los centauros que eran el entusiasmo y lo orgiástico. Y en la propia Atenas los puritanos de Esparta le ganaban a la sensualidad de los atenienses. Los dioses patriarcales (y también Palas Atenea era patriarcal, al fin y al cabo salió entera de la frente de Zeus) vencían a los dioses matriarcales del misterio y la noche. Robert Graves dijo mucho sobre eso en “La diosa blanca”. Y también sabía mucho de eso David Herbert Lawrence.

El idealismo de Botticelli no está descarnado, como tampoco lo estaba el de Platón y sus sueños estaban llenos de sensualidad y entusiasmo (por algo maldeciría sus cuadros de esa época el puritano Savonarola). Al fin y al cabo es mucho Boticelli. Pero alguien que no lo comprenda podría convertir al centauro en un tipo completamente anodino, que diga siempre lo que se espera de él, que conteste siempre con las mismas fórmulas bienpesantes, que hable siempre de modo políticamente correcto. Y hasta podría esconder sus patas en una funda de plástico. Un poco más y se convierte completamente en una máquina. De esas que no nos sorprenden nunca. Si queremos mecanizarlo todo, sustituir completamente la vida por la máquina (es más, negamos la vida, y decimos que el universo entero es solo una máquina) nos sobran los centauros. Y en lugar de relinchos escucharemos grabaciones de teléfono móvil.
Theodore Roszak en “El nacimiento de una contracultura”, en los años sesenta, habló de una invasión de centauros, que representan las fuerzas de la vida, contra la tecnocracia y la mecanización de todo. Mucho antes, en el romanticismo francés, un gran poeta desconocido, Maurice de Guerin, expresó en su poema “El centauro” todo el dinamismo de la vida que se niega a encerrarse en reglas y mecanismos, o en las sofisticaciones de la vida urbana: “Mi vida se estremecía en mi interior. Yo sentía correr y bullir y rodar el fuego que ella había tomado del espacio ardientemente atravesado. Mis flancos animados luchaban contra las olas que los empujaban interiormente, y gustaban en esas tempestades esa voluptuosidad que solo conocen las orillas del mar, de llevar sin ninguna pérdida una vida llevada a su plenitud”. Con ese poema estaba expresando su propio tumulto interior que se rebelaba misteriosamente contra todo adocenamiento. Pero ahora a los centauros queremos cortarles las patas. Y en lugar de hablar con centauros queremos hablar con máquinas que nos digan machaconamente: opción 1, opción 2, opción 3. Tal vez nos haga falta otra invasión de centauros, que entren sutilmente por las esquinas, que se nos metan en los atardeceres por los ojos, y no dejen que nos cuadriculen del todo. Centauros que relinchen en el fondo de nosotros y no dejen que nos corten las patas.



Porque insisto en que Boticelli pintó a un centauro lánguido que se deja acariciar el pelo por Palas pero sigue siendo un centauro con patas y piel oscura y dinamismo. Y a la misma Palas se le nota la travesura y un fondo de sensualidad sublimada y una piel muy tersa entre sus bordados (será una piel muy pulida, señores, pero sigue siendo piel), y los pechos le asoman con pezones muy grandes, y una faja grande le marca el vientre. Y una sensualidad exquisita y loca se dibuja en su inclinación de cabeza y en sus labios rojos y en su cabellera torrencial. De modo que las fuerzas de la vida se cuelan en la diosa del intelecto y rebasan el esquematismo y la frialdad de los conceptos. No, a esa mujer no le valen solo los conceptos. Y uno puede imaginarse qué revolcones pueden darse el centauro y la diosa cuando se apaguen las luces delante de ese paisaje inmenso.
El idealismo no se opone a las fuerzas de la vida, como suponían Nietzsche o Robert Graves, más bien las sutiliza y las profundiza. Las vuelve musicales e invisibles, como expresaba Rilke. (“Es el centauro el que tiene razón, / el que atraviesa a saltos las estaciones/ de un mundo apenas comenzado/ que él ha colmado con su energía”). Y la prueba es que esos cuadros idealistas y plenamente renacentistas de Boticelli tenían un componente sensual y pagano exacerbado, como mostraron las reacciones puritanas e integristas que se volvieron contra él. Y es que todo el Renacimiento tenía también ese componente de entusiasmo y de travesura. Y si parecía negar la realidad y el impulso era solo, en muchos casos, para recogerlos más íntimamente.
En cualquier caso, yo brindo por ese centauro que no ha dejado en ningún modo de ser un centauro.






Nacido en Barcelona en 1956, se crió en Galicia desde muy pequeño. Estudió Filología Hispánica e Historia del Arte y hoy es profesor de Literatura en enseñanza media. Ha publicado libros en todos los géneros literarios: 'Revelación', 'Delirio del fuego', 'El tamarindo', 'Las campanas', 'La reina secreta', 'La seda y la niebla', etc. con los que ha sido galardonado con numerosos premios: la Estafeta Literaria en 1976, el del Ministerio de Cultura en 1981 o el de Amantes de Teruel en 1985. Con 'Las campanas' llegó a la última votación del Premio Nadal en 1994 y del Premio Planeta en 2001. Colaborador en más de una treintena de diarios y revistas, ha viajado por los cinco continentes.


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