Ni ayer, ni hoy, he aceptado la triste noticia
«Éramos hijos de la rama del
mismo árbol», me dijiste aquel día en París mientras caminábamos por la avenida
de los Campos Elíseos. Pasando por los jardines de las Tullerías, me revelaste
el tremendo dolor que te había causado el comprender de golpe que lo que
poseías no te pertenecía. Hablábamos de un ser vivo, hablábamos de un hijo.
Nos dirigimos a Louis Vuitton para asistir a una performance
de Ramuntcho Matta.
Ramuntcho, uno de los hijos del gran Roberto Sebastián Matta,
compositor, músico, escritor y artista de nacionalidad francesa. Defiende que
el trabajo es la mejor vía para optimizar el tiempo. Cada mañana deja que el
arte hable a través de él realizando, de forma libre y automática, una obra que
comparte en Facebook y que suele acompañar con una frase. En sus propias
palabras: «una gimnasia para la mente con el objetivo de hacer reflexionar».
Hacía mucho tiempo que no veía a Ramuntcho. Sabía de su
existencia, aunque la única vez que habíamos coincidido había sido en el
funeral de su padre, el artista chileno Sebastián Matta, el pintor surrealista
más importante del mundo. Nos hallábamos en la Bandita, el antiguo convento de
los Padres Pasionistas de Tarquinia, cerca de Civitavecchia, donde Matta vivió
desde los años sesenta. Ramuntcho nos pidió entonces cantar el Volaré,
que tanto le gustaba a su padre, y así hicimos. «Él estará siempre aquí», dijo
Germana Ferraris, la viuda, «aferrando el mundo del ser, el ser en el mundo».
Luego fue enterrado allí mismo, bajo su estudio.
Axel Jodorowsky se hizo llamar Cristóbal, nombre con el que se
dio a conocer. Había nacido en Ciudad de México, 1965. Chamán, espiritista,
escritor, terapeuta, mago, catalizador, actor, artista, fue un gran
conversador, un agradable fabulador, siempre sin dejar de ser chamán y escritor.
Hijo de Alejandro Jodorowsky, con quien se formó en las técnicas
de tarot, psicomagia, psicogenealogía y psicomasaje. Lo conocí en casa de
Patricia Rivadeneira, por entonces agregada cultural de Chile en Italia. Ellos
se habían encontrado en Santiago, en su primer viaje a la patria paterna, de
quien oía hablar todos los días hasta el punto de sentir que aquella era
también su patria. Patricia me contó cómo lo encontró solo, en la barra del
vestíbulo del teatro en el que estaba a punto de recibir un premio que se le
había concedido a su padre. Me habló de su traje gris de rayas, a la antigua,
con chaqueta, pantalón y chaleco, también de su pelo engominado y echado hacia
atrás. Bebía un güisqui doble intentando amortiguar la inmensa emoción de aquel
primer contacto con Chile.
Me cuentan que fue una velada memorable. Axel, o Cristóbal, no
apareció solo en el escenario, sino que se hizo acompañar por toda su familia,
mimando, ganándose el corazón de esa humanidad escéptica y «chaquetera» que no
veía con buenos ojos que Alejandro hubiese enviado a Cristóbal, o Axel, a
recoger el premio.
Si no estoy errado, se quedó con Patricia, marchándose seis
meses después. Uno de esos días lo arrestaron por conducir bajo los efectos del
alcohol. Otra vez lo detuvieron en el aeropuerto cuando intentaba viajar a
París y lo metieron en la cárcel (en Chile los delitos de alcoholemia están
sancionados con penas muy duras). Finalmente pudo regresar a Francia y, desde
entonces, ir y volver entre ambos lados del océano para visitar su nueva patria
de adopción.
Desde que era crío estuvo involucrado en numerosos proyectos
teatrales y cinematográficos —entre otros, por ejemplo, recordemos su
interpretación del icónico Fénix en Santa Sangre, película de 1985 —.
Cristóbal Jodorowsky se formó en la escuela de Marcel Marceau. Con el método
Stanislavski y los laboratorios de Grotowski. Fue el primer actor del Teatro
del Silencio, en Francia.
A lo largo de los años nos fuimos encontrando repetidas veces.
En Roma, en la casa de Patricia en el barrio de Trastévere, en las termas de
Toscana…
Expuso sus mágicos acrílicos en el estudio de Paolo Angelosanto
en nuestra casa romana, InTerior (InTerno en italiano) 12, ¡y quién lo
olvidará jamás!
A través de su pintura hecha con collages realizados a
partir de imágenes de cómics de temática erótica, religiosa y crítica al consumismo
y la violencia, representa el amor, la maternidad y el sexo mediante símbolos,
mucho colorido y palabras que consiguen ir más allá del peligro de abandono y
mostrar el anillo sin mano, la sed del jueves, los girasoles de papel, que
avanzan con la casi segura certeza de ser tan solo alegoría.
Interior 12 era un proyecto que no tenía un tema, sino solamente
una dirección precisa: el interior de una casa. Un interior situado en la calle
Rattazzi, en Roma, que acogió, un día al mes durante todo un año, un encuentro,
un evento, una reunión: al final, doce encuentros en doce meses, de enero a
diciembre de 2003.
Los invitados eran principalmente artistas compañeros de Paolo,
unidos por su personalidad, chispa, coherencia, frescura y autenticidad. Un
Interior abierto, interactivo, que muta, que cambia, que dialoga. Cristóbal era
un entusiasta del espacio.
Para mí, el arte existe en la intimidad, en la más perforada
presión del entendimiento; el estado de absorción sin plagio ni estructura, sin
relajación o embotamiento, representa una gracia inacabada que propaga el
irracionalismo, que se desarrolla sin interrupción, pérdida o apaciguamiento y
conduce, más o menos, a los paquidermos del egocentrismo, cantando
sorprendentemente la frontera, porque, aun cuando la disolución de uno mismo
sea verdaderamente deslumbrante, no es posible escapar de ella más que
incorporándose en un perpetuo y fingido rito pulsional.
Hubo una ocasión en particular que me impresionó mucho. Me
encontraba en Blera, una pequeña localidad de la Tuscia viterbeña (Tuscia
Viterbese, en italiano). Era domingo y acababa de leer el libro de Cristóbal, El
collar del tigre. Los ritos chamánicos allí descritos, con su fuerte
simbolismo y una corporeidad casi violenta, restituyen emociones y autenticidades
pérdidas.
Me volví a sentar de nuevo en la rodilla frente a Alejandro y lo
miré a los ojos. «Me pusiste este collar hace treinta años. Ha sido mi mayor
maestro, pero ya no me pertenece. He sido esclavo y me estoy liberando». Me lo
quité y se lo di. Alejandro, con el rostro radiante de felicidad y excitación,
lo tomó en sus manos. «Un koan no tiene una única respuesta», me dijo, «y cada
monje revela la suya. Cada ser humano debe dar respuesta a su propio koan. No
importa cuánto sé. Demora en hacerlo. Respondiste la tuya. Felicidades. Eres un
hombre libre».
Al cerrar la última página del libro, pensé: este libro es
sanador de principio a fin. Mientras tanto, tenía que regresar a Roma sí o sí,
pero no había servicio de autobús que pasara por allí ese día. Analicé cada una
de las maneras posibles de volver y todos mis intentos se revelaron inútiles.
Solo cuando el atardecer tocaba a su fin, alguien se apiadó de mí, quién, no lo
recuerdo, y se ofreció a llevarme a la parada más cercana en la que pudiera
subirme a un vehículo que me acercara a casa. ¡Y viva! Ya sentado en la parte
de atrás de un autocar completamente vacío, pensando en aquel libro, El
collar del tigre, y en Cristóbal, al que imaginaba en París, o en México, o
en cualquier otra parte, decidí escribirle el siguiente mensaje: «Querido
Cristóbal. Acabo de terminar de leer El collar del tigre». Y añadí:
«somos hijos de la misma rama del mismo árbol». No habían pasado ni diez
segundos cuando me llegó una respuesta: «¿Dónde estás, hermano?». «Viajando en
bus a Roma, ¿y tú?», respondí. «Yo ya llegué. Y te estaba esperando». En Roma,
sí, me esperaba un espléndido ejemplar del libro con esta dedicatoria:
Para Antonio, Con infinito amor universal, 2008, Cristóbal.
He resumido nuestros encuentros con estas palabras:
Y en la mitad del sueño se hizo luz. Como si el paisaje rezase
un lamento idílico, el cielo siempre estaba allí enteramente azul, imaginado.
Llegas lejos de nosotros y cerca de todo. Luego te recordé sobre la superficie
de las aguas sulfurosas y allí se reflejaba tu rostro. ¡No! No te sumergirás
dos veces en la misma imagen, dijiste. Fue entonces cuando deliberaron los
dioses. Dijeron: esta visión, ¿de qué será morada? Luz de estrella quebrantada,
esta noche romana. Y bajo este cielo silencioso huimos. ¡Escucha! ¿Oyes? Bajo
los arcos donde los vientos parecían alegres, como si el silencio inmenso de
los cielos respondiese.
Ni ayer, ni hoy, he aceptado la triste noticia. La creí una
«fake new», pero el paso de las horas no trajo su desmentido. Hoy se cumple
exactamente un año. Vuela alto, que tú sabes hacerlo. Al fin y al cabo, eres y
fuiste un ángel. Cristóbal Jodorowsky, descansa en paz.
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