Conocí a Pedro Lemebel la primera vez que regresé —se me había prohibido volver tras mi marcha al exilio en 1975— a Santiago de Chile. Eso fue en 1987. Soledad Bianchi me acompañó a la casa de dos escritores, Pía Barros y Jorge Montealegre, que vivían en la que hoy se conoce popularmente como Plaza de la Dignidad (antigua Plaza Baquedano). A Jorge lo había conocido en Largo di Torre Argentina, la plaza de Roma que acogía la sede de Chile Democrático, lugar donde se reunía la izquierda chilena en el exilio. Hacía poco que lo habían soltado del campo de concentración de Chabacuco y militaba en la izquierda cristiana de entonces, algo similar a las ACLI (Asociaciones Cristianas de Trabajadores Italianos).
Jorge tenía 19 años, barba y pelo largo. Parecía Jesús. En el exilio publicó su testimonio de lo vivido, Chabacuco (Roma, 1975). En 1979 retornó a Chile.
Desde hace muchos años he conservado en la memoria un poema suyo titulado Póster:
Pegado en el sucucho parisino
lo miramos casi con nostalgia
pero
¿cuándo hemos visto Rapa Nui…?
Ahora estaba en su casa y no recuerdo exactamente por qué, tal vez fuese debido al empeño de Soledad Bianchi por hacer que nos encontrásemos, tal como había hecho en el exilio, desde Boësse en Francia, donde vivía, juntándonos, amablemente, a la manera de esos familiares cercanos que desean reunir a toda la familia (fue ella la que me presentó a Roberto Bolaño, a Bruno Montané, a Cecilia Vicuña, a Bárbara Délano).
Tímidamente me acerqué y conocí a Pedro. Sucedía que los chilenos que habían vuelto al país se contaban con los dedos de una mano y Pedro, enterándose de mi situación, se interesó por mí (acaso creyendo que formaba parte de alguna organización internacional y que podía actuar como intermediario a la hora de buscar recursos para sobrevivir: la vida era muy dura por entonces en Santiago). Me regaló Incontables, donde aparecían siete relatos suyos firmados como Pedro Mardones. Fue poco después cuando asumiría el apellido materno, Lemebel, con el que publicaría sus famosas crónicas.
Las Yeguas del Apocalipsis
Pedro Lemebel nació en los años cincuenta en la periferia pobre de Santiago de Chile, el «Zanjón de la Aguada» (denominación que más tarde se convertiría también en el título de uno de sus libros). En mi caso, si había oído hablar de Pedro era básicamente porque formaba parte de un colectivo, Las Yeguas del Apocalipsis que había llevado, sin haber siquiera llegado a ser conscientes de ello, la performance a la escena nacional.
Desde 1987, al lado de Francisco Casas, autor de la novela Yo, yegua (2004), llevan a cabo memorables actuaciones públicas, mezclando acciones provocadoras, transformismo, fotografía, vídeo e instalaciones; reivindicando el derecho a la vida, a la memoria, a la libertad sexual. De sus múltiples intervenciones podemos recordar una performance en Concepción, cuando se cubrieron de cal y por poco no se despellejan vivos, bailaron una cueca (el baile nacional) encima de una plataforma de cristales rotos y cabalgaron desnudos sobre un caballo blanco como Lady Godiva.
El nombre de Las Yeguas del Apocalipsis se inspira en la devastación causada por el sida, considerada la peste de fin de siglo. En respuesta a esta profecía, decidieron personificar la versión femenina de los jinetes bíblicos del Apocalipsis y se autodefinieron como Las Yeguas del Apocalipsis.
Las «yeguas» se convirtieron pronto en un mito. Irrumpían allí donde hubiese un evento y nadie sabía bien qué esperar ni qué serían capaces de atreverse a realizar.
Me viene a la cabeza, ahora, mientras escribo, la inauguración de una exposición en La Maldita Zorra, la casa-galería del abuelo de Carlos Bogni, ubicada en la comuna santiaguesa de Estación Central. Acabó como el rosario de la aurora: vasos rotos, peleas, ventanas desmanteladas, puertas arrancadas, dos grupos enfrentados, gritos y, sobre todo, el temor de que hiciesen acto de aparición los carabineros. En primera línea de todo estaban las yeguas, echando leña al fuego.
Se lo comento a Carlos, que me dice: ¡ah, cierto! «Tú fuiste uno de los testigos oculares». Responde:
Más que eso. Algún codazo también recibí yo. La Maldita Zorra era mi casa-laboratorio en el 89. La idea de resucitarla y convertirla en un lugar alternativo terminó allí y así, acabó aquella noche. Recuerdo a Nelly Richard intentando que algunos no se peleasen… y a un curador alemán que andaba de aquí para allá con el cinto en la mano. El fin del mundo. La Berenguer me dijo después que fue ella la que había invitado a las dos joyas… Finalmente, con Francisco Smythe, Paulina Humeres y Marcela Osorio, la protagonista de «Sussi», filme chileno de finales de los ochenta, que había sido el motivo del conflicto, salimos ilesos…
Las yeguas del Apocalipsis se extinguieron gradualmente. Sus últimas intervenciones tuvieron lugar en la Bienal de la Habana de 1997, pero, por entonces, Casas y Lemebel ya habían empezado a desarrollar nuevos proyectos por separado.
Pedro Lemebel, travesti, militante, tercermundista, anarquista, mapuche de adopción, vilipendiado por el establishment. No hubo batalla donde Lemebel, tan frágil, no haya combatido y perdido.
Al mismo tiempo, personaje amadísimo de la comunidad homosexual y de la izquierda chilena, Lemebel saca a la luz el Chile hundido, sumergido, a través de sus crónicas urbanas.
Lemebel leía y era imposible no emocionarse, no irse al carajo porque él también lo hacía. Porque ahí había algo que él dejaba y no se recuperaba, algo invisible que quedaba en las mesas, desperdigado en el escenario porque muchas veces era como si se estuviera quemando a lo bonzo en medio de la gente, dejando —como dice esa canción de Violeta Parra— pedazos de sí mismo repartidos en el territorio.
(Alvaro Bisama)
«No necesita escribir poesía para ser el mejor poeta de mi generación», dijo Roberto Bolaño en una entrevista que marcó definitivamente el camino de Lemebel hacia el éxito. Nadie alcanza la profundidad de Lemebel. Más aún, Lemebel tiene coraje, es capaz de abrir los ojos en la oscuridad, en territorios en los que nadie osa penetrar. Cuando todos aquellos que lo desdeñaron hayan desaparecido en las cloacas o en la nada, Pedro Lemebel seguirá siendo una estrella.
Mientras escribo, siento las uñas de los gatos arañando la puerta de mi estudio: es la hora de la cena para los felinos de la colonia. La preparo y salgo a darles de comer. Justo a tiempo. Justo a tiempo. «No es sincero el cielo», me dice Antonella, mi vecina. Lo cierto es que siento las gotas que llegan. Habrá lluvia. Por algo es hija de marinero, pienso.
A mediados de los años noventa, Pedro participa diariamente en el programa Cancionero de Radio Tierra de Santiago (perteneciente a Casa La Morada), donde transmite las crónicas compiladas en De perlas y cicatices.
Refiriéndose a Lemebel, la poeta Carmen Berenger dice: aquel libro es extraordinario por su propuesta radical. Pero también por colmar un vacío político-cultural en Chile, el de la homosexualidad. Para mí, ese libro fue su gran logro.
Dos recuerdos personales en Roma y en Venecia
Yo no tengo amigos, cariño, solamente amores.
Roma y Mantua
Una experiencia evocadora y emocionante fue la que tuvo lugar en el Festival de Literatura de Mantua en la sala del Instituto Cervantes en la Piazza Navona de Roma (2008). Pedro presentó Corazón en fuga, una admirable combinación de video-performance, palabras y música, por medio de los cuales el artista trató aquellos temas que le eran tan queridos, como la memoria histórica y la libertad sexual.
«¿Hay algo mejor que despertarse por la mañana con la música de tu vida?» Con esta pregunta, Lemebel introduce el texto de una poesía, sonando de fondo la melodía de una famosa canción de Mina, Ciudad vacía, que se convierte en un punto de referencia a la hora de recordar el pasado, «los amigos perdidos durante la dictadura», el golpe y el socialismo, la democracia. «Son estos los temas que nunca me abandonaron, porque donde late la historia, late mi corazón».
No resultaba fácil despertarlo y convencerlo para que se implicase en una agenda rica de entrevistas, casi todas programadas muy de mañana.
Prefirió la cantina al exclusivo restaurante que acogía a las personalidades participantes en el festival. Su aparición representó un auténtico triunfo. Lo reconocieron al entrar, lo recibieron como una estrella, los jóvenes se le acercaban felicitándolo por su libro.
Venecia
En el Pabellón de Arquitectura de Chile en la Bienal de Venecia. Al Arsenal de Venecia llegó con su típica pañoleta en la cabeza y sus zapatos de tacón de 12 centímetros, los mismos con los que se presenta cuando da su conferencia en Harvard. Apareció acompañado de la entonces agregada cultural de Chile en Italia, Claudia Barattini (quien años más tarde llegaría a ser ministra de Cultura). Chile fue, ciertamente, el verdadero protagonista en esa edición de la Bienal.
El Arsenal de Venecia es una antigua base naval localizada en el distrito de Castello, en la ciudad de los canales. En la actualidad se utiliza como centro de investigación, escenario de exhibición de arte contemporáneo durante la Bienal de Venecia y centro de preservación de navíos históricos. Durante la Baja Edad Media y la Edad Moderna fue un complejo formado por astilleros y armerías que jugó un papel principal en la construcción del poderío naval de la República de Venecia. Es en este escenario donde actualmente expone Chile.
Los curadores oficiales de la presentación de Chile en 2008 fueron Mauricio Pezo y Sofía von Ellrichshausen. La propuesta se titulaba I was there.
La exposición se concibió como una plataforma para elaborar un catastro inédito y exhaustivo de los iconos de la arquitectura popular chilena, los cuales, una vez asumidos colectivamente como emblemas que representan paradigmáticamente las diferentes identidades locales, son reelaborados como figuras artesanales en miniatura (souvenirs) y ofrecidos como objetos de consumo en la sociedad de masas.
En esa misma Bienal de 2008, Alejandro Aravena fue premiado con el León de Plata por su proyecto de vivienda social, «Elemental».
Le cuento a Pedro que a mí lo que más me gusta de todo aquello es dejarme ir nostálgicamente por entre esa Venecia de los pabellones, pero también de las emociones. Le hablo de la edición de 1974, cuando la Bienal, de modo sorprendente, estuvo íntegramente dedicada a Chile. También le informo de mis regulares visitas a la Bienal desde 1993 y le cuento la emoción que nos embargó cuando, inesperadamente, el jurado internacional reconoció con una mención de honor la obra Cages, de Juan Downey. Y también le confieso lo fácil que era encontrase con Louise Bourgeois o Robert Rauchemberg, Andrés Serrano o Nan Goldin. Aquí estábamos también el día en que Matthew Barney ganó el León de Oro, la primera vez que hicieron aparición los peces espada en formol de Damien Hirst o los desnudos sublimes de Mapplethorpe.
Luego fuimos a dar un paseo por los puentes y calles hasta bien entrada la noche. Al final acabamos en el Florian, sin duda el café más famoso y con mayor solera de Venecia. Desde su inauguración, el 29 diciembre de 1720, ha sido una referencia ineludible en el marco del inmenso espacio delimitado por la Piazza San Marco (en español, plaza de San Marcos). Se encuentra bajo los soportales de la plaza, mirando a la derecha a la Iglesia de San Marcos. Ilustres personajes lo han frecuentado desde sus primeros días, escritores como Goldoni, Goethe o Casanova fueron clientes habituales del lugar. Más tarde atrajo a otros escritores, desde Lord Byron a Marcel Proust, pasando por Charles Dickens. Era uno de los pocos sitios que en el siglo XVIII permitía el acceso a mujeres.
Algún testigo jura que fue Pedro quien me arrastró a casa tras aquella soirée entre los canales venecianos. Muy habitualmente ocurría justo al revés y, tras una juerga loca, era él quien se dejaba arrastrar.
Las veladas romanas, compuestas de presentaciones, aperitivos y cenas fueron intensas y muy emotivas.
Su Manifiesto (hablo por mi diferencia), presentado y leído en Mantua en 1986, acompañado por Paolo Angelosanto, ataca la línea de flotación de la exclusión que los partidos de izquierdas, comunistas incluidos, practicaron histórica y reiteradamente contra la homosexualidad.
No soy Pasolini pidiendo explicaciones
No soy Ginsberg expulsado de Cuba
No soy un marica disfrazado de poeta
No necesito disfraz
Aquí está mi cara
Hablo por mi diferencia.
Defiendo lo que soy
Y no soy tan raro
Me apesta la injusticia
Y sospecho de esta cueca democrática
Pero no me hable del proletariado
Porque ser pobre y maricón es peor
Hay que ser ácido para soportarlo
Es darle un rodeo a los machitos de la esquina
Es un padre que te odia
Porque al hijo se le dobla la patita
Es tener una madre de manos tajeadas por el cloro
Envejecidas de limpieza
Acunándote de enfermo
Por malas costumbres
Por mala suerte
Como la dictadura
Peor que la dictadura
Porque la dictadura pasa
Y viene la democracia
Y detrasito el socialismo
¿Y entonces?
¿Qué harán con nosotros compañero?
¿Nos amarrarán de las trenzas en fardos
con destino a un sidario cubano?
Nos meterán en algún tren de ninguna parte
Como en el barco del general Ibáñez
Donde aprendimos a nadar
Pero ninguno llegó a la costa
Por eso Valparaíso apagó sus luces rojas
Por eso las casas de caramba
Le brindaron una lágrima negra
A los colizas comidos por las jaibas
Ese año que la Comisión de Derechos Humanos
no recuerda
Por eso compañero le pregunto
¿Existe aún el tren siberiano
de la propaganda reaccionaria?
Ese tren que pasa por sus pupilas
Cuando mi voz se pone demasiado dulce
¿Y usted?
¿Qué hará con ese recuerdo de niños
Pajeándonos y otras cosas
En las vacaciones de Cartagena?
¿El futuro será en blanco y negro?
¿El tiempo en noche y día laboral
sin ambigüedades?
¿No habrá un maricón en alguna esquina
desequilibrando el futuro de su hombre nuevo?
¿Van a dejarnos bordar de pájaros
las banderas de la patria libre?
El fusil se lo dejo a usted
Que tiene la sangre fría
Y no es miedo
El miedo se me fue pasando
De atajar cuchillos
En los sótanos sexuales donde anduve
Y no se sienta agredido
Si le hablo de estas cosas
Y le miro el bulto
No soy hipócrita
¿Acaso las tetas de una mujer
no lo hacen bajar la vista?
¿No cree usted que
solos en la sierra
algo se nos iba a ocurrir?
Aunque después me odie
Por corromper su moral revolucionaria
¿Tiene miedo que se homosexualice la vida?
Y no hablo de meterlo y sacarlo
Y sacarlo y meterlo solamente
Hablo de ternura compañero
Usted no sabe
Cómo cuesta encontrar el amor
En estas condiciones
Usted no sabe
Qué es cargar con esta lepra
La gente guarda las distancias
La gente comprende y dice:
Es marica pero escribe bien
Es marica pero es buen amigo
Súper-buena-onda
Yo no soy buena onda
Yo acepto al mundo
Sin pedirle esa buena onda
Pero igual se ríen
Tengo cicatrices de risas en la espalda
Usted cree que pienso con el poto
Y que al primer parrillazo de la CNI
Lo iba a soltar todo
No sabe que la hombría
Nunca la aprendí en los cuarteles
Mi hombría me la enseñó la noche
Detrás de un poste
Esa hombría de la que usted se jacta
Se la metieron en el regimiento
Un milico asesino
De esos que aún están en el poder
Mi hombría no la recibí del partido
Porque me rechazaron con risitas
Muchas veces
Mi hombría la aprendí participando
En la dura de esos años
Y se rieron de mi voz amariconada
Gritando: Y va a caer, y va a caer
Y aunque usted grita como hombre
No ha conseguido que se vaya
Mi hombría fue la mordaza
No fue ir al estadio
Y agarrarme a combos por el Colo Colo
El fútbol es otra homosexualidad tapada
Como el box, la política y el vino
Mi hombría fue morderme las burlas
Comer rabia para no matar a todo el mundo
Mi hombría es aceptarme diferente
Ser cobarde es mucho más duro
Yo no pongo la otra mejilla
Pongo el culo compañero
Y ésa es mi venganza
Mi hombría espera paciente
Que los machos se hagan viejos
Porque a esta altura del partido
La izquierda tranza su culo lacio
En el parlamento
Mi hombría fue difícil
Por eso a este tren no me subo
Sin saber dónde va
Yo no voy a cambiar por el marxismo
Que me rechazó tantas veces
No necesito cambiar
Soy más subversivo que usted
No voy a cambiar solamente
Porque los pobres y los ricos
A otro perro con ese hueso
Tampoco porque el capitalismo es injusto
En Nueva York los maricas se besan en la calle
Pero esa parte se la dejo a usted
Que tanto le interesa
Que la revolución no se pudra del todo
A usted le doy este mensaje
Y no es por mí
Yo estoy viejo
Y su utopía es para las generaciones futuras
Hay tantos niños que van a nacer
Con una alita rota
Y yo quiero que vuelen compañero
Que su revolución
Les dé un pedazo de cielo rojo
Para que puedan volar.
Representante de un Chile oculto y que nadie parecía ver, dio voz a los homosexuales, a los trans, a los mendigos, a las prostitutas. Sus críticas contribuyeron a desarmar un país tremendamente hipócrita.
Escribe Soledad Bianchi:
[L]o vi en muchas de estas situaciones y actitudes y sentimientos, y podía ser en una fiesta, pero de día claro, también. ¿Discreto? Discreto, Pedro no era, ni quería serlo; ni en amores o coqueteos ni en la vida cotidiana y social. De vez en cuando, se sabía de sus «apoteósicas» insolencias: que tiraba un mantel cubierto de platos, vajilla y comidas, por aquí; mientras, por allá, insultaba y hasta escupía a alguien (por lo general, un político de derecha que haciéndose el liberal tolerante se acercaba a saludarlo con el brazo extendido..., y así quedaba, porque Pedro lo dejaba con el brazo extendido).
Lemebel publica su primera novela, Tengo miedo, torero, en 2001, libro que alcanza en Chile un gran éxito de público. En Italia esta novela también tuvo una amplia difusión, gracias sobre todo al boca a boca más que debido a una campaña publicitaria potente.
Cada vez que Carlos se perdía, un abismo insondable quebraba ese paisaje, volviendo a pensarlo tan joven y ella vieja, tan hermoso y ella tan despelucada por los años. Ese hombrecito tan sutilmente masculino, y ella enferma de colipata, tan marilaucha que hasta el aire que la circundaba olía a fermento mariposón. ¿Y qué le iba a hacer ?, si la tenía moribunda como un papel de seda marquis por la humedad de su aliento. ¿Y qué le iba a hacer?, si en su vida siempre alumbró lo prohibido, en el retangueo amordazado de imposibles.
(«Tengo miedo, torero»)
Es una verdadera lástima que el poeta no haya podido gozar del merecido éxito, al morir demasiado pronto, el 23 de enero de 2015, en Santiago, tras una larga enfermedad.
Porque las lágrimas de las locas no tenían identificación, ni color, ni sabor, ni regaban ningún jardín de ilusiones. Las lágrimas de una loca huacha como ella nunca verían la luz, nunca serían mundo húmedos que recogieran pañuelos secantes de páginas literarias. Las lágrimas de las locas siempre parecían fingidas, lágrimas de utilería, llanto de payasos, lagrimas crespas, actuadas por la cosmética de la chiflada emoción.
(«Tengo miedo, torero»)
«Si algún día hacen una revolución que incluya a las locas, avísame, Ahí estaré yo en primera línea», así se expresa en determinado momento el protagonista de la película Tengo miedo, torero. El filme, basado en la novela homónima de Lemebel y protagonizada por el actor Alfredo Castro se ha presentado estos días en el Festival de Venecia y está a punto de estrenarse en las salas de cine.
La despedida de Pedro
El reloj sigue girando hacia un florido y cálido futuro. No alcancé a escribir todo lo que quisiera haber escrito, pero se imaginarán, lectores míos, qué cosas faltaron, qué escupos, qué besos, qué canciones no pude cantar. El maldito cáncer me robó la voz (aunque tampoco era tan afinado que digamos).
Los beso a todos, a quienes compartieron conmigo en alguna turbia noche.
Nos vemos, donde sea.
(Pedro Lemebel)
Para mí se trata de una configuración real de la transparencia, de un fuego que, como un arco iris, una voz que por sí misma canaliza y hace confluir el «canto» y el «encanto», fijando el punto de encuentro de aquel límite en equilibrio al que condujeron sus delirios, sus vértigos, sus viajes animados y nunca espectrales, órdenes profundos del movimiento, olas marítimas que se dejan navegar.
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