Lucky (2017). Estados Unidos. Dirección:
John Carroll Lynch. 88 minutos
Una tortuga y sus
travesías por el desierto. El encuadre fijo vuelve todo más lento, le da tiempo
al espectador para percatarse de que el aludido es un anciano casi centenario y
según el texto de los créditos es el propio actor Harry Dean Stanton, aunque
todos en el pueblo lo conocen como Lucky.
Somos testigos de
su rutina. Desierto de Texas, panorámica de la casa, enciende un cigarrillo y
sintoniza la radio. El reloj marca las 12:00, el tiempo se ha detenido, alguien
de cien años ya no puede escapar. Un primer plano lo muestra fumando con el
cielo azul a sus espaldas y un travelling evocando imágenes de Paris,
Texas sigue sus pasos por calles desiertas. Lo acompaña una música
texana y el letrero de estacionamiento vuelve a recordarnos al filme de Wim
Wenders.
En la cafetería
resuelve un puzle, acude al almacén por leche, siempre muy amable con la gente
que lo reconoce en forma recíproca. Desayuna en casa y enciende el televisor,
un programa de concursos reafirma sus conocimientos de fechas y palabras. «Realismo»
de verdad existe, acepta su situación y pretende estar preparado para
afrontarla. La memoria y la curiosidad siguen intactas, el puzle no ha
terminado.
Al día siguiente se desmaya y el doctor dice
que dejar de fumar le haría más mal que bien. Lucky es único, una anomalía
científica que fuma una cajetilla todos los días. Debes aceptar que eres viejo,
le dice, es importante a esa edad.
Una armónica estridente le permite reanudar el
travelling por el pueblo. La tercera noche, Dean Stanton les recuerda a todos
en el bar que «venimos
solos y nos vamos solos» y David Lynch comunica que ha dejado sus pertenencias
y posesiones a su tortuga. Lucky discute con el abogado que prepara ese
testamento y se entrevera en un duelo. Encuentra salida internándose en una
habitación surrealista de tonos rojos. Despierta a medianoche y el teléfono
rojo no responde. Paris, Texas no ofrece respuestas como tampoco el otro lado de
la línea telefónica. Mientras fuma escucha la voz cansada de Johnny Cash. Busca
explicarse lo que vendrá y solamente observa oscuridad. Siempre ha conocido el
rumbo, pero es inevitable esa oscuridad que se va apoderando de su mente. Descansa
en su cama, resignado, esperando que algo lo rescate al final, su mirada
escéptica conoce la verdad del universo. Todo va a desaparecer en la oscuridad
y en el vacío, sólo deberá aceptarlo.
Lucky tiene miedo, sabe que el camino se
acaba. El abogado dice que los testamentos son para eludir a la burocracia de
la muerte, pero Lucky le responde que no cambian el hecho de estar muerto. «Nada es para siempre», repite
acariciando a un perro mientras la armónica suena melancólica. Un infante de
marina le cuenta de su incursión contra los japoneses. No puede olvidar a una
niña de siete años que le sonrió en ese entonces. Ella suponía que la iban a
asesinar, era budista y simplemente le sonreía al destino.
Acude a una fiesta mexicana. Ha entonado en
español que ha llegado el momento de perder… Desearía renacer… «Volver, a tus brazos otra vez».
Intuye que su tiempo se acaba y en el bar rompe las reglas. «La autoridad es
arbitraria», Lucky se irá bajo sus propios términos. «Nada… es todo lo que hay»,
repite y su escepticismo desconcierta a los asiduos bebedores. Preguntan cómo
enfrentar a esa nada y Lucky les dice que simplemente deben sonreír. Enciende
el cigarrillo frente al letrero de no fumar y abandona la escena con una
sonrisa.
Las calles desiertas
se verán distintas sin Lucky. No más travellings, sólo planos fijos. Lo
expulsaron del jardín del edén, antes maldecía, ahora sonríe mientras desciende
la colina, da una última pitada y nos da la espalda. De fondo, la música texana
despide a esta tortuga que finaliza su viaje.
Las escenas y los encuadres son bellos
y significantes. Los parlamentos, poéticos y sobrios, reflejando los avatares
de un alma inquieta y a la vez escéptica. Los paralelismos con Paris,
Texas son innumerables, los parajes desérticos, el teléfono rojo y su
diálogo monologado. «Hay una diferencia entre sentirse solo y estar solo»,
concluye Dean Stanton.
*Publicado en Revista Occidente
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